jueves, 27 de diciembre de 2007

El vestido


En aquellos días, aquellos días que ahora solamente existen para mí como un recuerdo de lo más huidizo,

cuando el primer sonido que escuchabas por la mañana podía ser el estruendo de los pájaros,

luego el suave cloc de los cascos del caballo que tiraba del carro de la leche calle abajo


y el último sonido de la noche puede que fuera o no el de tu

padre cuando paraba el coche,

llegando tarde del trabajo, siempre tarde, luego sus pasos

cansados bajando al sótano, a la caldera,

para vaciar la ceniza y limpiar el tiro antes de subir las

escaleras para dejarse caer en la cama;



en aquellos lejanos días, las mujeres, mi madre, las amigas de

mi madre, nuestras vecinas,

todas las mujeres que yo conocía se vestían, casi todo el día, con lo que llamaban "batas",

baratas, estampadas, insulsas, que no marcaban formas, fabricadas con un algodón ligero,


que te podías poner encima del camisón, y cuando llegaba la hora de ir a buscar al niño

se balanceaban secando en el tendal, o corriendo hasta el comercio de la esquina bajo una chaqueta,

la bastilla del camisón, siempre demasiado delgaducha y amarillenta, asomando por debajo.


En vez de rulos, algunas de aquellas mujeres parecían llevar de manera perpetua en su cabello,

con vistas a un acontecimiento importante, una bola, podría decirse, que nunca llegaba a moverse;

no se trata solamente de que la mayoría de aquellas mujeres nunca se maquillaran durante el día,


es que además sus caras parecían lijadas, y, con las cejas depiladas, inquietaban como máscaras;

pero, más que todo eso, eran aquellos vestidos los que las hacían tan inescrutables y prohibitivas,

expertas en enigmas inaccesibles a los hombres y que los niños tampoco podían entender.


Fue más tarde cuando empecé a considerar esos vestidos como una proclama: en tu cocina mal iluminada,

en el lavadero, en el inhóspito patio de hormigón, lo que revelabas de ti misma era pura simulación;

que tu auténtica naturaleza sensual, oculta bajo esas vestiduras asexuadas, la tenías totalmente bajo control.


En aquellos días se ocultaban muchas más cosas: los hombres hechos y derechos nunca se abrazaban,

a menos que alguien se hubiera muerto, y aún así no siempre; te dabas la mano o, como en el béisbol,

le dabas al amigo una palmada en la espalda e intercambiabas un código de golpes afectuosos;


una vez que dejabas atrás la infancia ya nunca volvías a sentir el tacto del bigote de tu padre

en la mejilla, al menos hasta que cambiaron las costumbres y al fin se pudo abrazar a otro hombre,

tomarlo del brazo un instante, incluso besarlo (el bigote de tu padre ya era blanco y rígido por entonces).


Lo que un abrazo libera, finalmente: aunque fuimos muy cautos -parecía algo tan audaz-

qué oculta alegría se intuía en aquella afirmación de equidad entre ambos, y de comunión,

sin importar los desencuentros y penalidades que hubieran surgido entre nosotros hasta entonces.


Sabíamos muy poco, tan poco como ahora, supongo, acerca de cómo curar esas heridas:

inclusive las mujeres, con sus mejores prendas, con collares y lentejuelas cosidas al corpiño,

maquilladas y con los labios pintados, el pelo suelto, no podían más que estrujarse las manos


dándose la paz, mientras padre e hijo, como bandidos, como ladrones, como romanos,

eran puestos a caldo, abucheados, odiados, soportando el dolor que les infligía, el más duro, en todo caso,

por el beso y el abrazo, pagando un alto precio de hermanos a hermanos durante generaciones.


En aquellos días todavía el campo estaba muy cerca de las ciudades, granjas, sembrados de maíz, vacas;

no muy lejos de nuestro edificio de ladrillos manchados y su largo pasillo tan sombrío

te encontrabas con un trecho de lomas y árboles que podías transformar en montañas y bosques.


O podías salir solo para ir hasta un solar vacío de media manzana de largo, entre la maleza:

como un extraño ser de hojas te escondías, agachado, te arrastrabas, primario, salvaje, solo;

ya por entonces ansiabas ser más simple, deseando, cuando te llamaban desde casa, no volver nunca.


C. K. Williams

en Reparación.

Bartleby Editores.

Traducción de Jaime Priede.

martes, 25 de diciembre de 2007

Casida de la alta madrugada

Cuando te acuerdes de mi cuerpo
y no puedas dormir
y te levantes medio desnuda
y camines a tientas por tus habitaciones
borracha de estupor y de rabia
en algún lugar de la Tierra
yo andaré insomne por algún pasillo
careciendo de ti toda la noche
oyéndote ulular muy lejos y escribiendo
estos versos degenerados.

De Félix Grande
En Poesía completa
Anthropos.

domingo, 23 de diciembre de 2007

Fragmento de Infancia

Una vez al año el circo Boswell llega a Worcester. Todos los de su clase van; durante una semana se habla del circo y de nada más. Incluso los niños de color van, a su manera: merodean por los alrededores de la carpa durante horas, escuchando a la orquesta, espiando por las ranuras.

Planean ir la tarde del sábado, cuando su padre juega al críquet. Su madre lo convierte en una excursión para los tres. Pero en la taquilla escucha con asombro los elevados precios de los sábados por la tarde: dos chelines con seis para los niños, cinco para los adultos. No lleva dinero suficiente. Compra las entradas para él y su hermano. "Entrad, yo os espero aquí", dice. A él se le han quitado las ganas de entrar, pero ella insiste.

Dentro se entristece, no logra divertirse; sospecha que su hermano se siente igual. Cuando salen al final del espectáculo, ella sigue allí. No consigue desterrar un pensamiento durante muchos días: su madre esperando pacientemente bajo el sol tórrido del mes de diciembre y él sentado en la carpa del circo para que lo entretengan como a un rey. Le perturba el amor ciego, abrumador, por el que lo sacrifica todo, de su madre tanto por su hermano como por él, pero sobre todo por él. Querría que no lo quisiera tanto. Ello lo ama de forma absoluta, y por tanto él debe amarla con la misma entrega: esa es la lógica que ella le impone. Nunca podrá devolverle todo el amor que derrama sobre él. La idea de una vida lastrada por una deuda de amor lo frustra y lo enfurece hasta el punto de que decide no besarla más, hasta rehúsa que ella lo toque. Cuando la madre se da la vuelta en silencio, herida, él endurece su corazón deliberadamente contra ella, negándose a ceder.

J.M. Coetzee
en Infancia.
Debolsillo.

viernes, 30 de noviembre de 2007

Poemas de Juan Gelman

DESAPARECIDOS

La dispersión del jazmín
llena el cuarto
cercado por la mañana.
Han desaparecido los barcos
que navegó mi juventud en
un vacío incesante. Ahí se hunden,
rozan el luto sucio
de una lengua cortada.
La memoria es una cajita
que revuelvo sin solución. No encuentro
umbrales. ¿Es
una forma de la emoción?
A medias sola, odiada,
prospera su ira de fuego.

__________

BRILLOS


En la terraza
la niña mira a la luna y
se hace el amor.
¿Quién brilla para quién?
Ella canta canciones oscuras
al universo que tiembla.

__________

ALGUNO

Hoy se murió un niño de seis semanas
(perdón por la referencia forense).
Ocurrió en la Argentina
(perdón por la referencia geográfica).
Es el vigésimo séptimo del día
(perdón por la referencia estadística).
Alguno pudo haber sido Rimbaud.
La materia del poema no es el poema
y se encuentra con su desilusión.
Esos barcos daneses que nunca navegué.
Las piedras dentro de la boca dicen
así es, fuego cubierto
de madres que no comen y
matan al hijo, esas labias perdidas.
La canción que no tiene linares
cae en la tarde púrpura.
La materia que aleja al poema
es un mundo que hija nombres de sal.

_________

LECTURA DE POEMAS CON PÚBLICO


Todo se cuestiona, el texto
leído, el acto
de leer, su conversión
en labios duros.
El momento del texto no es
el contratexto leído y
qué felicidad o desdicha
pasa entre ellos, quién sabe.
¿Habrá puentes ahí para
no caer del pulmón hablante
al suelo del callado?
Se puede elegir la aflicción,
pero no sirve para nada.
Lo que sirve es el pájaro de siempre
en la rama de siempre que
hace viento en la existencia, dice
que nadie sabe cómo pasa el recuerdo
para decir que la amás.


