Nunca lo otro, ese monstruo, había sido tan gigantesco como en nuestro presente porque nunca, antes, había sido tan fríamente indiferente a nuestras desamparadas jaulas domesticadoras. Tan fríamente indiferente que apenas nos atrevemos a nombrarlo con aquellos nombres solemnes que perseguían convertirlo en interlocutor: Necesidad, Dios, Armonía... Los nombres que otorgaban una seguridad de que lo otro, a pesar de su carácter sinuoso e impenetrable, reposaba en un fondo de orden. Ahora, sin embargo, arrinconados los viejos nombres en el desván del pensamiento, lo otro se ha hecho casi innombrable. Asimismo, por tanto, casi impensable.
Rafael Argullol
en El fin del mundo como obra de arte,
El acantilado.
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