Foto de García Alix: Paraíso Formentera
AGOSTO
Mi hermana se pintaba las uñas de fucsia,
con un color que tenía nombre de fruta.
Todos los colores tenían nombres de alimentos:
escarchado de café, sorbete de mandarina.
Nos sentábamos en el jardín a esperar que nuestras vidas reanudaran
el ascenso interrumpido por el verano:
triunfos, victorias para las que la escuela
era una suerte de práctica.
Los profesores nos sonreían, mirándonos con
superioridad, al concedernos la distinción.
Y en nuestra cabeza, éramos nosotras las que les
concedíamos una sonrisa de superioridad.
Teníamos la vida almacenada en la cabeza.
Aún no había empezado: ambas estábamos seguras
de que cuando empezara lo sabríamos.
Seguramente no era esto.
Nos sentábamos en el jardín trasero, observando cómo cambiaban nuestros cuerpos:
de un rosa brillante al principio, después bronceados.
Yo me pasaba aceite para bebés sobre las piernas; mi hermana
frotaba quitaesmalte sobre las uñas de su mano izquierda,
probaba otro color.
Leíamos, escuchábamos la radio portátil.
Obviamente la vida no era esto, estar sentadas
en coloridas sillas de jardín.
Nada estaba a la altura de los sueños.
Mi hermana seguía probando para encontrar un color de su gusto:
era verano, todos eran escarchados.
Fucsia, naranja, madreperla.
Alzaba la mano izquierda ante sus ojos,
de un lado a otro la movía.
Por qué era siempre así...
los colores tan intensos en sus envases de vidrio,
tan definidos, y en las uñas
casi exactamente iguales,
una tenue película plateada.
Mi hermana sacudió el envase. El naranja
no dejaba de acumularse ene el fondo; tal vez
ese fuera el problema.
Lo sucedió una y otra vez, lo alzó a la luz,
estudió las palabras de la revista.
El mundo era un detalle, una cosita que aún
no estaba exactamente bien. O como una ocurrencia de último momento,
todavía rudimentaria o aproximada.
Lo real era la idea:
Mi hermana añadió otra capa, acercó el pulgar
al envase del esmalte de uñas.
Seguíamos creyendo que veríamos
disminuir la diferencia, aunque en realidad persistía.
Cuando más tenazmente persistía,
tanto más intensa nuestra convicción.
LA MUSA DE LA FELICIDAD
Las ventanas cerradas, el sol que asoma.
El sonidos de unos pocos pájaros;
el jardín empañado por un ligero vaho de humedad.
U la inseguridad de la gran esperanza
esfumada de repente.
Y el corazón aún alerta.
Y mil pequeñas esperanzas que nacen,
no vuelvas pero sí recién admitidas.
Afecto, comer con amigos.
Y la estructura de ciertas
tareas adultas.
La casa limpia, en silecio.
La basura que ya no es necesario sacar.
Es un reino, no un acto de la imaginación:
y todavía muy temprano,
se abren los capullo blancos de penstemon.
¿Es posible que por fin hayamos pagado
con suficiente amargura?
¿Que no exija sacrificio,
que la angustia y el terror se hayan considerado
suficientes?
Una ardilla corre sobre el cable del teléfono,
con una corteza de pan en la boca.
Y la estación demora la llegada de la oscuridad.
De manera que parece
parte de un gran don
que ya no hay por qué temer.
El día despliega, pero muy gradualmente, una soledad
que ya no hay por qué temer, cambios
leves, apenas percibidos...
el penstemon que se abrió.
La posibilidad
de seguir viéndolo hasta el fin.
Louis Glück
en Las siete edades.
Editorial Pre-textos.
Traducción de Mirta Rosenberg.