Juan Gelman
en País que fue será.
Visor.



jueves, 29 de noviembre de 2007

Exceso de vida

Desde que te conozco tengo en cuenta la muerte.
Pero lo que presiento no se parece en nada
a la común tristeza. Más bien es certidumbre
de la totalidad de mis días en este
mundo donde he podido encontrarme contigo.
De pronto tengo toda la impaciencia de todos
los que amaron y aman, la urgencia incompartible
de los enamorados. No quiero geografía
sino amor, es lo único que mi corazón sabe.
En mi vida no cabe este exceso de vida.
Mejor, si te dijera que medito las cosas
(fronteras y distancias) en los términos propios
de la resurrección, cuando nos alzaremos
sobre las coordenadas del tiempo y el espacio,
independientemente del mar que nos separa.
Sueño con le momento perfecto del abrazo
sin prisa, de los besos que quedaron sin darse.
Sueño con que tu cuerpo vive junto a mi cuerpo
y espero la mañana en la que no habrá límites.

Juan Antonio González-Iglesias
En Eros es más.
Visor.

Tres poemas de Jose Daniel Espejo

1


A la derecha, con setenta
y muchos kilos de peso, 1’86 de altura,
el Poeta Espejo, el eterno aspirante,
el Zorro de Fuego de Tenochtitlán. A la izquierda
(y por encima, y por debajo, y todo alrededor),
sin peso conocido y sin altura,
el vigente campeón, el Negro Rivas,
el Puño de Oro del Atlántico Norte,
el Vacío.
__________




MIGUELITO BATTLES THE PINK ROBOTS


Yo que tanto sabía, sobre el papel, de la Nada
no sabía que la Nada consistía en despertarse
un lunes a las dos con la cama empapada
y que aquello fuera sangre, y que la sangre viniera
del útero de Charo embarazada de tres meses
de mi pequeño, mi amado, mi precioso hijo Miguel.

La Nada prosiguió en una sala de urgencias,
una médico que dijo que no había nada que hacer
y nos mandó para casa, a esperar un milagro,
durante dos días. Qué sabía yo, de la Nada,
o la Nada de mí, y ahí nos vimos las caras,
nos sacudimos bien. Y los días pasaron,
pero no como días normales hechos de tiempo,
sino como libros eternos, de páginas iguales.
Te dije tantas, tantas veces las mismas frases
que me dio miedo que te hartaras de mí.
Te dije agárrate, quédate ahí con la mamma,
te dije ven, o salta de este lado,
o dame la mano hasta que se olviden de ti
éstos que vienen a buscarte, y sobre todo
te dije, Miguel, tienes que ver esto,
tienes que ver esto, muchachito, vas a ver.

Entonces yo, que tanto había leído de la Nada,
me preguntaba sorprendido: ¿qué tiene que ver?
¿qué es eso que estás viendo tan valioso
ahora, tras tus cursos de la Nada,
tu licenciatura en Nada, qué hay que merezca
ser visto, que no te puedes perder?
Ah, era ésa una pregunta difícil.
Yo ya sabía la respuesta, pero aún
no podía formularla, y miraba
las montañas del sur de la ciudad
repletas de pinos tostados, los árboles de las aceras,
lo poco que a mediodía en julio se ve
sin gafas de sol ni haber dormido,
más que nada miraba las chicas,
las nubes en fuga, el cielo azul
y repetía: Miguel,
tienes que ver esto, cómo puedes decirme
que vas a dejarlo todo, que te largas
a estudiar el lenguaje de las sombras
con todo lo que tengo que enseñarte,
con todo lo que aún no has visto por aquí,
pequeño Miguel.

Y llegó el jueves como llega
hasta en las pesadillas el final de la escalera
y te vimos moverte en una ecografía
con el corazón a ciento diez, y sonreímos,
y a mí volvieron las voces a preguntarme
qué era eso que había que ver
tan importante, si no creía en la Nada
y en el Existencialismo, yo, tan leído,
que qué pasaba con Beckett, entonces, que le dijera
a él lo que a Miguel un poco antes,
que volviera al redil. Y contesté:
qué coño. Y repetí: qué coño, señores,
de acuerdo que no hay Dios, pero qué importa
si tenemos esto otro: las montañas,
el camino hacia la playa (en ese punto
los dejé solos y hablé para Miguel),
y la brisa del mar y los pasteles de carne
y la voz de Keren Ann y a Miyazaki
y los libros de Žižek y los pechos de tu mamma,
cómo puedes pensar en perdértelo sin probar,
cómo puedes desertar sin hacerte tu lista
de placeres irrenunciables, contrastándolos todos,
sabiendo de qué hablas cuando hablas de amor.
Otra cosa no te doy, pero es suficiente,
y a cambio nada pido. O si acaso
que no te hagas concejal de Urbanismo
ni traficante de armas, que no le cuentes
a las madres de tus amigos
las palabras que te enseño en este poema,
lo mal que hablamos, tú y yo, cuando decimos la verdad,
los terribles insultos que lanzamos a los siervos de la Nada.
_________



CHARO Y OTROS POEMAS


Eres un poema, cierto, pero no uno de ésos
que se pudren en las páginas de oscuras
antologías del siglo dieciocho
o fanzines de los años noventa: tú eres uno
que todo el mundo se sabe, cuyos versos repiten
en la radio y en la escuela, y la gente se dice
ante una chica bonita, o si se hacen unas risas,
o son felices, o, sobre todo, al llegar a casa
mientras fuera está cayendo la tormenta del milenio.

Jose Daniel Espejo
en
Música para ascensores.
Editora Regional de Murcia.

domingo, 25 de noviembre de 2007

Lecciones de abismo

-Mira -me dijo mi verdugo-, y fíjate bien en todo; es preciso aprender a contemplar el abismo sin la menor emoción.
Entonces abrí los ojos y vi las casas como aplastadas por efecto de una terrible caída en medio de la niebla producida por los humos de las chimeneas. Por encima de mi cabeza pasaban desgarradas las nubes. y, por una ilusión óptica que invertía los movimientos me parecían inmóviles, en tanto que el campanario, la cúpula y yo éramos arrastrados con una velocidad vertiginosa. A lo lejos, se extendía por un lado la campiña, tapizada de verdura y brillaba, por el otro, el azulado mar bajo un haz de rayos luminosos. El Sund se descubría por la punta de Elsenor surcado por algunas velas blancas, que semejaban gaviotas, y entre las brumas del Este se esbozaban apenas las ondulantes costas de Suecia.
Toda esta inmensidad se arremolinaba confusamente ante mis ojos. Esto no obstante, tuve que ponerme de pie y pasear en derredor la mirada. Mi primera lección de vértigo duró una hora. Cuando, al fin, me permitieron bajar y sentar mis pies en el sólido piso de las calles, estaba desfallecido.
-Mañana repetiremos la prueba-me dijo el profesor.
Y en efecto, durante cinco días tuve que repetir tan vertiginoso ejercicio. y, de grado o por fuerza. hice sensibles progresos en el arte de las altas contemplaciones.

Julio Verne
en Viaje al centro de la tierra.

viernes, 19 de octubre de 2007

Dos poemas de Siri Hustvedt

No había cameras y la casa no hacía ruido. Los grillos, constantes y caóticos, conforman un millón de voces al anochecer. Ahora este es mi país, dijo él mientras conducía a través de las llanuras deshabitadas de Dakota del Sur, con el lino azul y el maíz creciendo coma siempre, donde uno puede ver hasta el infinito. Este es el país de mí padre, extremado y ventoso, ardiente o insoportablemente frío, y en primavera, la violencia de los capullos rotos y la corteza extraña de los sauces blancos, la presencia diminuta de flores silvestres en el musgo húmedo es la vista que elijo, cerca del suelo, con una mejilla en el fango junto al riachuelo y después dormitando con el ruido de los grillos. El día que me miré al espejo no sabía que cuando uno besa es imposible ver nada; ciega la proximidad a medida que una cara penetra la otra. Es breve y sólo queda el estremecimiento del recuerdo mientras recorro la calle. El azafrán nace pronto en primavera, abre rápido y al poco tiempo se marchita.

________

En el cielo la princesa llora sobre el cuerpo del príncipe ciego. Caen dos lágrimas dentro de sus ojos y él puede ver. El rescate. Las lágrimas. Cuéntamelo otra vez. El pelo que cae de la torre. Dejo descansar el libro sobre tu pecho, en la cama. Siempre te leeré. Te lo prometo. Te leeré cuentos siempre, a medida que pasen los años. No te lo dije. Era lo que quería decir. Recuerdo fragmentos de historias de este libro de mi niñez, el resto está vacío. Los cisnes que se van volando. La hermana que cose flores en las camisas. El hermano menor con un ala, un ala de cisne blanco que sobresale por la camisa inacabada, las plumas tiernas, el flojel, la esposa malvada por siempre encerrada para que nadie pueda ver su cara nunca, entonces, ahora, al pasar el tiempo, junta y separada, joven y madura, enferma y matándose con la bebida en casa. Él guarda silencio. Ahora recuerdo lo que había olvidado. He olvidado pero cómo es posible que recuerde que olvido. Los entierros son casi siempre afuera, ponen a los muertos lejos de nosotros, fuera de la casa. Son omisiones, espacios en blanco en el paisaje, señalados e inscritos y llevados dentro como si estuvieran vivos. En el vacío, en el día vacío, hay cosas que se van y que vuelven sólo cuando podemos soportar el recuerdo. La cruz del santuario está vacía sobre el mantel violeta de la Cuaresma, la historia después de la muerte, después de morir, después de morir en la muerte, los que se mueren y los muertos, muertos, muertos.
Siri Hustvedt
En Leer para ti.
Bartleby Editores.

