martes, 29 de diciembre de 2009

Alfabeto nocturo

John Asaro



...Alfabeto nocturno de la nada.

Jaime Siles


-Mas si la audacia del poeta
fuese la del amante
se escribirían versos con los ángulos
métricamente bellos de los codos,
de rodillas curvadas como rimas,
hemistiquios los pechos, la cintura
hermosa disyuntiva conjunción
y los pubis un nido de metáforas,
el locus amoenus que disfrutan los labios.
En los ojos los astros de la noche
de Fray Luis de León
y el silencio en la piel, cláusula lenta
de todas las estrofas.


Aurora Luque
en Carpe amoren.
Renacimiento.

Juan de Dios García: Nómada


ACADEMIA SIBELIUS


Quiero que cambies la función por completo. Cancela el programa. Suspende las demás intervenciones. Corrige nuestro guión esta mima mañana. acto único. Dos intérpretes. Te corresponde hoy, conmigo, el reto del payaso. alivia las grietas de los que nos sabemos derrota y desventura. Te lo pido, Kirsten, sácame de este triste sol de invierno.


ORÁCULO

Lo que cuestionáis es
cierto. Las palabras pueden cear otros
mundos, y también pueden destrozarlos.


Juan de Dios García
en Nómada.
Colección de poemarios María del Villar.

Curvas de Andrés García Cerdán


UN PERRO

(Frank)

Aquel era un perro milagroso. Si tenía sed, bebía en los charcos, lamía las nubes, acudía al río. Hubo veces en que lamió los ojos de su perra. Cuando ella se fue, ya no quiso nada. Se clavó los dientes en la carne y fue sorbiéndose la humedad hasta los tuétanos. Cuando ya no hubo nada, dejó que sus lágrimas mojaran su boca. Después se durmió. Como en un milagro.


SOBRE LAS COSAS


Las cosas están donde las dejamos. En este tiempo, que es el suyo, ni han crecido como madreselvas ansiosas de muro ni se han transformado en todo ese peligro que pregonaban. No han crecido y sólo son cosas. No son otra cosa, sólo son cosas.

Andrés García Cerdán
en Curvas.
Colección Generación del Vértice, 80.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Joaquín Piqueras: Lo importante es amar


La certidumbre de tu pecho sobre el mío
es más que suficiente para cumplimentar
la instancia de mis deseos, el precio
que hemos de pagar parece tan nimio
como la consignación de mis datos
personales, mas no necesito modelo
si adjunto en mi solicitud mi corazón
en régimen abierto,
y no solicito imposibles, solo tres cosas:
tu amor, tu complicidad y tu convocatoria.

Joaquín Piqueras
en Tomas faltas.
Diego Marín. Premio María Guirao.

sábado, 28 de noviembre de 2009

Vacío en el parque


Marzo... Ha cruzado alguien la nieve,
alguien busca de no saber qué.

Es como un bote que ha zarpado
de una costa, de noche, y desaparecido.

Es como una guitarra dejada en una mesa
por alguna mujer, hasta olvidarla.

Es como la sensación de un hombre
que ha venido otra vez para ver cierta casa.

Soplan los cuatro vientos por la rústica pérgola
bajo sus colchones de parras.

Wallace Stevens
en La roca.
Lumen.
Traducción de Daniel Aguirre

sábado, 31 de octubre de 2009

Insomnio en Bogotá


A José Manuel Caballero Bonald


Arde la noche fuera
a fuego oscuro.
Arde el mundo al alcance de la mano.
Las llamas de vivir me incendian todo.

Yo estoy lejos de mí,
lejos de casa,
lejos de todo aquello que no arde.

Suena en quejumbre cerca la autopista,
relinchos del asfalto humedecido
de este équido ciudad en que no hay nadie.

Se abaten desde el cielo, negras alas,
las maldiciones de unas tumbadoras,
como un vudú del aire
con el aire.

Una oscura jauría, más que humana,
ladra a lo lejos sus jaculatorias.

Cuándo podré dormir,
rescoldo de querer, ya fuego fatuo.

Cuándo podré dormir,
y deponer mi yo, darme armisticio
en esta eternidad tan desvelada.

He llegado hasta aquí:
hasta la arista al rojo de la noche,
hasta la tea en blanco de lo oscuro.

Ahora prefiero no cerrar los ojos.
Dejarme enceguecer de tanto fuego.

Supura el mundo por su carne en vela
esta candente lava de estar vivo.

Cinerario de mí.
Soy mi urna insomne.
Ceniza sin razón.
Mi cinerario.

Carlos Marzal
en Ánima mía.
Tsquets editores. Nuevos textos sagrados.

lunes, 26 de octubre de 2009

Un suceso


("Bien est verté que j'ai amé
et ameroie voulentiers..."
François Villon)



Tal vez, valiendo lo que vale un día,
sea mejor que el de hoy acabe pronto.
La novedad de este suceso, de esta
muchacha, casi niña pero de ojos
bien sazonados ya y de carne a punto
de miel, de andar menudo, con su moño
castaño claro, su tobillo hendido
tan armoniosamente, con su airoso
pecho que me deslumbra más que nada
la lengua... Y no hay remedio, y le hablo ronco
como la gaviota, a flor de labio
(de mi boca gastada), y me emociono
disimulando ciencia e inocencia
como quien no distingue un abalorio
de un diamante, y le hablo de detalles
de mi vida, y la voz se me va, y me oigo
y me persigo, muy desconfiado
de mi estudiada habilidad, y pongo
cuidado en el aliento, en la mirada
y en las manos, y casi me perdono
al sentir tan preciosa libertad
cerca de mí. Bien sé que esto no es sólo
tentación. Cómo renuncio a mi deseo
ahora. Me lastimo y me sonrojo
junto a esta muchacha a la que hoy amo,
a la que hoy pierdo, a la que muy pronto
voy a besar muy castamente sin que
sepa que en ese beso va un sollozo.

Claudio Rodríguez
en Desde mis poemas.
Cátedra.

lunes, 19 de octubre de 2009

hilando poemas


UNA NEGRA

Lleva un ramo de caléndulas
envueto
en un periódico viejo:
las lleva en alto, medio
descubiertas,
la mole
de sus muslos
la hace ir
bamboleándose
mientras pasa
frente al aparador de una tienda
que se cruza en su camino.
Qué es
sino una embajadora
de otro mundo
un mundo de bellas caléndulas
de dos tonos
que ella ofrece
sin pensar nada más
solo
yendo por ahí
con las flores en alto
como una antorcha
muy temprano en la mañana.

