viernes, 1 de julio de 2016

Alfred Corn: Eclipse en la habitación de un hotel II.

Algo entre el sueño y el no sueño que retrocede
treinta años y mil millas de distancia:
casi la veo a ella, de pie,
en el fregadero, lleva puesta... una blusa de algodón,
pantalones; está un poco delgada por el racionamiento,
tiene un marido en el Pacífico, tres hijos.
Echa un vistazo a los lirios turcos y a la lantana de afuera.
-No, eso fue en una casa posterior.

La luz vespertina modela su rostro
con fatiga, con bondad, una arruga de preocupación
entre las oscuras cejas. El cabello rizado,
corto y no muy arreglado. En otra habitación
alguien erra en una nota de la escala;
y ella se inclina hacia mí, un túmulo
ni más ni menos que del ser. Sonríe,
mueve la cabeza hacia uno y otro lado...

Claro que esto es posible, aunque no es real,
a menos que cada imagen que en silencio
retiene el pensamiento lo sea.
Un raro esplendor, como el de una vea,
se acopla a la tensión y al parpadeo de la memoria,
pequeña incandescencia, halo nocturno.
Surge como un regalo, un don de clarividencia
con el poder de trasladarnos, protegidos,
a casas perdidas, cuartos prohibidos,
en donde está ella, inmóvil. Pero no puede ser
la memoria. Nada recuerdo. Ausencia.

Qué llegó grotescamente, con juguetes
y pastel de cumpleaños, después me dijeron.
Al acercarse confiada la mano,
hacia los huesudos y hábiles brazos, sólo ausencia
encontró. Y la sigue habiendo
como un duelo, prosigue de modo ficticio.
El ascetismo de toda una vida.
Como si se pudiera elegir previsión
y cautela, a fin de sobrevivir.
¡Sobrevivir! El burdo deseo de durar,
imaginando lo que pudiese ser restaurado.
No me acuerdo, no obstante ver
la luz, el atardecer, cómo ella se inclina
y su silueta se ensancha, cual nube que se acerca.



Alfred Corn
en Rocinante.
Chamán ediciones.
Traducción de Guillermo Arreola.

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