Plan para el más allá

...Y me acordé también de un día no muy lejano en el tiempo, de un día en el que, tras dos jornadas seguidas de parranda, desperté en casa a las ocho de la tarde y sentí -como no he sentido nunca- el temple puro y sosegado de una recién inaugurada vida convaleciente que intuí que, gradualmente y en pocas horas, me iba a conducir a una inquietante plenitud física. Era como si acabaran de prometerme un in crescendo hacia la recuperación total, una ascensión hacia un trampantojo de bienestar. "Nadie disfruta tanto de la vida como el convaleciente", escribió Walter Benjamín.

A la espera de aquella plenitud hacia la que ascendía mi estado de convalecencia, me puse a revisionar en vídeo una película que siempre he admirado (Eyes Wide Shut, de Stanley Kubrick), y muy pronto sentí un latigazo fuerte en esa escena en la que el protagonista -sin mucho convencimiento, más bien andando a la deriva- regresa a su casa por las calles de un Nueva York que en realidad yo sabía que era un gigantesco escenario montado en un estudio cinematográfico de Londres.


Sentí que era yo quien regresaba a casa por esas calles de Nueva York de cartón-piedra. A veces miraba hacia el horizonte y me decía: "Yo vivo por allí". Y me di cuenta de que mi secuencia literaria preferida venía siendo,
desde hacía ya unos cuantos años, la de un hombre paseando por una ciudad para él desconocida, pero en la que sin embargo tenía un domicilio. Aunque a la deriva, el hombre caminaba en realidad siempre de vuelta a casa. No sabía exactamente quién era, pero volvía a casa, una casa que sentía suya, pero que del todo no lo era. Y me acordé de Walter Benjamín y su curioso método de investigación de la realidad, basado en el extravío y la deriva. Y estando en todo eso, me vino a la memoria la voz del cantante Van Morrison, mi músico preferido: una voz que siempre me pareció que representaba (tal vez porque la abarcaba) a la humanidad entera: la solitaria voz del hombre.

Esa inolvidable sensación de extrañeza y deriva volví a recuperarla días después cuando en una entrevista le preguntaron al escritor español J. A. González Sainz por qué vivía en Trieste y él contestó así: "Más quisiera yo saberlo. Y ese no saber es una buena razón. Me siento extraño aquí, extranjero, distante, y sentirse extranjero en el mundo creo que es una de las condiciones de la escritura, habitar el mundo de una forma un poco esquinada. Cuando regreso en tren ya de noche de mis clases en Venecia y veo al final del viaje las luces de Trieste allí en el fondo, como atenazadas a la espalda por la oscuridad de las montañas del Carso, con Eslovenia atrás y a la derecha la línea de las costas de Istria, y me digo "ahí está tu casa", "allí es donde vives", se me genera una sensación de extrañeza, de no pertenencia sino de paso, con la que me llevo bien y que creo que es fundamental para esa forma de vivir que es escribir".


Enrique Vila-Matas
en El País del 17/01/2006

Exploradores del abismo

Más que precipitarse, mis exploradores se detienen en ciertos umbrales y, antes de despeñarse, se dedican a diseccionar el abismo, a estudiarlo. Tienen en el fondo un sentido festivo de la existencia, y uno juraría que han oído estos versos de Juarroz que encontramos en su Poesía Vertical:

A veces parece
que estamos en el centro de la fiesta
sin embargo
en el centro de la fiesta no hay nadie
en el centro de la fiesta está el vacío
pero en el centro del vacío hay otra fiesta.

Mientras voy hacia esa otra fiesta dejo que mi vida transcurra acompañada de un sereno, apacible tedio. Discreción, geometría, elegancia y calma. Ya no me agito, ya no voy por el lado más bestia de la vida, las estrellas son mapas de abismos exteriores, no tolero la soledad, temo la insidia del tiempo y de la edad, el insomnio, el temblor de los límites. Poco a poco voy conociendo aquel tipo de aburrimiento magnífico del poeta Álvaro de Campos que desde su ventana miraba perplejo el mundo todas las mañanas y decía que su corazón era "un cubo vacío".

Quién sabe si terminar un libro de cuentos no es como vaciar de golpe un cubo en el Café Kubista. Ver vaciarse todo y conocer su contenido, saber perfectamente de qué se ha llenado todo. Y saberlo en medio de un clima risueño, discreto y geométrico. Un clima en el fondo alegre. Porque mis constantes vitales de esta mañana son el sol que saluda los despertares, el descubrimiento del placer de ser cortés, la revelación algo tardía de que todo es excepcional, el despliegue de gentileza en el trato a las personas, la impresión de vivir en plena tempestad de calma, la satisfacción de haber perdido unos kilos, la gestión de la herencia literaria del antiguo ocupante de mi cuerpo, el abordaje suave de una lógica espartana de trabajo, la creencia de que los gordos son los demás, la utilización de la ironía templada como rasgo de elegancia, de tímida felicidad, en definitiva.

Enrique Vila-Matas
en Exploradores del abismo.
Anagrama.

martes, 16 de octubre de 2007

Sentimiento primaveral


AUNQUE los azafranes asomen sus cabezas en los lugares usuales,

La baba de la rana cubra el estanque con el mismo espumar verde,

Y los muchachos miren a las chicas con la misma fatuidad del año pasado

No me aburro nunca, por familiar que sea la escena.

Cuando de abajo del granero la gata trae una cría de gemelos

—Dos amarillo y negro, y uno mezcla de ambos—,

Aunque todo haya acontecido antes, no siento amargura:

Gozo la primavera, como si nunca hubiera habido primavera.



Theodore Roethke

En Poemas

Huerga y Fierro Editores.

Traducción de Alberto Girri

viernes, 12 de octubre de 2007

Como una flor bajo la lluvia

Me corté la uña del dedo

del medio

de la mano derecha

bien corta

y empecé a sobarle el coño

mientras ella estaba sentada en la cama

poniéndose crema en los brazos

la cara

y los pechos

después de bañarse.

entonces encendió un cigarrillo:

«tú sigue»,

y fumé y continuó poniéndose crema.

yo continué sobándole el coño.

«¿quieres una manzana?», le pregunté.

«bueno», dijo, «¿tú vas a comer una?»

pero fue a ella a quien comí...

empezó a girar

después se puso de lado,

se estaba humedeciendo y abriendo

como una flor bajo la lluvia.

después se puso boca abajo

y su hermosísimo culo

se alzó ante mí

y metí la mano por debajo

hasta el coño otra vez.

estiró un brazo y me cogió

la polla, giró y se volvió,

me monté encima

hundía la cara en la mata

de pelo rojo

derramada alrededor de su cabeza

y mi polla tiesa entró

en el milagro.

más tarde bromeamos sobre la crema

y el cigarrillo y la manzana.

después salí a la calle y compré pollo

y gambas y patatas fritas y bollitos

y puré y salsa y

ensalada de col, y comimos, ella me dijo

lo bien que lo había pasado y yo le dije

lo bien que lo había pasado y nos comimos

el pollo y las gambas y las

patatas fritas y los bollitos y el

puré y la salsa y

hasta la ensalada de col.



Charles Bukowski

En 20 poemas

Mondadori

Traducción de Cecilia Ceriani y Txaro Santoro.

viernes, 28 de septiembre de 2007

Canción de la pena sin fin


(La «canción de la pena sin fin» cuenta la trágica muerte de la bellísima Yang Kuei Fei, Anillo de jade, favorita del Emperador Hsuan Tsung de Tang.)


Durante el frescor de la primavera la dejaron bañarse en el estanque de las Flores Puras,
el agua suave de la fuente mojaba su piel lisa.
Auxiliada por sus doncellas, salió grácil y cansada.
Entonces recibió los favores imperiales.
Cabellera de nube, cutis de flor, alhajas de oro,
tras las cortinas color de hibisco conoció las noches primaverales,
noches muy breves, interrumpidas sólo por la salida del sol.
Fue entonces cuando el Soberano comenzó a abandonar las audiencias.
Acompañando al Emperador en los paseos y los festejos, nunca quieta,
sólo ellos compartían los paseos y las noches de primavera.
Tres mil bellezas habitaban el palacio, pero el amor sólo existía para ella.

...........................


Desde Yu Yuang los tambores de guerra estremecen la tierra
poniendo fin a la Danza de Trajes Emplumados.
Polvo y humo cubren los nueve palacios,
mil carros y diez mil jinetes corren hacia el sudoeste.
Llenas de miedo, las banderas imperiales avanzan
y a cien lis de las puertas de la capital se detienen.
El ejercito rehusa avanzar más, hay que retroceder.
Fue entonces cuando fue ejecutada la bella de cejas de mariposa ante los caballos.
Sus adornos floreados quedaron por el suelo, y nadie los tocó.
Nadie tocó el adorno de su pelo, el gorrión de oro cubierto de plumas de martín pescador, ni la horquilla de jade.
El soberano que no pudo salvarla ocultó su rostro,
la miró por ultima vez y lloró lágrimas de sangre.

............................


Cielo y Tierra cambiaron. Regresó el carro del Dragón.
Allí se detuvo el Emperador a pesar suyo,
en el barro de Me Wei Po, donde el hermoso rostro ya nunca estará,
en el sitio sólo de su muerte.
El soberano y sus ministros se miran, cubiertos de lágrimas.
Después, abandonando los caballos, entran en la capital.
jardines y estanques. Todo esta igual,
lotos de T'ai Yi, sauces del palacio de Wei Yang.
Los nenúfares recuerdan su faz, los mimbres sus vibraciones.
Ante ellos, no pudo contener las lágrimas.
Las flores del durazno y del ciruelo se abren con el viento de la primavera,
las hojas de los plátanos caen bajo las lluvias del otoño,
las yerbas cubren el patio del Palacio de Occidente,
las hojas muertas, que nadie quita, enrojecen las escalinatas.
Los comediantes del jardín de los Perales tienen ya los cabellos blancos,
han envejecido los eunucos y las sirvientas del Palacio de los Pimenteros.
Por la noche, cuando revolotean las luciérnagas, el Emperador se aflige
y enciende la lámpara, solitario, sin encontrar reposo.
Campanas y tambores van desgranando lentamente la larga noche,
brilla la Vía Láctea, pronto amanecerá ...
bajo las flores de rocío, las tejas entrelazadas están frías.
¿Quién querría compartir una habitación helada?
Ya un largo año separa al vivo de la muerta
y su espíritu no ha regresado a él ni en el sueño.

...............................

¡Ay! El cielo y la tierra pasarán, pero su recuerdo será eterno


Bai Juyi
en Poetas chinos de la Dinastía Tang.
Traducción de C.G. Moral.
Visor.

miércoles, 26 de septiembre de 2007

Antonio Lorente: Pater cum veniunt rugae

Cuando se acerca presurosa

ya

la edad oscura de la cruel vejez

que arrebata del cuerpo

la paz y los deseos

y presenta su oferta de achaques

y silencios

el triste manto de la clausura

que te impide comenzar

ya

cualquier cosa, o al menos

comenzarla como empezabas –no hace tanto

a estudiar un idioma, el idioma

con el empuje de quien fuera

a cambiar de país

de vida de parentescos

a fundar otra patria

otra familia

o al menos comenzarla

como si fueras a comenzar

tu vida,

como empezaste a tocar el piano –no hace tanto,

torpemente, por tu cuenta,

y hacías del rincón más oscuro

tu escenario

más brillante

Cuando se acerca la edad

de las renuncias

y ves como se encallan en tus amigos

y en ti –no lo dijeras, no lo dijeras

los nombres de las enfermedades

y de sus torpes remedios

(aquellas conversaciones de los mayores,

tan aburridas, cuando eras niño)

y cómo estás ya no es

una forma ritual de los saludos

Cuando resulta que has vivido

solo

como quien fuera a morir solo,

en compañía tan solo

de los que ya eran parte de tu vida

por razón de sangre

o de permanencia calma de la pasión

que fue, de aquel deseo.

Cuando ya ibas resumiendo,

recopilando los insulsos, tan vulgares,

tan comunes, pero al fin tuyos,

avatares

de tu vida,

como quien revisa sus fotos

justo antes del adiós

resulta, digo, que viene él

o ella, o ambos o viceversa, yo qué sé,

y anuncia que vendrá a llanto y gritos

y a papá y mamá y a madre mía.

Y madre mía. Tengo que romper

mi biografía, tengo que curar

mi sin salud,

tengo que parirme también yo,

también yo

recién nacido.

Pero dice mi hijo, el que vendrá,

que esté tranquilo. Que él se ocupa.

Que rompa todo, que olvide todo,

que no tema.

Que él recoserá mis cicatrices,

que él desgarrará mi alma y mi piel

con otras nuevas, más hermosas.

Y yo no sé, cómo decirlo, no me fío.





Antonio Lorente

Que acaba de ser padre,

Otros poemas en Quebranto,

Editorial Aladeriva.

Lo innombrable

Nunca lo otro, ese monstruo, había sido tan gigantesco como en nuestro presente porque nunca, antes, había sido tan fríamente indiferente a nuestras desamparadas jaulas domesticadoras. Tan fríamente indiferente que apenas nos atrevemos a nombrarlo con aquellos nombres solemnes que perseguían convertirlo en interlocutor: Necesidad, Dios, Armonía... Los nombres que otorgaban una seguridad de que lo otro, a pesar de su carácter sinuoso e impenetrable, reposaba en un fondo de orden. Ahora, sin embargo, arrinconados los viejos nombres en el desván del pensamiento, lo otro se ha hecho casi innombrable. Asimismo, por tanto, casi impensable.

Hay una idea de con-fin del mundo que es más fuerte y lacerante que todas las representaciones posibles del fin del mundo. Más que el hundimiento de Zeus o que el Gran Día de la Ira, más que el juicio Final o el Crepúsculo de los Dioses, más, incluso, que esa otra, tan fuerte y lacerante, que implica que el hombre haya creado las condiciones para su entera destrucción. Y esa idea es, precisamente, la imposibilidad de establecer un con-fin del mundo, la imposibilidad de pensarlo, la imposibilidad de nombrarlo.

Para esa idea, en apariencia, no hay mito posible porque no hay imagen posible. Pero el hombre, por encima de todo, es un constructor de mitos y de imágenes.



Rafael Argullol

en El fin del mundo como obra de arte,

El acantilado.

viernes, 21 de septiembre de 2007

Desierto de Los Monegros



El coche en sombra bajo el tendejón

y flecos de maleza parda junto a las ruedas.

El sol de mediodía percute en el asfalto

y siembra el arenal de transparencias.

Dos muros desdentados,

una señal de tráfico,

restos de chapa y neumáticos rotos

son cuanto evoca

el tiempo de los hombres, su transcurso.

La botella de agua y tus gafas veladas.

Estar de paso es de repente

este paisaje alucinado,

esta incredulidad de diez minutos

que es otro modo de distancia

y convierte la vida en memoria precoz.

Dejar caer el agua por tu frente

y el pelo se te encrespa, más oscuro.

ha vuelto a abrir los ojos

y una sonrisa rompe el maleficio,

este breve paréntesis de insidia

que tiembla con el aire, como humo.

La mueva de tu alivio es una calma

y sé reconocer su contundencia.

Veloz hacia un destino

que nos llama sin conocernos,

el coche arranca y deja surcos en el arcén.

Queda sólo esta luz,

la aguja fiel de agosto

que horada cuanto toca,

más allá de nosotros.


Jordi Doce

en Gran angular,

DVD poesía.

domingo, 9 de septiembre de 2007

Extracto de una entrevista a Andrei Tarkovsky

Personajes bajo presión

–¿Cuál es la conexión entre sus películas?

–No lo sé. Usted mismo tiene que encontrar la conexión. Podría hacer la pregunta de otra manera: ¿Cuál es mi principal interés para empezar a hacer una película? En mis filmes hay ciertas situaciones que son repetitivas. Me interesan los personajes bajo una presión moral o ética, que están sufriendo una crisis o un momento de gran estrés. Esa persona puede salir adelante siendo mejor o puede sucumbir a la presión. Ese es un elemento común en mis películas: La infancia de Iván, Andrei Rublev, Solaris o El espejo. Me interesan los personajes que se desarrollan durante fuertes crisis morales. Me ayuda a expresar de una forma más profunda, más emocional, aspectos de la historia.

–Podemos decir que todos sus filmes acaban de forma optimista.

–Puedo explicarlo. Si la persona no puede soportar la crisis y se derrumba como resultado de ella, la película no puede terminar con una conclusión optimista. No entiendo qué rol puede jugar el optimismo o el pesimismo en el arte, porque el arte es un medio de alcanzar lo moral. Da a la gente la fuerza para abrir su alma al bien del que debe estar rodeada. El bien no puede ser sinónimo de nada negativo. El arte es moralidad, en su totalidad. Es imperativo que exista sólo en esta forma. Sino es así, no puede ser arte en absoluto. Todo lo que se denomina arte reaccionario, para mí significa no-arte. Con arte me refiero a un tipo de acción que se relaciona con algún tipo de esfuerzo moral cuyo objetivo es la mejora espiritual del género humano.


Entrevista de Risto Mäenpää a Andrei Tarkovsky,
publicada recientemente en El cultural, y rescatada de los archivos de la televisión nacional finlandesa gracias al Festival Punto de Vista.

martes, 3 de julio de 2007

Hablar en la cama

Hablar en la cama debería ser tan fácil
después de tanto tiempo durmiendo juntos,
emblema de dos personas viviendo con honestidad.

Pero cada vez pasamos más tiempo en silencio.
Fuera, la incompleta desazón del viento
reúne y dispersa nubes por el cielo,

y oscuras poblaciones se apiñan en el horizonte.
A todo eso le somos indiferentes. Nada explica por qué,
a esta singular distancia de la soledad,

cada vez es más difícil encontrar
palabras que sean sinceras y agradables,
o no insinceras y desagradables.

Philip Larkin
en Las bodas de Pentecostés.
Lumen.
Traducción de Damián Alou.

lunes, 18 de junio de 2007

Dos poemas de Tess Gallagher

ANILLO

No el que lleva en esta detenida extensión
de tierra, sino el que vimos juntos
en aquella tiendecita de Oregón: ágata musgosa,
de un verde tan subido que negreaba en el aro de plata. Difícil
de encontrar después, extraído de su mano
y vigilante. Pensando que sorprendería a su poder
con la traición, se lo regalé a un amigo nuestro que nunca llevaba
anillos y necesitaba su suerte. Pero pronto supe,
no me preguntes cómo, que el anillo
yacía, junto a baratijas diversas, en un cajón. Le pedí

que me lo devolviera y, durante algún tiempo, lo llevé al cuello, colgado
de una cadena. Pero resultaba extraño,
como un amuleto escolar: un recuerdo de amor para el que ya estaba
mayor, y que había cambiado por el oro rosa
de las alianzas matrimoniales. ¿Dónde está ahora?
En algún abyecto lugar seguro.
Pero ¿dónde? Apartado. Pongo la casa patas arriba
buscándolo. Pero no lo encuentro. Es peor
que una maldición. Como la felicidad que malgastamos en fuentes
con deseos equivocados. O la burla

azarosa de. la memoria, su embotada firma, tan casual
que me aplasta viva, y me creo lo que nunca me creo
de las verdaderas apariciones: que utiliza
mi deseo para venir a mí;
que mis sentidos están habitados, como el tronco
en cuyo interior se embute el oso
para hibernar; que la presencia en curso de los muertos
es volátil y sacramental. El viento al que
está unido ese muchacho, que corre con una cometa por
entre las tumbas, mirando a lo alto, pero manteniendo el equilibrio,

como si introdujera el cielo en la tierra con
fría temeridad. Así que mi amor, muerto pero viviente,
asoma en el flujo de la memoria, de lo que su memoria
recordaría, igual que él es recordado
en una calle de Dragón, muerto viviente de amor,
con la extrañeza de la plata fría
ciñéndole el dedo de la mano recién creada.



HABITACIÓN INFINITA

Habiendo perdido el futuro con él,
estoy dispuesta a amar a quienes
no me ofrezcan futuro ‑la forma
que tiene el corazón de extraviarse
en el tiempo‑. Él me lo dio todo, hasta
el último y jaspeado instante, pero no como o exceso,
sino como si un propósito oculto fuese
una fuente junto al camino
a la que pudiera acercar mis labios y saciarme
de recuerdos. Ahora el amor en una habitación
puede hacer que me pierda con suma facilidad,
como una niña que hubiese de volver deprisa a casa
ya de noche, y tuviera miedo de
encontrarla vacía. O sólo miedo.

Dime otra ve, que esto sólo va a durar
lo que dure. Quiero ser
frágil y verdadera, como quien prolonga
el momento con su muerte intacta,
con su corazón, demasiado sabio,
limpio de los desechos que llamamos esperanza.

Sólo entonces podré volver a visitar al último superviviente
y saber, con, la alborotada exactitud
de una ventana rota, lo que quería decir,
con todo el tiempo ido,
cuando decía "Te quiero"

Y ahora ofréceme de nuevo
lo que pensabas que no era nada.


Tess Gallagher
en El puente que cruza la luna
Bartleby Editores.

sábado, 2 de junio de 2007

Edificio con la fachada bombardeada

Qué súbitamente lo íntimo
queda al descubierto en una ciudad bombardeada,
como el papel pintado con listas blancas y azules

de un dormitorio de un segundo piso está ahora
expuesto a la nieve que cae lenta
como si la habitación hubiera contestado a la explosión

vestida sólo con su pijama de rayas.
Algunos vecinos y unos soldados
tantean con un palo lo escombros

y se fijan en la escalera que cuelga,
el retrato de un abuelo,
una puerta que se balancea de la bisagra que queda.

Y al baño se le ve casi avergonzado
de sus paredes de ocre al descubierto,
el amasijo de las tuberías,

del lavabo hundido hasta las rodillas,
la cortina de la ducha rajada,
las estelas de burbujas destruidas de un pez de colores.


Es como una vista panorámica sobre una casa de muñecas
como si un niño arrodillado pudiera meter la mano
y coger el escritorio, enderezar un cuadro.

O pudiera ser una habitación sobre un escenario
en una obra sin personajes,
sin diálogo ni público,

sin principio, nudo y desenlace-
sólo los muebles rotos en la calle,
un zapato entre bloques de hormigón ligero,

una fina nieve aún cayendo
sobre un lejano campanario, y la gente
cruzando un puente que todavía se sostiene.

Y más allá -cuervos en un árbol,
la estatua de un gobernante a caballo,
y nubes que se asemejan al humo,

e incluso si sigues más, en otro país
en una manta bajo un árbol de sombra,
un hombre que sirve vino en dos vasos

y una mujer deslizando
los pasadores de madera de un cesto de mimbre
lleno de pan, queso, y varios tipos de aceitunas.

Billy Colins
en Lo malo de la poesía y otros poemas.
Bartleby Editores.
Traducción de Juan José Almagro Iglesias.

sábado, 26 de mayo de 2007

Solo

Desde mi niñez yo no fui como los otros; yo no vi como los otros vieron; yo no puede sacar de una fuente común mis pasiones. Yo no he bebido mi pena del mismo manadero, yo no podía despertar mi corazón con el mismo son a la alegría. Y todo cuanto amé yo lo amé solo. Entonces, en mi niñez, el alba de la más tormentosa de las vidas, un misterio que me ata todavía, salió de la profundidad mayor del bien y del mal: del manantial o del torrente, de la peña roja del monte, del sol que jira alrededor de mí con su tinte otoñal de oro, del relámpago celestial que me roza volando, del trueno y del huracán; y de una nube que tomó, para que mis ojos la vieran cuando el cielo restante estaba azul, la forma de un demonio.

Edgar Allan Poe

en Música de otros (traducciones y paráfrasis)
de Juan Ramón Jiménez.
Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores.

jueves, 17 de mayo de 2007

Lope. La noche. Marta.


He abierto la ventana.
Entra sin hacer ruido
(afuera deja sus constelaciones).
«Buenas noches, Noche».
Pasa las páginas de sombra
en las que todo está ya escrito.
Viene a pedirme cuentas.

«Salí al rayar el alba —digo—.
Lamía el sol las paredes leprosas.
Olía a vino, a miel, a jara»
(Deslumbrada por tanta claridad
ha entornado los ojos).
La llevan mis palabras por calles, ascuas, no lo sé:
oye la plata de las campanadas.
Ante la puerta de la iglesia
me callo, me detengo —entraría conmigo
si yo no me callase, si no me detuviera—;
yo sé bien lo que quiere la Noche;
lo de todas las noches;
si no, por qué habría venido.

Ya mi memoria no es lo que era. En la misa del alba
no dije Agnus Dei qui tollis peccata mundi,
sino que dije Marta Dei (ella es también cordero de Dios
que quita mis pecados del mundo).
La Noche no podría comprenderlo,
y qué decirle, y cómo, para que lo entendiese.

No me pregunta nada la Noche,
no me pregunta nada. Ella lo sabe todo
antes que yo lo diga, antes que yo lo sepa.
Ella ha oído esos versos
que se escupen de boca en boca, versos
de un malaleche del Andalucía—
al que otro malaleche de solar montañés
llamara «capellán del rey de bastos»—
en los que hace mofa de mí y de Marta,
amor mío, resumen de todos mis amores:
Dicho me han por una carta
que es tu cómica persona
sobre los manteles, mona
y entre las sábanas, Marta.
qué sabrá ese tahúr, ese amargado
lo que es amor.
La Noche trae entre los pliegues de su toga
un polvillo de música, como el del ala de la mariposa.
Una música hilada en la vihuela
del maestro del danzar, nuestro vecino.
En la cocina la estará escuchando Marta;
danzará, mientras barre el suelo que no ve,
manchado de ceniza, de aroma, de trigo candeal,
de jazmines, de estrellas, de papeles rompidos.
Danza y barre Marta.

Pido a la Noche que se vaya. Hasta mañana. Noche.
Déjame que descanse. Cuando amanezca regaré el jardín,
saldré después a decir misa
—Deus meus, Deus meus, quare tristis est anima mea
luego volveré a casa, terminaré una epístola en tercetos,
escribiré unas hojas
de la comedia que encargaron unos representantes.
Que las cosas no marchan bien en el teatro,
y uno no puede dormirse en los laureles.

Hasta mañana, Noche.
Tengo que dar la cena a Marta,
asearla, peinarla (ella no vive ya en el mundo nuestro),
cuidar que no alborote mis papeles,
que no apuñale las paredes con mis plumas
—mis bien cortadas plumas—,
tengo que confesarla. «Padre, vivo en pecado»
(no sabe que el pecado es de los dos),
y dirá luego: «Lope, quiero morirme»
(y qué sucedería si yo muriese antes que ella).
Ego te absolvo.

Y luego, sosegada, le contaré, para dormirla,
aventuras de olas, de galeones, de arcabuces, de rumbos marinos,
de lugares vividos y soñados: de lo que fue
y que no fue y que pudo ser mi vida.

Abre tus ojos verdes, Marta, que quiero oír el mar.

José Hierro en
Antología poética 1936-1998,
Espasa-Calpe.

miércoles, 4 de abril de 2007

Dos poemas de Robert Frost

MIEDO A LA CASA

Siempre –ellos lo fueron aprendiendo-, siempre que volvían por la noche, de lejos, a la casa solitaria –lámparas sin encender y cenizas de hogar-, hacían rechinar la llave en la cerradura –ellos lo fueron aprendiendo-, para que cualquiera que pudiese estar allí tuviera aviso y tiempo de salir al campo. Y, prefiriendo la noche de fuera a la de dentro, ellos aprendieron a dejar de par en par la puerta, hasta que habían encendido la lámpara.


LA SONRISA
(Palabras de ella)

No me gustó nada la manera que tuvo de irse. ¡Aquella sonrisa suya era de alegría! Pero él sonrió –¿lo viste?-. Sí, estoy segura de que sonrió… Quizás fue porque sólo le dimos pan, y comprendió el malvado que éramos pobres; o porque nos permitía dárselo en vez de arrebatárnoslo. Quizás se burlaba de nosotros porque estábamos casados, o porque éramos tan jóvenes –y él se complacía en imajinarnos viejos o muertos-. … Estoy pensando si andará por ahí cerca todavía… Tal vez está observándonos desde los árboles.


Robert Frost
en Música de otros de Juan Ramón Jiménez
Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores

domingo, 1 de abril de 2007

Pido a los dioses...



Pido a los dioses que mis penas cesen,
esta guardia, que dura ya hace un año,
durante el cual, echado como un perro,
en la azotea del palacio Atrida,
aprendí a conocer la multivaria
multitud de los astros que en el cielo,
príncipes luminosos, resplandecen,
y las estrellas, que a los hombres traen
inviernos y veranos, ortos y ocasos.

(Breve pausa)

Y ahora aguardo el signo de la antorcha,
la llama esplendorosa que de Troya
ha de traernos nuevas y el anuncio
de que al final ha sido conquistada,
pues así lo ha mandado de una esposa
el varonil e impaciente pecho.
Cada vez que me tumbo en mi camastro
perdido en la tiniebla y empapado,
y nunca visitado por los sueños
-que en vez del sueño, el terror se me acerca
y el párpado cerrar no me permite
en tranquilo reposo-, cuando quiero
cantar o bien silbar una tonada
buscando contra el sueño algún antídoto,
echo a llorar, lamento el infortunio
de una casa ya no tan bien llevada
como antaño. Mas ¡ojalá que ahora,
a través de la noche, apareciera
la llama que traerá buenas noticias,
y llegara el final de mis desdichas!

(Breve pausa. A lo lejos, de pronto, brilla una luz.)

Oh, bienvenida, antorcha que, en las sombras,
presagias ya la luz de la alborada
y en Argos el comienzo de festejos
para conmemorar esta ventura.
¡Oé, oé!
Con voz muy clara envío la consigna
a la esposa del rey, para que, presta,
se levante del lecho, y en palacio
haga entonar un canto de triunfo
en honor de esa antorcha, si es muy cierto
que la ciudad de Troya está tomada.
Y yo mismo el preludio de la danza
habré de interpretar; que esta jugada
de mis amos la apunto yo en mi haber:
¡un triple seis me vale esta fogata!

(Baila durante unos instantes)

Y que el día en que llegue a este palacio
mi señor rey, me sea concedido
sus manos estrechar entre las mías.
El resto, me lo callo: que en mi lengua
pesa un enorme buey. La casa misma
si hablar pudiera todo lo explicara.
Yo escojo, por mi parte, a quienes saben
y entienden, dirigirme. Para aquellos
que ignoran todo, todo lo he olvidado.


En Agamenón de Esquilo. Editorial Cátedra.
Traducción de José Alcina Clota

domingo, 11 de marzo de 2007

Natxo Vidal: Maderas y carbones

Pocas cosas
tan hermosas
como una caja por estrenar de lapiceros:
doce soldados fieles
perfectamente alineados,
con su carbón por dentro
y con todas las letras por delante.
Pocas cosas
tan misteriosas
como estos doce lápices,
uniformados con el color de las avispas,
brillantes todavía,
afilados cuidadosamente.
Vienen de la madera y de la mina
y se dirigen,
con desigual fortuna,
a las palabras, los números o los dibujos,
al mostrador de entrada de una cárcel.
Todos son iguales y, sin embargo,
qué vidas tan distintas les esperan.
Ignoramos
en qué manos caerán,
en qué otros labios rodarán gozosos,
madera y mina,
carbón,
a qué otras batallas prestarán
su trazo y su servicio.
Ignoramos casi todo
de los lápices:
yo nunca he terminado uno.
Un día ya no están.
Pero andan por ahí, como los hijos,
llevando nuestro aroma,
repitiendo
palabras aprendidas con nosotros.
Ahora son solamente
maderas y carbones.
Pocas cosas
tan hermosas
como estos doce lápices,
con tantas cosas dentro todavía.


Natxo Vidal
en Atrás no es ningún sitio
Aula de Poesía de la Univ. de Murcia.

domingo, 4 de marzo de 2007

Todas las cartas de amor son...

Todas las cartas de amor son
ridículas.

No serían cartas de amor si no fueran
ridículas.

En mis tiempos también escribí cartas de amor,
como las demás,
ridículas.

Cuando hay amor, las cartas de amor
tienen que ser
ridículas.

Y es que, en fin,
solo las criaturas que no han escrito jamás
cartas de amor
son las que son
ridículas.

Quién volviera a aquel tiempo en que escribí,
sin darme cuenta,
cartas de amor
ridículas.

La verdad es que hoy
mis recuerdos de aquellas cartas de amor
son los que son
ridículos.

(Todas las palabras esdrújulas,
como los sentimientos esdrújulos,
son naturalmente
ridículas.)

Fernando Pessoa
en Antología de Álvaro de Campos
Alianza Editorial
Traducción de José Antonio Llardent.

domingo, 25 de febrero de 2007

El lugar de la casa

Una casa que fuese un arenal
desierto; que ni casa fuese;
solo un lugar
donde la lumbre fuese encendida, y en torno
a ella se sentó la alegría; y calentó
sus manos; y partió porque tenía
un destino; algo sencillo
y poco, pero destino:
crecer como árbol, resistir
al viento, al rigor de la invernada,
y una mañana sentir los pasos
de abril
o, ¿quién sabe?, la floración
de las ramas, que parecían
secas, y de nuevo se estremecen
con el repentino canto de la alondra.


Eugenio de Andrade.
del libro La sal de la lengua
en Materia solar y otros libros,
Galaxia Guttenberg.
traducción de Ángel Campos Pámpano.

viernes, 16 de febrero de 2007

La señora Midas

Era a finales de septiembre. Acababa de servirme un vaso de vino, empecé
A sentirme bien mientras las verduras se cocían. La cocina
Se llenaba con su olor, se relajaba, con su vaporoso aliento
Que empañaba las ventanas suavemente. Así que abrí una,
Limpié los cristales de la otra con los dedos como si fueran un cepillo.
Él estaba de pie bajo el peral partiendo una rama.