William Carlos Williams
en Viaje al amor.
Lumen.

__________________

LA NEGRA Y LA ROSA


La negra va dormida, con una rosa blanca en la mano.

- La rosa y el sueño apartan, en una superposición mágica, todo el triste atavío de la muchacha: las medias rosas caladas, la blusa verde y trasparente, el sombrero de paja de oro con amapolas moradas. -Indefensa con el sueño, se sonríe, la rosa blanca en la mano negra.

¡Cómo la lleva! Parece que va soñando con llevarla bien. Inconsciente, la cuida -con la seguridad de una sonámbula- y es su delicadeza como si esta mañana la hubiera dado ella a luz, como si ella se sintiera, en sueños, madre del alma de una rosa blanca. - A veces, se le rinde sobre el pecho, o sobre un hombro, la pobre cabeza de humo rizado, que irisa el sol cual si fuese de oro, pero la mano en que tiene la rosa mantiene su honor, abanderada de la primavera.-

Una realidad invisible anda por todo el subterráneo, cuyo estrepitoso negror rechinante, sucio y cálido, apenas se siente. Todos han dejado sus periódicos, sus gomas y sus gritos; están absortos, como en una pesadilla de cansancio y de tristeza, en esta rosa blanca que la negra exalta y que es como la conciencia del subterráneo. Y la rosa emana, en el silencio atento, una delicada esencia y eleva como una bella presencia inmaterial que se va adueñando de todo, hasta que el hierro, el carbón, los periódicos, todo, huele un punto a rosa blanca, a primavera, a eternidad.

Juan Ramón Jiménez
en Diario de un poeta recién casado.
Visor.

sábado, 17 de octubre de 2009

Orfeo (1)


Caminabas por delante,
tirando de mí hacia afuera
hacia la luz verde a la que una vez le habían
crecido colmillos y me había matado.

Era obediente, pero
estaba pasmada; como un brazo
dormido; la vuelta
al tiempo no era cosa mía.

Para entonces estaba acostumbrada al silencio.
Aunque algo se extendía entre nosotros
como un susurro, como una soga:
mi nombre de antes
dicho con precisión.
Llevabas tu antigua cuerda
contigo, podrías llamarla amor,
y tu voz carnal.

Ante tus ojos tenías clara
la imagen de lo que querías
hacer de mí: de nuevo viva.
Era tu esperanza lo que me hacía seguir.

Yo era tu alucinación, atenta
y floral, y tú me cantabas:
ya se estaba formando nueva piel en mí
dentro del sudario luminoso entre brumas
de mi otro cuerpo; ya
había suciedad en mis manos y tenía sed.

Sólo pude ver la silueta
de tus hombros y tu cabeza,
negras contra la boca de la cueva,
no pude ver tu rostro
en absoluto, cuando te volviste

y me llamaste porque ya
me habías perdido. Lo último
que vi de ti fue un óvalo oscuro.
Aunque sabía cómo te iba a herir
este fracaso, tenía que
plegarme como una polilla gris y dejarte ir.

No podías creer que yo era más que tu eco.



Margaret Atwood,
en Luna nueva.
Icaria poesía.

martes, 6 de octubre de 2009

Fragmentos de Memorias de mis putas tristes

Foto de Lucien Clergue

Pequeña, frágil, desnuda y vuelta de espaldas contra la pared. Así la vio cuando entró al cuarto del lenocinio, apenas iluminado por la luz que se colaba por la ventana. A sus noventa años, nunca había visto nada igual. Había pagado una fortuna por desflorarla, y ahora pagaría si pudiera con su vida por sólo verla dormir y tocarla apenas con las palabras, mientras su respiración de niña arrullaba plácidamente su desolada vejez. Sólo deseaba amarla en silencio y caer doblegado ante la fuerza de un destino imprevisto y otoñal.

_____________

Desde entonces la tuve en la memoria con tal nitidez que hacía de ella lo que quería. Le cambiaba el color de los ojos según mi estado de ánimo: color de agua al despertar, color de almíbar cuando reía, color de lumbre cuando la contrariaba. La vestía para la edad y la condición que convenían a mis cambios de humor: novicia enamorada a los veinte años, puta de salón a los cuarenta, reina de Babilonia a los setenta, santa a los cien. Cantábamos duetos de amor de Puccini, boleros de Agustín Lara, tangos de Carlos Gardel, y comprobábamos una vez más que quienes no cantan no pueden imaginar siquiera lo que es la felicidad de cantar. Hoy sé que no fue una alucinación, sino un milagro más del primer amor de mi vida a los noventa años.
__________

Siempre había entendido que morirse de amor no era más que una licencia poética. Aquella tarde, de regreso a casa otra vez sin el gato y sin ella, comprobé que no sólo era posible morirse, sino que yo mismo, viejo y sin nadie, estaba muriéndome de amor. Pero también me di cuenta de que era válida la verdad contraria: no habría cambiado por nada del mundo las delicias de mi pesadumbre. Había perdido más de quince años tratando de traducir los cantos de Leopardi, y sólo aquella tarde los sentí a fondo: Ay de mí, si es amor, cuánto atormenta.

__________

-¿Crees que ella estará de acuerdo?
-Ay mi sabio triste, está bien que estés viejo, pero no pendejo -dijo Rosa Cabarcas muerta de risa-. Esa pobre criatura está lela de amor por ti.

Salí a la calle radiante y por primera vez me reconocí a mí mismo en el horizonte remoto de mi primer siglo. Mi casa, callada y en orden a las seis y cuarto, empezaba a gozar los colores de una aurora feliz. Damiana cantaba a toda voz en la cocina, y el gato redivivo enroscó la cola en mis tobillos y siguió caminando conmigo hasta mi mesa de escribir. Estaba ordenando mis papeles marchitos, el tintero, la pluma de ganso, cuando el sol estalló entre los almendros del parque y el buque fluvial del correo, retrasado una semana por la sequía, entró bramando en el canal del puerto. Era por fin la vida real, con mi corazón a salvo, y condenado a morir de buen amor en la agonía feliz de cualquier día después de mis cien años.

Gabriel García Márquez
en Memoria de mis putas tristes.
Círculo de lectores

jueves, 1 de octubre de 2009

Leyendo a Anne Sexton

Foto de George Hoyningen-Huene


11 de septiembre

Entonces en la cama pienso en ti,
tu lengua mitad chocolate, mitad océano,
en las casas en las que entras con desenvoltura,
en la lana de acero que es tu pelo,
en tus manos persistentes y entonces
cómo roemos la barrera porque somos dos.

Cómo vienes tú y tomas mi copa de sangre
y me unes a ti y tomas mi piélago.
Estamos desnudos. Despojados hasta los huesos
y nadamos juntos y remontamos y remontamos
el río, el río idéntico llamado Mío
y entramos juntos. Ninguno está solo.


Anne Sexton
en Poemas de amor.
Linteo poesía.
Traducción de Ben Clark.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Tarde de lectura infantil

Ilustración de Bigre!


El siguiente comprador era un viejo de al menos cuarenta años; yo no sabía que a la gente de esa edad le importara el amor.
-Verá, mi mujer ya no soporta mis "te quiero". "Después de veinte años, podrías variar; inventa otra cosa o me voy", me dice.
-Eso es fácil. Podría decirle: "Tengo la mosca detrás de la oreja".
-¿Para que se crea que no me lavo?
-Pues entonces: "Me muero por tus pedazos".
-¿Y eso qué significa?
-Mi amor por ti es tan completo que sufro hasta cuando te cortas las uñas. Me gustan todos y cada uno de tus pedazos. Te quiero desde la punta del pelo hasta los dedos gordos de los pies.
-Bueno, voy a probar. Si esa frase no funciona, se la devuelvo.


Erik Orsenna
en La isla de las palabras.
Salamandra.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Dos poemas de José Cantabella

OTRA CANCIÓN

Tú fuiste durante mucho tiempo
mi canción preferida.
Sin embargo, ahora,
mi melodía no tiene dueño,
mi cantar anda peregrinando
con un ritmo diferente
por otros intersticios de la música
Foto de Kishin Shinoyama


ENTRE DOS VIDAS ME QUEDO CONTIGO


Estimada enemiga:
qué poco mérito tenían para usted mis virtudes.
Estimada amiga:
cuánto valor poseen para ti mis defectos.


José Cantabella
en Afán de certidumbre.
Editorial Azarbe (Nausicaä)

jueves, 17 de septiembre de 2009

Sesión continua

Imagen de Jan Saudek


Vamos andando tan deprisa a veces.
Video club, relaciones humanas, pub, se vende,
¿qué voy a hacer mañana?, si estuvieras
conmigo ahora, el mar.
El mar triste de las agencias de viajes,
o el de aquella postal, tierna y cursi, que nunca
me enviaste
es tan desconsoladamente verde
como las luces
de los taxis amargos del otoño.
Y es un desesperado
abuso de desconfianza y soledad
el que me lleva
de nuevo a ti, esta tarde,
ahora que las tiendas
empiezan a cerrarse, y es hermoso
pensarte entre la gente, aferrarse a la idea
de que podrías surgir
debajo de cualquier paraguas, sorprenderme
de espaldas, tapándome los ojos y los sueños.
Sobre todo, los sueños. Dónde irá
la gente, tan deprisa,
desandando esta ausencia de pájaros, buscando
refugio en los portales de la noche. Ahora sé
que es preciso haber muerto
muchas veces de amor
para atreverse de esta manera a reincidir
y admitir que me dueles
como un beso prohibido para siempre,
casi secretamente,
como sólo la vida puede doler a veces,
o esta lluvia lentísima
de otro octubre sin ti.

Inmaculada Mengíbar
en Los días laborables.
Hiperión, 1988.

lunes, 22 de junio de 2009

Todos hemos sido Polo

"Todavía cuando suena el timbre
sueño con el vértigo de unos pasos bajando las escaleras".

Tony Branson.


Viñeta de El cadáver y el sofá
de Tony Sandoval.
La cúpula.

jueves, 28 de mayo de 2009

Él se traslada del este al oeste




Porque no tenemos historia
construyo una para ti

usando lo que
tenemos, fragmentos de las vidas
de otras personas, párrafos
que invento, de vez en cuando
un objeto, un reloj, una foto
que reclamas como tuya

(¿Qué pasó en aquel edificio rojo
de ladrillo con la salida
de incendios? ¿De qué río hablas?)

(Dijiste que tomaste
el barco, olvidas demasiadas cosas.)

Te sitúo en las calles, en las ciudades
que nunca he visto, andando
en un cuadro
de pintura realista

que se desintegra y se vuelve gris
cuando lo miro de cerca.

Para qué necesito
explicarte, quizá
este es el lugar adecuado para ti

Las montañas de este
espacio vacío tienen los bordes de estaño
azul, tú apareces sin avisar a medio camino entre
mis ojos y los árboles más cercanos,
tus colores brillantes, tu
perfil aplastado

flotando en el aire, sin más
motivo para aparecer
exactamente aquí, que este cartel de publicidad,
esta autopista o esa nube.

Margaret Atwood
en Juegos públicos.
Poesía Hiperión.
Traducción de Pilar Somacarrera Íñigo

martes, 26 de mayo de 2009

De las abejas


[…] El hombre se hizo verdaderamente amo de las abejas, amo furtivo e ignorado, que todo lo dirige sin dar órdenes y es obedecido pese a ser ignorado. El hombre sustituye el ciclo de las estaciones. Repara las injusticias del año. Reúne las repúblicas enemigas. Iguala las riquezas. Aumenta o restringe los nacimientos. Regula la fecundidad de la reina. La destrona y la reemplaza después de un consentimiento difícil que su habilidad obtiene mediante la fuerza de un pueblo que se azoraría ante la sospecha de una intervención inconcebible. Infringe pacíficamente, cuando lo juzga útil, el secreto de las cámaras sagradas y la política astuta y previsora del gineceo real. Quita cinco o seis veces seguidas el fruto de su trabajo a las hermanas de ese laborioso convento infatigable, sin lastimarlas, sin desalentarlas y sin empobrecerlas. Llena los depósitos y graneros de sus moradas con la cosecha de flores que la primavera esparce, con descuidada precipitación, por las laderas de las colinas. Las obliga a reducir el número fastuoso de los amantes que esperan el nacimiento de las princesas. En una palabra: hace lo que quiere y obtiene de ellas lo que desea, a condición de que no pida nada contrario a sus virtudes ni a sus leyes, porque a través de la voluntad del inesperado dios que se ha hecho dueño de ellas –demasiado vasto para ser identificado y demasiado ajeno para que lo comprendan-, las abejas van más lejos de lo que pretende ese mismo dios, y no piensan sino en cumplir, con una inquebrantable abnegación, el deber misterioso de su raza.


(Sobre Lafontaine)… porque había observado, mucho antes de las experiencias de sir John Lubbock, que el azul es el color preferido de las abejas. Había instalado el colmenar contra la pared blanqueada de la casa, en el ángulo que formaba una de esas sabrosas y frescas cocinas holandesas, con sus anaqueles de loza, donde resplandecían los estaños y los cobres, que, por la puerta abierta, se reflejaban en un tranquilo canal. Y el agua, cargada de imágenes familiares, bajo un toldo de álamos, guiaba la vista hasta el reposo de un horizonte de molinos y praderas.
En aquel punto, como dondequiera que se coloquen, las colmenas habían dado a las flores, al silencio, la dulzura del aire, a los rayos del sol, una significación nueva. Allí se alcanzaba, en cierto modo, la alegre meta del estío. Allí se hallaban, en la brillante encrucijada donde convergen y parten las aéreas rutas que recorren desde el alba hasta el crepúsculo los atareados y sonoros enjambres, todos los perfumes de la campiña. Allí se iba a escuchar el alma feliz y visible, la voz inteligente y musical, el alegre crepitar de las horas más bellas del jardín. Allí se iba a aprender, en la escuela de las abejas, los designios de la Naturaleza omnipotente, las luminosas relaciones de los tres reinos, la organización inagotable de la vida, la moral del trabajo duro y desinteresado, y lo que vale tanto como la moral del trabajo: las heroicas obreras enseñaban también allí a gozar del sabor algo vago del ocio, subrayando, por así decirlo, con los trazos de fuego de sus mil pequeñas alas, las delicias casi imperceptibles de esos inmaculados días que giran sobre sí mismos en el espacio, sin traernos nada más que un mundo transparente, vacío de recuerdos, como una dicha demasiado pura.


[…] Esos pobres seres tiritan en las tinieblas; se ahogan en medio de una multitud como paralizada; parecen prisioneras enfermas o reinas destronadas que no tuvieron más que un segundo de esplendor entre las iluminadas flores del jardín, para regresar en seguida a la vergonzosa miseria de su triste morada atestada.
Sucede con ellas lo que con todas las realidades complejas: hay que aprender a observarlas. Un habitante de otro planeta que viese a los hombres ir y venir casi insensiblemente por las calles; aglomerarse en torno a ciertos edificios o en ciertas plazas; esperar no se sabe qué, sin movimiento aparente, en el fondo de sus moradas, deduciría también que son inertes y miserables. Sólo a la larga se distingue la múltiple actividad de esa inercia.


[…] Ese espíritu de la colmena es prudente y económico, pero no avaro. Conoce, al parecer, las leyes majestuosas y algo locas de la Naturaleza en lo tocante al amor. Así es que, durante los abundantes días estivales, tolera –porque la reina que va a nacer elegirá de entre ellos a su amante- la presencia embarazosa de trescientos o cuatrocientos zánganos aturdidos, torpes, inútilmente ocupados, presuntuosos, total y escandalosamente ociosos, bulliciosos, glotones, groseros, sucios, insaciables, enormes. Pero una vez fecundada la reina, una mañana de esos días en que las flores se abren más tarde y se cierran más temprano, el espíritu de la colmena decreta fríamente su masacre general y simultánea.

[…] Al cabo de algunos días las cubiertas de esas miríadas de criaturas guardadas en urnas (en una colmena grande se cuentan de setenta a ochenta mil) se rajan y aparecen dos grandes ojos negros y graves, dominados por antenas que sondean ya la existencia que vive a su alrededor, mientras sus activas mandíbulas acaban de ensanchar la abertura. En seguida acuden las nodrizas, que ayudan a la abeja a salir de su prisión, la sostienen, la cepillan, la limpian y le ofrecen en la extremidad de la lengua la primera miel de su nueva vida. Como llega de otro mundo, se halla aún aturdida, un poco pálida, vacilante. Tiene el aire débil de un viejecito escapado de la tumba. Diríase que es una viajera cubierta del polvo de los caminos desconocidos que conducen al nacimiento. Por lo demás es perfecta de los pies a la cabeza, sabe inmediatamente lo que debe saber, y como esos hijos del pueblo que se enteran, por decirlo así, al nacer, de que tendrán poco tiempo para jugar y reír, se dirige hacia las celdas cerradas y se pone a batir las alas y a agitarse cadenciosamente para calentar a su vez a sus hermanas sepultadas, sin detenerse en descifrar el asombroso enigma de su destino y de su raza.


Maurice Maeterlinck
en La vida de las abejas.
Traducción de Pedro de Tornamira.

La selección de los fragmentos ha sido realizada por mi compadre Antonio Sánchez-Carrasco.

lunes, 25 de mayo de 2009

Las miradas oblicuas


miércoles de julio de 2004

De una noche en que estaba en la cocina, friendo unos filetes para la cena, de espaldas a la puerta. Y en eso entró él y dijo:

-Estás cansada.

Esa nonche, del mismo modo que él vio con toda nitidez que yo estaba cansada, yo vi, con idéntica claridad, que amar es también, saber leer en la espalda de la persona amada. No la frente, no la sonrisa, ni la mirada, ni el cuerpo desnudo: una espalda, con el lazo del mandil bien visible en la cintura, en la cocina, a la demacrada luz de un fluorescente.

___________________
viernes 17 de diciembre de 2004


No sé qué es más maravilloso:
Que las palabras estén realmente escritas sobre el cielo
o que tenga el don de leer palabras donde sólo hay nubes.

__________________
jueves 12 de abril de 2007

Sus palabras, miguitas de pan que iba dejando
por el camino.
Sus actos, los pájaros que se las iban comiendo.

___________________
martes 8 de mayo de 2007

La vida es frágil y hermosa
(e irrepetible: si quieres comer tortilla, sólo tienes que romper los huevos:
hazlo antes de que sea tarde).

Lo que sucede -nos enseñan- es transitorio, efímero;
todo lo que tiene comienzo tendrá un final
(y es perfecto así: sólo duele si intentas hacer que dure).

Lo que haces dará, tarde o temprano, fruto
(tanto lo bueno como, ya sabes, todo lo demás:
intenta no endeudarte
ni con los bancos
ni con nadie).

Así que de lo que se trata -me parece a mí-
es de ver cómo son las cosas en realidad
(renunciar a creer en la solidez de los espejismos
al mismo tiempo
que los disfrutas
o los sufres).

Y mientras tanto
caminanos:
sigo estando a tu lado.



Berna Wang
en La mirada oblicua.
adamaRamada.
También en RNE3.

miércoles, 20 de mayo de 2009

el mundo


Mientras regresaba a Madrid, pensaba en ese sucedió y ya está. Recordé un día en el que paseando por el campo, en Asturias, me detuve frente a una vaca que estaba a punto de parir y comprendí que el embarazo había sucedido dentro de su cuerpo como el lenguaje sucede dentro del nuestro. Comprendí que yo, finalmente, no era más que un escenario en el que había ocurrido cuando se relataba en El mundo. La idea resultó enormemente liberadora. Quizá no seamos los sujetos de la angustia, sino su escenario; ni de los sueños, sino su escenario; ni de la enfermedad, sino su escenario; ni del éxito o el fracaso, sino su escenario... Yo era el escenario en el que se había dado el apellido Millás como en otros se da el de López o García. ¿En qué momento comencé a ser Millás? ¿En qué instante empezamos a ser Hurtado, Gutiérrez o Medina? No, desde luego, en el momento de nacer. El nombre es una prótesis, un implante que se va confundiendo con el cuerpo, hasta convertirse en un hecho casi biológico a lo largo de un proceso extravagante y largo. Pero tal vez del mismo modo que un día nos levantamos y ya somos Millás o Fernández u Ortega, otro día dejamos de serlo. Tampoco de golpe, poco a poco. Quizá desde el momento en el que me desprendí de las cenizas, que era un modo de poner el punto final a la novela, yo había empezado a dejar de ser Millás, incluso de ser Juanjo. Recordé una foto reciente, en la que aparecía García Márquez rodeado de admiradores jóvenes. Me llamó la atención la expresión de su rostro, como si se tratara de alguien que se estuviera haciendo pasar por el conocido escritor. García Márquez, pensé, ya no estaba del todo en aquel cuerpo. Me vinieron a la memoria también unas declaraciones de Francisco Ayala, pronunciadas en el contexto de las celebraciones de su centenario: "Qué raro", dijo, "me resulta escucharles a ustedes lo que dicen de mí". Tal extrañeza respecto a su propia vida sólo podía significar que él, en parte al menos, ya no estaba allí. Pero si no sabemos cuándo empezamos a ser Fulano de Tal, cómo averiguar en qué instante comenzamos a dejar de serlo.

No sé en qué momento comencé a ser Juan José Millás, pero sí tuve claro durante el viaje de vuelta (¿o el de vuelta había sido el de ida?) que aquel día había comenzado a dejar de serlo. Gracias a ese descubrimiento, el recorrido se me hizo corto.

Recuerdo que al llegar a casa estaba un poco triste, como cuando terminas un libro que quizá sea el último.

Juan José Millás
en El mundo.
Planeta.

martes, 19 de mayo de 2009

Ducha
























Abre el grifo
y espera a que el agua se caliente.
Nos desnudamos juntos.

Igual que el barrendero
sabe la suciedad de las ciudades,
te conozco:

Sé de tu rabia
y tu fragilidad.
También de tu soberbia
o del temor a lo que no controlas.

Aprendí de tus dudas,
me despertó tu miedo.

Mas nada de eso importa,
pues sólo así se llega a conocerte:

En el agua de ducha se deletrea un río.


Josep M. Rodríguez
en Raíz.
Colección Visor de Poesía.

sábado, 9 de mayo de 2009

Katy Parra: Princesa

























Foto de Ana Mendieta



Soy aquella que un día
te deshizo el castillo
y se enfrentó a tu príncipe
a voces y a pedradas;
la que con dos excusas
y una pizca de ingenio
rescató a la princesa
y la hizo reír
sin percatarse apenas
de que estaba desnuda.
La idiota que creyó
que eras para siempre,
la que no supo atar
--entre las sábanas--
la beatitud secreta de tus ingles.

Katy Parra
en Por si los pájaros.
Visor.

lunes, 4 de mayo de 2009

Poeta de la pasión: Akiko Yosano

foto de Horst. P. Horst

.


Aquí y ahora
cuando me paro a recordar
mi pasión, me parece
que yo era como un ciego
que no teme la oscuridad.

.


Medio vestida
con una leve seda
de color rojo pálido...
no penséis mal: decidles
que está gozando de la luna...


.


Murmullos amorosos
tras la cortina de la noche
constelada de estrellas;
lejos del mundo y de la gente,
me arreglo el pelo desordenado.


.



Hay un mar en mi pecho
que incluso para mí es desconocido;
en una de sus rocas
se vienen a estrellar todos los barcos
y son vanas mis lágrimas.



Akiko Yosano
en Poeta de la pasión.
Hiperión.

domingo, 3 de mayo de 2009

Manuel Moyano: Plenilunio


A veces alguno de nosotros se transforma bajo el influjo de la luna llena: pierde todo su vello, las patas traseras se le alargan, su hocico se acorta y empieza a caminar erguido. Esa misma noche lo expulsamos para siempre de la manada y él se encamina hacia la aldea de los hombres, con el vano propósito de ser acogido entre ellos; pero allí le impiden el paso porque sus modales les parecen toscos, hiede a monte y ni siquiera sabe hablar. Repudiado por todos, el desdichado vaga durante días por los campos y termina quitándose la vida.

Manuel Moyano,
en El imperio de Chu.
Tres fronteras.

Acabo de leer también El experimento Wolberg de Moyano en la editorial menoscuarto. Si os gustó El amigo de Kafka este también despertará vuestro placer de lectores.

sábado, 25 de abril de 2009

La carretera


Empezaron a encontrar junto a la carretera algún que otro pequeño mojón de piedras. Eran señales en idioma gitano, pateranes perdidos. El primero que veía en bastante tiempo, comunes en el norte a medida que salías de las ciudades saqueadas y exhaustas, mensajes sin esperanza para seres queridos desaparecidos o muertos. Todas las provisiones de comida se habían agotado ya y el asesinato reinaba en la región. El mundo al poco tiempo poblado mayormente por hombres que se comían a tus hijos ante tus propios ojos y las ciudades en poder de bandas de atezados saqueadores que abrían túneles en las ruinas y salían reptando de los escombros blancos de dientes y ojos con bolsas de malla repletas de latas chamuscadas y anónimas como compradores salidos de los economatos del infierno. El blanco talco negro barría las calles cual tinta de calamar desparramándose por un lecho marino y el frío se pegaba al suelo y oscurecía temprano y los carroñeros al pasar con sus antorchas por los escarpados desfiladeros dejaban en la ceniza hoyos como de seda que se cerraban silenciosamente a su paso como ojos. En las carreteras los peregrinos se derrumbaban y caían y morían y la tierra yerma y amortajada iba rodando hasta el otro lado del sol y regresaba sin dejar huella y tan inadvertida como la trayectoria de cualquier mundo hermano sin nombre en las inmemoriales tinieblas de más allá.

Cormac McCarthy
en La carretera
Círculo de lectores/Mondadori

sábado, 18 de abril de 2009

Uno menos dos


Besan los funcionarios de carrera

en sus fiestas los fines de semana,

protocolarios, pares en su dicha.


Besan los capos de la mafia en Los soprano

y besan sus secuaces poniéndole el final

a un acto de desobediencia.


Besa la noche los metales fríos

de las fábricas, besa el terciopelo cálido

de las piernas escurridizas,

el asiento de atrás de un coche,

las nalgas, las rodillas, el omóplato.


Y siempre es algo más que un beso,

como la madre que hace magia y sana

las heridas, los dedos magullados,

una pequeña cicatriz, las lágrimas

de quien se sabe en labios de los dioses,

con solo un beso

con solo unas palabras.


Siempre se trata de algo más que un beso,

a veces menos,

cuando el beso de buenas noches,

cariño, buenas noches, es solo eso,

un beso y luego la mirada ausente,

perdida en el ordenador,

hasta bien tarde, hasta bien nunca,

un beso sin continuidad,

una versión de nuestra vida

en la que solamente cabe una persona,

impar y díscola,

devanando el camino a casa.




Antonio Aguilar Rodríguez


en Antología del beso

(Poesía última española)

Mitad doble ediciones

miércoles, 15 de abril de 2009

El lector



Pasó un tiempo hasta que mi cuerpo dejó de añorarla; a veces yo mismo me daba cuenta de que mis brazos y mis piernas la buscaban mientras dormía, y mi hermano contó más de una vez en la mesa que yo había llamado en sueños a una tal Hanna. También recuerdo haberme pasado clases enteras soñando con ella, pensando sólo en ella. Pero luego el sentidmiento de culpa que me había atormentado en las primeras semanas se disipó. Empecé a evitar su casa, a tomar otros caminos, y al cabo de medio año mi familia se mudó a otro barrio. No olvidé a Hanna, desde luego, pero en algún momento su recuerdo dejó de acompañarme a todas partes. Quedó atrás, como queda atrás una ciudad cuando el tren sigue su marcha. Está allí, en algún lugar a nuestra espalda, y si hace falta puede uno coger otro tren e ir a asegurarse de que la ciudad todavía sigue allí. Pero, ¿para qué hacer tal cosa?

Bernhard Schlink
en El lector
Anagrama.

martes, 17 de marzo de 2009

Cuando me miro no me percibo


CUANDO me miro no me percibo.
Tengo tanto la manía de sentir
Que me extravío a veces al salir
De las propias sensaciones que recibo.

El aire que respiro, este licor que bebo
Pertenecen a mi modo de existir,
Y nunca sé como he de concluir
Las sensaciones que a mi pesar concibo.

Ni nunca, propiamente, reparé
Si en verdad siento lo que siento. Yo
¿seré tal cual como me parezco? ¿seré

Tal cual como me juzgo verdaderamente?
También ante las sensaciones soy un poco ateo,
Ni sé bien si soy yo quien en mí siente.

Fernando Pessoa
en Corazón de nadie

martes, 10 de marzo de 2009

Perdóname si tardo algunos años


Perdóname si tardo algunos años
todavía en dejarte.

Aprovechando la amistad de un ala
tan parecida al viento
que dio la vuelta al mundo en unas horas
vengo a recorrer la tierra en busca
del mejor sitio para que te quedes.

Probé primeramente
innumerables sombras vegetales:
la del ciprés en cuya negra losa
nuestra memoria escribe
los epitafios al mejor recuerdo;
la sombra de los chopos,
que es igual que bañarse o que temblar;
la del sauce tan tristemente seca
como el esqueleto de un llanto.
Y quería dejarte
protegida del sol y sus excesos
bajo ese amor que en una sombra hay siempre,
mas no encontré ninguna
–y he probado jazmines y palmeras–
con ese temple exacto
entre el calor y el frío
que es la felicidad para tu sangre.
Las sombras no nos sirven.
He probado, los hechos
de agua, de tierra o pluma,
que el mundo ofrece al hombre, vivo o muerto.
Pensaba yo en un mar donde estuvieras
a lo divino, ligerísima,
flotante y distraída,
toda puro blancor, como una espuma
sin pecado y sin rumbo,
jugando eternamente con su gracia
soltera y cuya edad
se hiciera y deshiciera, a cada onda.
Yo te habría podido
por las tardes mirar desde un delfín.
Pero los mares
no han aprendido todavía las tibiezas
que tu cuerpo merece
por haber sido amado lentamente:
son demasiado fríos, por la noche.
He recorrido playas
buscando arenas cada vez más finas,
como el que va buscando pensamientos
más claros cada vez, de un alma a otra.
Pero nadie sabrá
lo enormes que son todos
los granos de arena, sus aristas
el daño que hacen a los cuerpos tiernos,
si no ha querido como quiero yo
deja a un ser sobre su misma dicha.
Pensé en maravillosas cuevas hondas;
entré, pero los ojos,
a los dos días de vivir allí
se sentían heridos
por la implacable claridad, por esa
luz tenebrosa y dura, luz sin sol,
sin luna, luz sin padres, sin entrañas,
tan idéntica a otra
de que vamos huyendo en esta vida
porque nos quita la mejor ceguera
a fuerza de evidencia dolorosa y clara.
Y yo nunca he querido
dejarte en nada que dolor parezca.
Desesperadamente
entré en los almacenes
de más pisos del mundo, preguntando
por camas, por divanes, por cojines.
Los cojines a veces,
según me han dicho, están rellenos
con sobras de los sueños, con retazos
de algunas ilusiones sin empleo,
que las personas débiles entregan
a cualquier precio, por estar tranquilas.
Por eso a ratos nos consuela tanto
reclinarnos en ellos y sentimos
su blandura como una compañía.
Pero dejarte así
es como si siguieras
en donde estás todas las tardes, en tu casa,
de cinco a seis, bajo ese techo blanco
en donde tu mirada
escribe sin que llegue la respuesta.
Y yo quiero dejarte
bajo techos que siempre te respondan.
He mirado las manos, muchas manos.
Las manos son muy grandes y se puede
dejar a un ser entero en unas manos,
lo mismo que se deja
nuestro futuro si tenemos fe,
en nombres de dos sílabas abiertas.
Pero las manos casi nunca saben
estar abiertas, siempre tienen ansia
de apresar, de cerrarse, haciendo suyo
eso que en ti no quiere ser de nadie
y que igual que los ampos de la nieve
a mí se me deshizo entre los dedos
por quererlo guardar. No encontré unas
que supieran estarse, invariables,
tal como tú las quieres, todas palma,
como están las llanuras para el cielo
que en ellas vive eternamente libre,
entregado a su azul.
Y además en las palmas
hay líneas extrañas
que marcan rumbos y que trazan sinos,
que no entendemos bien. Y si te dejo
quiero dejarte en algo
tan terso como un lago
antes del primer viento de este mundo,
donde tú sola inventes tu destino.
Unas manos conozco
donde podrías descansar a gusto,
si no fueran las mías. ¡Sí, qué sueño
entregarte a mis manos,
como si fueran otras, y otro yo!
En nuestro ser mortal ya no he buscado
después lugar donde poder dejarte.
Ni siquiera en aquella coincidencia
de un pecho, de unos ojos, de unos labios,
tan de color de albergue,
que en ella te solías tú dormir
con ilusión de eternidad, por techo.
Porque allí ya estuviste, en unos ojos,
en unos labios, en un pecho abiertos
cuando ellos intentaban ser
el paraíso de tus ángeles
donde sus alas nunca más pidieran
otro aire en que volar.

Y como lo pidieron, ya por último
pensé dejarte en un camino.
Las sendas que probé te están estrechas:
acaban siempre en cuadros de familia
cuando a las once la emisión de radio
se ha terminado y hay que ir a dormir.
En los trenes ya has ido,
en los trenes nocturnos
donde dan el billete con su sueño,
y donde tú nacías,
tan bella y tan desnuda a la mañana,
como la última Venus,
sobre las ondas de ese mar metálico
que es la velocidad de los expresos.
Y el adiós, el dejarte
en el andén de una estación, como otras veces,
por bonitos que sean los carteles
donde anuncian los cielos de llegada,
crearía en mi pecho
el mismo error que el mes de mayo inspira:
y es que puedes volver. Y ese fatal
horizonte de antes: la esperanza.
Y de los barcos ya se sabe todo
desde que traicionaron a los vientos.
Salen a fechas fijas,
dejan siempre en un puerto
todo lleno de hoteles
con enormes letreros luminosos
que dicen Franklin, Monopole, Minerva,
mucho más tristes que la Vía Láctea.
Y ya no hay esperanzas de naufragios.

Por eso
perdóname si tardo
todavía en dejarte y si te miro
hasta el séptimo cielo de los ojos,
atentamente, sin llorar, sereno,
en busca de una estrella o de un quizá,
donde estuvieras bien. Y mientras tanto
aún seguiremos juntos,
unos minutos más, hasta las siete.


Pedro Salinas

en La voz a ti debida, razón de amor, largo lamento.
Cátedra.
o
en Largo lamento.
Editorial crítica.

sábado, 21 de febrero de 2009

Muerte de un viajante

BIFF (con creciente agitación) He tenido veinte o treinta empleos distintos desde que me marché de casa, antes de la guerra, y el resultado siempre ha sido el mismo. Me di cuenta de ello hace poco. En Nebraska, cuando vigilaba ganado, en las dos Dakotas y en Arizona, y ahora en Texas. Supongo que por eso he vuelto a casa, porque me he dado cuenta. Esa granja en la que trabajo..., allí es ahora primavera, ¿sabes?, y han nacido unos quince potros. No hay nada más cautivador o... más hermoso que ver a una yegua con su potro recién nacido. Y allí hace fresco en esta época del año, ¿sabes? Ahora hace fresco en Texas, y es primavera. Y cada vez que llega la primavera, donde sea que me encuentre, de repente tengo esa sensación. !Dios mío, no estoy llegando a ninguna parte! ¿Qué diablos hago, perdiendo el tiempo con los caballos por veintiocho dólares a la semana? Tengo treinta y cuatro años, debería organizar mi futuro. Entonces es cuando me apresuro a volver a casa. Y cuando estoy aquí, no sé qué hacer conmigo mismo (Tras una pausa:) Siempre me he propuesto no desperdiciar mi vida y, cada vez que vuelvo aquí, me doy cuenta de que lo único que he hecho es desperdiciarla.

lunes, 26 de enero de 2009

Lección primera

Robert Crumb
en Las Enseñanzas de Mr. Natural. Iluminaciones.
La cúpula. Novela gráfica.

sábado, 24 de enero de 2009

Final del maraton

Algo se complacía en Ernesto al confesar aquellos detalles, como si su victoria llegara ahora y quisiera entretenerse en ella, saborearla. Sintió repugnancia por él, por el hecho de que conociera tantas cosas sobre la vida de Diana más que por el de que le acusara como responsable de su infelicidad.
-¿Tienes algo más que decirme, Ernesto?
-Sí... Me das asco.

