sábado, 17 de octubre de 2009
Orfeo (1)
Caminabas por delante,
tirando de mí hacia afuera
hacia la luz verde a la que una vez le habían
crecido colmillos y me había matado.
Era obediente, pero
estaba pasmada; como un brazo
dormido; la vuelta
al tiempo no era cosa mía.
Para entonces estaba acostumbrada al silencio.
Aunque algo se extendía entre nosotros
como un susurro, como una soga:
mi nombre de antes
dicho con precisión.
Llevabas tu antigua cuerda
contigo, podrías llamarla amor,
y tu voz carnal.
Ante tus ojos tenías clara
la imagen de lo que querías
hacer de mí: de nuevo viva.
Era tu esperanza lo que me hacía seguir.
Yo era tu alucinación, atenta
y floral, y tú me cantabas:
ya se estaba formando nueva piel en mí
dentro del sudario luminoso entre brumas
de mi otro cuerpo; ya
había suciedad en mis manos y tenía sed.
Sólo pude ver la silueta
de tus hombros y tu cabeza,
negras contra la boca de la cueva,
no pude ver tu rostro
en absoluto, cuando te volviste
y me llamaste porque ya
me habías perdido. Lo último
que vi de ti fue un óvalo oscuro.
Aunque sabía cómo te iba a herir
este fracaso, tenía que
plegarme como una polilla gris y dejarte ir.
No podías creer que yo era más que tu eco.
Margaret Atwood,
en Luna nueva.
Icaria poesía.
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