Entonces el jardín era alargado y la visibilidad mala, al modo
En el que la oscuridad de la tierra parece beber la luz del cielo,
Pero esa rama en su mano era de oro. Y entonces él cogió
Una pera de una rama, cultivábamos Fondante d´Automme,
Y la puso en su palma como si fuera una bombilla. Una bombilla encendida.
Pensé para mí, ¿está poniendo luces de feria en el árbol?

Entró en casa. Refulgieron los pomos de las puertas.
Cerró las persianas. Ya sabes cómo es la mente; pensé
En el Campo del Paño de Oro y en la señorita Macready.
Se sentó en aquella silla como un rey en un trono reluciente.
El aspecto de su cara era extraño, salvaje, vanidoso; dije
¿qué pasa, en el nombre de Dios? Él comenzó a reírse.

Serví la comida. De entrada, mazorca de maíz.
En unos segundos él estaba escupiendo dientes de oro.
Se puso a juguetear con su cuchara, después con la mía,
luego con los cuchillos, con los tenedores.
Preguntó dónde estaba el vino. Le serví con la mano temblorosa,
Un seco y fragante blanco de Italia, luego miré
Cómo levantaba la copa, el copón, el cáliz dorado, y lo bebía.

Fue entonces cuando empecé a gritar. Él se hincó de rodillas.
Después los dos nos calmamos, terminé el vino
Yo sola, escuchándole. Le hice que se sentara
En el otro lado de la habitación y que se estuviera quieto con las manos.
Encerré al gato en el sótano. Aparté el teléfono.
El inodoro no me importaba. No daba crédito a mis oídos:

Que él había tenido un deseo. Mira, todos tenemos deseos; concedido.
¿Pero quién tiene deseos que se conceden? Él. ¿Sabes algo sobre el oro?
No alimenta a nadie, amarillo, suave, intachable; no sacia
La sed. Intentó encender un cigarrillo; miré con fijeza, hechizada,
Cómo la llama azul jugaba en el tallo amarillento. Al menos,
Dije, serás capaz de dejar de fumar definitivamente.

Camas separadas. De hecho, coloqué una silla contra la puerta,
Casi petrificada. Él estaba abajo, convirtiendo la habitación de invitados
En la tumba de Tutankamon. Sabes, éramos apasionados entonces,
En aquellos días idílicos; desenvolviéndonos el uno al otro, velozmente,
Como regalos, como comida rápida. Pero ahora temo su abrazo de miel,
El beso que haría de mis labios una obra de arte.

¿Y quién, cuando llega el momento de la verdad, puede vivir
Con un corazón de oro? Esa noche, soñé que daba a luz
Un hijo suyo, sus miembros de mineral perfecto, su pequeña lengua
Como un pestillo precioso, sus ojos de ámbar
Con sus pupilas como moscas posadas. Mi leche en el sueño
Quemaba en mis pechos. Me desperté con los rayos del sol.

Así que él tuvo que mudarse. Teníamos una caravana
En medio de la nada, en un claro aislado. Le llevé en coche
Con nocturnidad. Se sentó atrás.
Y entonces vine a casa, la mujer que se casó con el imbécil
Que soñaba con oro. Al principio, le hacía visitas, raras veces,
Aparcaba el coche a una buena distancia, y el resto caminaba.

Una sabía que se estaba acercando. Una trucha de oro
En la hierba. Otro día, una liebre colgando de un alerce,
Un precioso error limón. Y luego sus huellas,
Brillando junto a la vereda del río. Él estaba delgado,
Delirante; oyendo, decía, la música de Pan
Desde el fondo de los bosques. Escucha. Ésa fue la gota que colmó el vaso.

Lo que me fastidia ahora no es la estupidez o la avaricia
Sino que no pensara en mí. El egoísmo puro. Vendí
Lo que había en la casa y me vine aquí.
Pienso en él en ciertas luces, al amanecer, al final de la tarde,
Y una vez un cuenco de manzanas me dejó helada.
Lo que más echo de menos,
Incluso ahora, son sus manos, sus manos cálidas sobre mi piel, su tacto.

Carol Ann Duffy
Del libro The World´s Wife (1998)
Versión de Luis Muñoz

sábado, 10 de febrero de 2007

La caja de música

Poco antes de morir, en una entrevista para televisión, una periodista le preguntó a María Zambrano por las cosas que le hubiera gustado ser de pequeña. María Zambrano apenas necesitó pensar su respuesta: una cajita de música, un centinela y un caballero templario. El centinela y el caballero tenían que ver con su gusto por la filosofía, que era desvelo, estado de alerta, anhelo de conocer; la caja de música, con su amor a la poesía, que era misterio, atrevimiento, vocación nupcial. María Zambrano hablaba como el que se inclina sobre un arroyo de aguas claras que no dejan de renovarse y espera recibir de ellas algo desconocido. Por eso quería que, más allá de sus significados concretos, las palabras fueran canto, misterio, lo que tiene el poder de hechizar, como lo hace una pequeña caja que al abrirse nos entrega su música.
No estoy pensando en ese canto con que druidas, chamanes o hechiceros, en los claros del bosque, trataban de conjurar los males del mundo, sino en simples mujeres hablando. Mujeres que se inclinan sobre las cunas de sus recién nacidos y, locas de felicidad, hablan para ellos. Eso es el lenguaje, un don de la madre. Es así como los niños aprenden a hablar, escuchando a sus madres. Lo hacen desde antes de poder entenderlas, cuando siendo todavía muy pequeños escucharlas no debe de ser muy distinto para ellos a lo que es para nosotros sorprender el canto de los pájaros. Paseamos junto a una arboleda y al escuchar el tamborileo del picapinos, la melodiosa cháchara de las currucas o el canto aflautado del mirlo, nos detenemos a escuchar. Y así es como los niños recién nacidos se comportan ante el parloteo de sus madres. Las sienten entrar en la habitación y antes de ver el milagro de su rostro flotando sobre la cuna se disponen a escuchar lo que vienen a decirles. Eso es para ellos la palabra humana, el lugar donde el rostro de su madre va a aparecer. Pero hay una diferencia entre el niño y el paseante distraído del que antes hablé. El paseante sorprende el canto del pájaro como intruso, alguien que viniendo de fuera se detiene un momento en un mundo que no siendo el suyo enseguida tendrá que abandonar; mientras que el niño sabe desde muy temprano que las palabras que escucha le están destinadas. Sería como un pájaro que cantara sólo para él, que se colara por la ventana y al verle esperando en su cuna empezara con sus trinos. Así es la madre para su niño, un pájaro que está loco de amor. “Canto porque tú estás a mi lado”, le dice. Ése es el milagro de la palabra, que sólo nos busca a nosotros. Y eso es lo que siente el niño, que ese sonido mágico sólo se produce porque él está allí, que es un elemento más de esa relación misteriosa que tiene con su madre. Y es en el seno de esa relación como el niño va descubriendo que las palabras también dicen cosas, tienen un sentido. Entonces escucha a su madre decirle: “Si quieres que seamos felices, tienes que hacer lo que te pida”. El lenguaje que antes fue canto, es ahora petición, responsabilidad, búsqueda de un espacio que compartir con los otros. Tener una casa en la noche. Y si el niño acepta gustoso este cambio es porque, como en los grandes musicales del cine americano, todo esto su madre se lo pide cantando.
Nadie que haya escuchado ese canto puede olvidarlo nunca. Los escritores somos dados a señalar sin descanso las numerosas incorrecciones léxicas y sintácticas que se cometen al hablar, sabedores de que ese descuido con las palabras puede llegar a causar un daño irreparable en las almas de los que los incurren en ellos, pero esto no basta. Apollinaire dijo que la poesía era materia encantada. Y el lenguaje, incluso el más cotidiano y utilitario, nunca debe renunciar a esa dimensión poética. Hace unos días, Matilde Horne, la traductora al español de El Señor de los anillos, hablaba en este mismo periódico de su amor a las palabras y a su sonido. De su amor, por ejemplo, a la elle tartamuda de la palabra llovizna, o del escalofrío que sentía al escuchar la palabra muñón, un trozo de carne situado entre la vida y la muerte. Son esos poderes inesperados que convocamos al hablar los que hacen que nuestra lengua se transforme en esa materia encantada de la que habló Apollinaire.
Recuerdo que el primer muerto de mi vida fue un niño de meses. Estábamos en el pueblo y aquel niño era el hijo de nuestra vecina. Eran muy pobres y le habían puesto sobre la mesa de la cocina rodeado de cirios, vestido con el mismo faldón con que le habían bautizado. Estaba muy guapo y todas las mujeres lloraban a su alrededor. Por la tarde se lo llevaron en una caja blanca que cargaron otros niños del pueblo. Parecía la escena de un juego, y una de nuestras vecinas se volvió hacia mi madre y, mientras el cortejo se alejaba, le dijo resignada entre lágrimas: Angelitos al cielo y ropa al baúl. No he olvidado esa frase, que combinaba con castellano pragmatismo el misterio y el dolor de lo sucedido con la necesidad de tener que seguir adelante en aquel mundo de escasez. Los niños muertos regresaban al vasto mundo de lo increado y sus ropas se quedaban en el mundo para arropar a los que iban a nacer. A eso llamo una lengua que canta. Nuestro idioma está lleno de frases así. Perder la cabeza es ofuscarse; beber las palabras, escuchar con atención; arrastrar el ala, andar enamorado. Si decimos de alguien que no tiene corazón, estamos afirmando que se trata de una persona cruel o insensible que sólo se preocupa de sí mismo, y cuando afirmamos que el alma se nos va detrás de algo sólo estamos asegurando que lo deseamos con todas nuestras fuerzas. En todas esas frases late la nostalgia de esa cajita de música de la que habló María Zambrano. Recuerdan las voces de las madres, las cosas que le dicen al oído al niño que tienen que cuidar. Es el parloteo dulce del amor y del juego. Y nosotros temblamos al escucharlo porque, como escribió Canetti, “en los juegos verbales desaparece la muerte”. Ese juego es el que funda nuestra lengua y nuestra necesidad de hablar.
Una vez escuché a Mario Camus esta historia. Acababa de presentar en Cannes su película Los santos inocentes cuando en un restaurante parisino descubrió a Dick Bogarde unas mesas más allá de la suya. Dick Bogarde había sido el presidente del jurado y defendió con vehemencia la candidatura de Los santos inocentes para la Palma de Oro. El premio fue a parar a otra película, pero Mario Camus no quiso dejar pasar la ocasión de agradecérselo, y le escribió una pequeña nota, que le hizo llegar a través del camarero. Y Dick Bogarde, tras leerla, le respondió con una sonrisa. Luego, al terminar de comer, se despidió con un discreto gesto desde la puerta. Sin embargo, apenas habían pasado unos minutos cuando uno de los camareros se acercó a Mario Camus con una nota del actor. Sólo tenía escritas dos palabras: Milana bonita. Nadie que haya leído la hermosa novela de Delibes podrá olvidar esa frase con que el inocente Azarías se refería a su grajilla. La grajilla que volaba a su hombro cuando él la llamaba para darle de comer. Y era esa frase la que Dick Bogarde no había podido olvidar. No es extraño. Su mundo sonoro es el mundo de las madres hablando a sus niños. Milana bonita, milana bonita, así suenan sus frases llenas de bondad. Nadie sabe más del amor que los niños, por eso quieren no sólo que sus madres les hablen sino que les digan siempre las mismas cosas, como esas cajitas de música que al abrirse repiten una y otra vez la misma canción encantada. Ése debería ser nuestro compromiso con la lengua que hablamos. Hacerla vivir, respirar por ella, lograr que sus palabras conserven la memoria de ese canto que fueron alguna vez.

Gustavo Martín Garzo,
(EL PAÍS, 04/02/07)

martes, 6 de febrero de 2007

Anne Carson: El suéter azul de papá

El suéter azul de papá
Hoy cuelga del respaldo de la silla de la cocina
donde siempre me siento, cuelga
del mismo respaldo y de la misma silla donde solía sentarse.
Me lo pongo al entrar,
como él solía, sacudiendo
la nieve de sus botas.
Me lo pongo y me siento en la oscuridad.
Él no haría esto.
Lajas de frío caen desde el hueso de la luna.
Sus leyes eran un secreto.
Pero recuerdo el momento en que supe
que perdía el juicio dentro de sus leyes.
Estaba de pie en la curva de la entrada cuando lo vi.
Llevaba puesto el suéter azul con los botones abrochados hasta
el cuello.
No sólo porque era una calurosa tarde de julio
pero la mirada en su rostro...
como un niño a quien la tía vistió temprano en la mañana
antes de un largo viaje
en trenes fríos y venteados andenes
sentado muy tieso en la orilla de su asiento
mientras las sombras, como largos dedos,
sobre almiares dejados atrás,
aún lo estremecen
porque él viaja mirando hacia atrás.

Anne Carson
ha publicado La belleza del marido
en castellano.

lunes, 5 de febrero de 2007

Ondas de radio

A Antonio Machado


La lluvia ha cesado, y la luna ha salido.
No entiendo nada de las ondas de radio.
Pero creo que se transmiten mejor justo
después de llover, cuando el aire está húmedo.
En cualquier caso, ahora puedo coger Ottava, si quiero,
o Toronto. Últimamente, de noche, me sorprendo
ligeramente interesado por la política canadiense
y sus asuntos internos. Es verdad. Pero normalmente
lo que buscaba era sus emisoras con música. Me siento
aquí en la butaca y escucho, sin tener nada que hacer,
o pensar. No tengo televisor, y dejé de leer
los periódicos. De noche pongo la radio.
Cuando escapé aquí trataba de alejarme
de todo. Especialmente de la literatura.
De lo que ella entraña, y de lo que trae a rastras.
Hay en el alma un deseo de no pensar.
De estar quieto. Emparejado con éste,
un deseo de ser estricto, sí, y riguroso.
Pero el alma también es una afable hija de puta
no siempre de fiar. Y olvidé eso.
Escuché cuando dijo: Mejor cantar a lo que se ha ido
y nunca volverá que a lo que aún sigue
con nosotros y estará con nosotros mañana. O no.
Y si no, también está bien.
Tampoco importa demasiado, dijo, si un hombre nunca canta.
Esa es la voz que escuché.
¿Puede imaginarse que alguien piense cosas así?
¡Qué absurdo!
Pero tengo estas estúpidas ideas de noche
cuando me siento en la butaca y oigo la radio.
Entonces, Machado, ¡su poesía!
Era como un hombrecillo mayor que se vuelve
a enamorar. Una cosa digna de observar,
y embarazoso, además.
Y llevo tu libro a la cama conmigo
y me duermo con él a mano. Un tren pasó
en mis sueños una noche y me despertó.
Y lo primero que pensé, el corazón acelerado
allí en el dormitorio a oscuras, fue esto:
Todo es perfecto, Machado está aquí.
Entonces me volví a dormir.
Hoy llevé tu libro conmigo cuando salí
a dar mi paseo. “¡Presta atención!” -decías,
cuando alguien preguntó qué hacer con su vida.
Conque miré alrededor y tomé nota de todo.
Luego me senté al sol, en mi sitio
de junto al río desde donde puedo ver las montañas.
Y cerré los ojos y escuché el sonido
del agua. Luego los abrí y me puse a leer
«Abel Martín».
Esta mañana pensé mucho en ti, Machado.
Y espero, incluso cara a lo que sé de la muerte,
que recibirás el mensaje que pretendo enviarte.
Pero está bien aunque tú no lo recibas. Que duermas bien.
Descansa. Antes o después espero que nos veamos.
Y entonces yo podré decirte estas cosas directamente.

Raymond Carver
Bajo una luz marina,
Editorial Visor

lunes, 29 de enero de 2007

Como terminan los payasos

Un viejo payaso reparte folletos en la estación, anuncian
un circo ambulante.Sin duda, es así como terminan
los payasos: sustituyendo una máquina (o a un niño).
Lo observo atento: quiero saber cómo terminan los payasos.

Entre la melancolía y la salvaje risa contagiosa
desaparece lentamente el equilibrio lleno de encanto;
año tras año el surco de las mejillas es más profundo,
y al final queda la desesperanza de una nariz demasiado grande

y movimientos torpes de anciano, ya no son una parodia
de los saludables e irreflexivos, son un panfleto que culpa
la imperfecta constitución del cuerpo, el error
del arquitecto. Queda la luz de la ancha frente, la lámpara
de una tez demasiado blanca (ahora sin polvo), unos labios
finos y unos ojos por los que mira ya un extraño, se asoma
con frialdad alguien que podría ser el futuro inquilino del rostro
(si se consiguiese prorrogar el alquiler de esa tristeza).

Es así como terminan los payasos, cuando se adentra en nosotros
la gran indiferencia del mundo, amargamente, como plomo en la boca.

Adam Zagajewski
Deseo,
traducción de X. Farré
Acantilado.

domingo, 28 de enero de 2007

pequeña caja de tormentas

Entre borrascas y anticiclones. Entre tú y yo. Entre A y B. Esta pequeña caja de tormentas se abre, se despliega, se expande. Bienvenidos.