Se oyeron las zancadas y la respiración de un corredor pero ninguno de los dos se volvió para mirarle. Sintieron de nuevo el calor, ahora como si aquel aire respondiera a la misma densidad de sus miradas. Ernesto se fue sin decir una palabra y él esperó en vano que se volviera para mirarle por última vez.

Atardecía en el siete de mayo de mayo del mejor de los mundos posibles. Correr era la única, y más limpia, y más absurda de las opciones.

Andrés Barba
en La recta intención.
Anagrama.

jueves, 8 de enero de 2009

Persépolis

Podríais picar sobre la foto y leer las viñetas, merece la pena.

Marjane Satrapi
en Persépolis
Círculo de Lectores y Norma Editorial.

jueves, 1 de enero de 2009

Dos poemas de Anne Michaels

TRES SEMANAS


Tres semanas anhelantes, agua que abrasa
las piedras. Tres semanas la sangre del leopardo fluyendo
bajo el audible insomnio de las estrellas.
Tres semanas voltaicas. Semanas de tardes
invernales, casi a oscuras.
Aullando a la distancia, el océano
estirándose entre ambos, curvando el tiempo.
Tres semanas encontrándote en lugares nuevos dentro de mí,
luminiscente como una estrella fugaz en el abismo,
su cola de neón.
Tres semanas de naufragio en esta isla de la locura;
viciando la aurora de perfumes. Cada confín del cuerpo
electrizado, cada pensamiento acorralado
por la memoria del tacto. Tres semanas abriendo los ojos
cuando llamas, tu primera pregunta,
¿te he despertado...?

____________

BUCEADORES DE LA PIEL

Bajo la carpa
de las estrellas, vacas
a la deriva, sus vientres cepillando
la hierba alta, listos para un copioso
festín. Tierras bajas que centellean como mica
bajo la luna. La luz de las estrellas
nos empapa los zapatos.
La pradera de algas marinas se inclina suplicante, el mismo
campo de arpillera que en invierno cruje con la helada
es salpicado por el pincel negro
de los cuervos. Gélidos diamantes de las cintas de la reina Ana.

Porque se siente amada, la luna permite que nuestros ojos
la sigan por el sembrado, pisando
su ropa, seda reluciente
esparcida por los surcos.Sintiéndose amada, la luna desea
que la miren, nadando
toda la noche por el río.

Llama a través de los estores,
extiende una tira blanca por el pasillo a oscuras,
alcanza un vaso de la mesa.
Vigila la fortaleza del sueño.
Como la luna, quiero tocar espacios
sólo con la mirada. Contarte
cosas nuevas a las tres de la mañana, cuando nos
despierta la lluvia o una preocupación, o adelgazándonos por
los juncos del sueño, emergemos en la piel. En esta habitación
donde tantas cosas han ocurrido, donde el amor
es ese tintineo de los botones al deslizarse tu camisa
al suelo, el sonido de la calderilla;
un libro entreabierto, ropa
entreabierta. Sentimos de nuevo
cómo se transparenta la superficie
del cuerpo empujado ante la puerta
del mundo. Para leer lo que hay dentro
nos alzamos el uno al otro
hacia la luz. Recogemos
a todos los que amamos o deseamos
perder de vista, los llevamos
a cada pradera nocturna y nos sentamos con ellos
mientras las vacas se demoran como barcos
que apenas se mueven en la distancia.
La lluvia goteando desde la lona de las estrellas.

Pulido por el agua, el cuerpo recuerda
como una planicie inundada, anegado de sensibilidad,
ganando terreno en la bajamar.
Terrazas de la memoria, lisas como deltas verdes.
O arrecifes y cordilleras
plegando el mundo hasta el hueso.
La luna palpa el significado
de las cosas con sus dedos ciegos,
luego nos devuelve al cerúleo
aluminio de los amaneceres. La noche,
una carretera apuntando al este.
Su hermana, la memoria, revuelve en el armario empotrado
buscando ropa que conserve la silueta de alguien.
Se frota las manos en el delantal
manchado de infancia, un olor familiar
en el pelo; traquetea con ollas y cacerolas
en la cocina circadiana.
Mientras, en la habitación de una pradera nocturna,
la luna se desviste; su salto de cama
flora eternamente a ras de suelo.
La memoria se demora por el césped de las fincas,
se mueve lentamente por la hierba húmeda, cargada
de instantes atrapados en su red nocturna, en el éter
reluciente de su falta. El aire se aviva,
la memoria alza la cabeza y casi
desaparezco. Alzas la vista, una mirada que siento
por todas partes, la lengua de una mirada,
y el amor esta pradera noctuna, la sombra de la mañana
de nuestras voces, el papel carbón púrpura
de esta oscuridad plomiza. Pesa la memoria con la joyería
de esta lluvia, pesa su falda con los brotes de mercurio
congelados que adornan las ramas,
mientras avanza oímos el castañeteo
de esos huesos tan bellos. Entonces, el amor,
tan alejado del cuerpo, se alcanza sólo
por vía del cuerpo. El tiempo es el alambique
que transforma lo conocido
en misterio. En aire,
en la mancha púrpura de la dulzura.
El laburno, el iris silvestre, los abedules tan espesos
que resplandecen por la noche, olores que nos alcanzan
por todas partes; la alquimia que nos mantiene
tan felices tumbados en el suelo, incluso si no abarcamos
nada, nada: el evasivo
troque de los pájaros. Nunca tomaremos velocidad
de crucero, más bien nos hundiremos en el húmedo
firmamento, aprenderemos a permanecer en el fondo,
respirando por la piel.
Con membranas de plata, en ríos
color de lluvia. Bajo el agua, bajo la piel;
con arcanas aletas transparentes.

Esta noche la luna deambula descalza,
deja atrás medias de seda
como jirones de río.
Las pisadas del verano en nuestros brazos y piernas
palmeando húmedos
de lodo y algas.

Rodamos desde el borde al fondo de la pradera,
nos levantamos bajo la lluvia
de nuestra silueta en la hierba húmeda.
Nadadores nocturnos, buceadores de la piel.

Anne Michaels
en Buceadores de la piel.
Traducción de Jaime Priede
Bartleby Editores.