Perdóname si tardo algunos años
todavía en dejarte.
Aprovechando la amistad de un ala
tan parecida al viento
que dio la vuelta al mundo en unas horas
vengo a recorrer la tierra en busca
del mejor sitio para que te quedes.
Probé primeramente
innumerables sombras vegetales:
la del ciprés en cuya negra losa
nuestra memoria escribe
los epitafios al mejor recuerdo;
la sombra de los chopos,
que es igual que bañarse o que temblar;
la del sauce tan tristemente seca
como el esqueleto de un llanto.
Y quería dejarte
protegida del sol y sus excesos
bajo ese amor que en una sombra hay siempre,
mas no encontré ninguna
–y he probado jazmines y palmeras–
con ese temple exacto
entre el calor y el frío
que es la felicidad para tu sangre.
Las sombras no nos sirven.
He probado, los hechos
de agua, de tierra o pluma,
que el mundo ofrece al hombre, vivo o muerto.
Pensaba yo en un mar donde estuvieras
a lo divino, ligerísima,
flotante y distraída,
toda puro blancor, como una espuma
sin pecado y sin rumbo,
jugando eternamente con su gracia
soltera y cuya edad
se hiciera y deshiciera, a cada onda.
Yo te habría podido
por las tardes mirar desde un delfín.
Pero los mares
no han aprendido todavía las tibiezas
que tu cuerpo merece
por haber sido amado lentamente:
son demasiado fríos, por la noche.
He recorrido playas
buscando arenas cada vez más finas,
como el que va buscando pensamientos
más claros cada vez, de un alma a otra.
Pero nadie sabrá
lo enormes que son todos
los granos de arena, sus aristas
el daño que hacen a los cuerpos tiernos,
si no ha querido como quiero yo
deja a un ser sobre su misma dicha.
Pensé en maravillosas cuevas hondas;
entré, pero los ojos,
a los dos días de vivir allí
se sentían heridos
por la implacable claridad, por esa
luz tenebrosa y dura, luz sin sol,
sin luna, luz sin padres, sin entrañas,
tan idéntica a otra
de que vamos huyendo en esta vida
porque nos quita la mejor ceguera
a fuerza de evidencia dolorosa y clara.
Y yo nunca he querido
dejarte en nada que dolor parezca.
Desesperadamente
entré en los almacenes
de más pisos del mundo, preguntando
por camas, por divanes, por cojines.
Los cojines a veces,
según me han dicho, están rellenos
con sobras de los sueños, con retazos
de algunas ilusiones sin empleo,
que las personas débiles entregan
a cualquier precio, por estar tranquilas.
Por eso a ratos nos consuela tanto
reclinarnos en ellos y sentimos
su blandura como una compañía.
Pero dejarte así
es como si siguieras
en donde estás todas las tardes, en tu casa,
de cinco a seis, bajo ese techo blanco
en donde tu mirada
escribe sin que llegue la respuesta.
Y yo quiero dejarte
bajo techos que siempre te respondan.
He mirado las manos, muchas manos.
Las manos son muy grandes y se puede
dejar a un ser entero en unas manos,
lo mismo que se deja
nuestro futuro si tenemos fe,
en nombres de dos sílabas abiertas.
Pero las manos casi nunca saben
estar abiertas, siempre tienen ansia
de apresar, de cerrarse, haciendo suyo
eso que en ti no quiere ser de nadie
y que igual que los ampos de la nieve
a mí se me deshizo entre los dedos
por quererlo guardar. No encontré unas
que supieran estarse, invariables,
tal como tú las quieres, todas palma,
como están las llanuras para el cielo
que en ellas vive eternamente libre,
entregado a su azul.
Y además en las palmas
hay líneas extrañas
que marcan rumbos y que trazan sinos,
que no entendemos bien. Y si te dejo
quiero dejarte en algo
tan terso como un lago
antes del primer viento de este mundo,
donde tú sola inventes tu destino.
Unas manos conozco
donde podrías descansar a gusto,
si no fueran las mías. ¡Sí, qué sueño
entregarte a mis manos,
como si fueran otras, y otro yo!
En nuestro ser mortal ya no he buscado
después lugar donde poder dejarte.
Ni siquiera en aquella coincidencia
de un pecho, de unos ojos, de unos labios,
tan de color de albergue,
que en ella te solías tú dormir
con ilusión de eternidad, por techo.
Porque allí ya estuviste, en unos ojos,
en unos labios, en un pecho abiertos
cuando ellos intentaban ser
el paraíso de tus ángeles
donde sus alas nunca más pidieran
otro aire en que volar.
Y como lo pidieron, ya por último
pensé dejarte en un camino.
Las sendas que probé te están estrechas:
acaban siempre en cuadros de familia
cuando a las once la emisión de radio
se ha terminado y hay que ir a dormir.
En los trenes ya has ido,
en los trenes nocturnos
donde dan el billete con su sueño,
y donde tú nacías,
tan bella y tan desnuda a la mañana,
como la última Venus,
sobre las ondas de ese mar metálico
que es la velocidad de los expresos.
Y el adiós, el dejarte
en el andén de una estación, como otras veces,
por bonitos que sean los carteles
donde anuncian los cielos de llegada,
crearía en mi pecho
el mismo error que el mes de mayo inspira:
y es que puedes volver. Y ese fatal
horizonte de antes: la esperanza.
Y de los barcos ya se sabe todo
desde que traicionaron a los vientos.
Salen a fechas fijas,
dejan siempre en un puerto
todo lleno de hoteles
con enormes letreros luminosos
que dicen Franklin, Monopole, Minerva,
mucho más tristes que la Vía Láctea.
Y ya no hay esperanzas de naufragios.
Por eso
perdóname si tardo
todavía en dejarte y si te miro
hasta el séptimo cielo de los ojos,
atentamente, sin llorar, sereno,
en busca de una estrella o de un quizá,
donde estuvieras bien. Y mientras tanto
aún seguiremos juntos,
unos minutos más, hasta las siete.
Pedro Salinas
en
La voz a ti debida, razón de amor, largo lamento.Cátedra.
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Largo lamento.
Editorial crítica.