Yo, tú lo sabes, aún conservaba mi antigua belleza
como por milagro (pero también con tintes y yerbas y pomadas,
como zumo de limón y agua de pepino). Me estremecía sólo de ver en ellos
el paso de mis propios años. Contraía entonces los músculos del abdomen,
contraía también mis mejillas en una sonrisa fingida,
como
si asegurara con una delgada viga dos muros que se van a derrumbar.
Así cercada, tensa, contraída -qué cansancio, Dios mío-
siempre contraída (aun durante el sueño) como metida
en una armadura gélida o en un armazón de madera que me ceñía el cuerpo entero, como dentro
de un caballo de Troya mío, engañoso, estrecho, conociendo de antemano
lo inútil del engaño y también de la ilusión, lo inútil de la fama,
lo inútil y lo transitorio de las victorias, todas.
Hace unos meses,
con la pérdida de mi marido, (¿meses serán o años?) abandoné para siempre
mi caballo de Troya abajo en el establo, al lado de los viejos equinos suyos,
para que las arañas y los escorpiones pasearan por sus entrañas. Ya no me tiño el pelo.
Yannis Ritsos
en Helena.
Traducción de Selma Ancira.
Acantilado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario