sábado, 27 de diciembre de 2008

Luis Levante: Enterrados

Ahora sólo escuchaba el silbido del viento que levantaba enormes nubes de polvo. Le dolía todo el cuerpo, pero su mente iba recuperando la lucidez. Tumbada sobre el suelo no podía ver a sus perseguidores, de manera que tampoco ellos la tenían a la visa. Movió un poco el cuerpo y se palpó la espalda sin incorporarse. No tenía sangra ni heridas: la bala había pasado de largo. Casi instintivamente se apretó contra el suelo y comenzó a excavar con las dos manos. La arena estaba muy blanca, y el viento ayudaba en la tarea. Ella misma se sorprendió de la rapidez con que había empezado a funcionar su mente. Poco a poco comenzó a cavar también con los pies, con las piernas, con todo el cuerpo. En pocos minutos había hecho un hueco considerable en la arena. Se dio la vuelta, dentro del agujero, y comenzó a taparse con la tierra. Se colocó la melfa sobre la cara y fue cubriéndola también con mucha dificultad. El viento hizo el resto. Al cabo de un rato quedó totalmente enterrada, con el rostro apenas a unos centímetros de la superficie. Podía escuchar muy bien el sonido del viento e incluso, cuando cambiaba la dirección, le llegaban las palabras de Le Monsieur y de sus hombres.

Aza había escuchado muchas veces a sus mayores contar historias de la guerra. A base de oírlas dejó de prestarles atención, pero nunca las olvió del todo. Fueron muchos los saharauis que en la década de los setenta habían pasado de pastores a guerreros y habían rescatado las formas de guerra de sus antepasados. En las emboscadas a los marroquíes, los saharauis utilizaban con frecuencia la técnica del enterramiento. El tío de Aza le contó muchas veces cómo, enterrado en la arena, había sentido un carro de combate enemigo que pasaba por encima de él. Pero había que tener mucha sangre fría; eso también lo dijo muchas veces su tío. Aza intentó recordar aquellas historias mientras permanecía enterrada. Ahora se arrepintió de no haber estado más atenta, o de no haber reconocido la utilidad de aquella técnica de guerrilla.

El corazón se movía en su pecho como una bomba a punto de reventar. Aza sabía bien que su peor enemigo eran los nervios. Trató de pensar en cosas agradables. Pensó en su hijo, en su madre. Recordó el Malecón de La Habana, con aquellos coches antiguos que lo cruzaban milagrosamente. El viento del desierto se fue pareciendo al viento del Caribe que estrellaba las terribles olas contra las piedras del Malecón. Pensó en el día de su boda. Respiraba con dificultad, pero poco a poco se fue tranquilizando; hasta que sus pensamientos se confundieron con las voces de aquellos hombres despreciables que creían haberla matado.

Luis Leante
en Mira si yo te querré.
Alfaguara.

domingo, 7 de diciembre de 2008

Amor y enfermedad

Señor, mi padre dijo que os podríais curar si os bañáis en la sangre de una doncella. Yo soy doncella y quisiera ofreceros mi sangre.


El rey permaneció inmovilizado por el asombro y la alegría. ¿Sería posible aquel milagro cuando ya había perdido toda esperanza? No, no podía ser. Ocurriría como las otras veces. Con una voz donde se traslucía una íntima amargura, dijo:


-Te obliga tu padre, ¿verdad?


-No, no, el no quiere —respondió apresuradamente la doncella—. Soy su única hija, lo único que tiene, pues mi madre murió, y no quiere perderme por nada del mundo. Por eso tuve que aprovechar su sueno para poder decíroslo.


-Entonces—exclamo el rey asombrado— ¿por que lo haces? ¿Piensas que tu padre apreciara mas poseer la mitad de mis tesoros que tu vida?


-Pero si yo no quiero vuestros tesoros, señor.


-¿Qué quieres entonces? ¿Por qué lo haces?


Pero la muchacha no contestó. Permanecía ante el rey, con la cabeza inclinada, guardando un doloroso silencio. El rey retiro el velo de su rostro y vio una cara bella como la luna, arrebolada por el rubor. Dulcemente, tomándola de la barbilla, levanto su cabeza y volvió a preguntar.


-¿Dime, pequeña, por que lo haces?


-Señor, desde muy niña me asomaba a la celosía cuando paseabais por el jardín para veros pasar. No había en el mundo nada más hermoso. Después enfermasteis. Era tan triste veros así, tan triste...


Se había interrumpido ahogada por las lágrimas. Y el gran rey sintió algo que nunca había sentido. Aquella niña a la que ni recordaba haber visto le había amado durante anos, le había amado con un amor sin esperanza, con un amor tal que ahora le ofrecía su vida para salvarle.


-¿Cómo podría agradecértelo?—dijo mientras le acariciaba los cabellos—. ¿Si pudiera hacer algo por ti, algo que compensara tu sacrificio?


-Sí puede. Puede darme algo. Lo que más he deseado, lo que siempre soñé. Un día antes de verter mi sangre, tomadme por esposa.


Y así fue como el rey desposo a la doncella que al día siguiente había de ser sacrificada para que el recobrase su salud. Fue solo una ceremonia simbólica, pues la muchacha debería llegar virgen al sacrificio.


Pero al día siguiente ese sacrificio no se realizó. Ni al otro. Ni al otro... A1 gran rey le había ocurrido algo extraño. Le faltaba el valor para ordenar la muerte de aquella criatura tan dulce, tan bella, que le amaba tanto y a la que el también amaba cada día mas. Por eso fue posponiéndolo hasta que una noche entro con ella en la cámara nupcial para perder entre los brazos de su amada su única oportunidad de salvar la vida.


Por amor, el rey había renunciado a curar su lepra. Esa lepra que, también por amor, iba muy pronto a pudrir las dulces carnes de su bien amada. Murieron el mismo día y a la misma hora y fueron enterrados el uno junto al otro. Y cuentan allá en Oriente que en su mausoleo nacieron dos rosales, un rosal de rosas rojas y otro de rosas blancas, que se buscan y entrecruzan como si se abrazasen. Y esta es la historia que yo escuche cuando estaba en Trípoli sobre el rey leproso y la doncella, pero en verdad no sabría decir si en realidad sucedió o se trata solo de una de las muchas leyendas que por allí se narran...


Antonio Martínez Menchén

en La espada y la rosa

Alfaguara.

sábado, 29 de noviembre de 2008

Dos poemas de Nuno Júdice

FIGURA CON REALIDAD


Te escribo ahora, por dentro de este poema.
Podría soñar que vas a nacer de dentro de él, o
que estás dentro de él
como la flor futura habita el centro del invierno.
La analogía es el punto adonde el poema va a beber,
como se va a la fuente, o como se oye, en el silencio
de la tierra, un rumor de aguas subterráneas.
Entonces, tu voz se abre, como si fuese
la propia flor. Entra en mí,
y recorre los espacios desiertos de mi alma,
como si un viento empujase las puertas y las ventanas,
atravesase las salas, y avivase el fuego
en las cenizas del corazón. Me limito
a oírte en el intervalo de los versos, mientras
la vida reemprende, despacio, su curso:
oraciones por dividir, una enunciación de figuras
de retórica, el paralelismo
de ciertas comparaciones. Todo esto desembocaría,
como es evidente, en el ritmo
al que el poema obedece si no te encontrase
en cada cesura, como si tu imagen insistiese
en llenar los vacíos de la palabra. Entonces,
dejo que entres dentro del poema; y te veo
avanzar por las frases, hasta el final de la línea,
donde te espero,
como si cada sueño no se deshiciese
con el aire.
____________

FONS VITAE


Las confidencias se quedan en el cielo de la boca
como las nubes lentas del otoño. Las soplo,
para que el cielo se limpie y sólo una niebla vaga
se pegue a lo que me quieres decir; pero
me arrimas los labios al olvido, y tú, sí,
eres quien me cuentas qué cielo es éste, y de dónde
vienen las nubes que lo cubren. Sentimientos,
emociones, pasiones, se interponen entre
cada frase. No hay otros asuntos
cuando nos encontramos, y me empiezas a hablar,
como si fuese el corazón la única
fuente de lo que decimos.


Nuno Júdice
en Tú, a quien llamo amor (antología).
Hiperión. 2008.
Traducción de Jesús Munárriz.

domingo, 23 de noviembre de 2008

Dublineses

Ella dormía profundamente.

Gabriel, apoyado en un codo, miró por un rato y sin resentimiento su pelo revuelto y su boca entreabierta, oyendo su respiración profunda. De manera que ella tuvo un amor así en la vida: un hombre había muerto por su causa. Apenas le dolía ahora pensar en la pobre parte que él, su marido, había jugado en su vida. La miró mientras dormía como si ella y él nunca hubieran sido marido y mujer. Sus ojos curiosos se posaron un gran rato en su cara y su pelo, y, mientras pensaba cómo habría sido ella entonces, por el tiempo de su primera belleza lozana, una extraña y amistosa lástima por ella penetró en su alma. No quería decirse a sí mismo que ya no era bella, pero sabía que su cara no era la cara por la que Michael Furey desafió la muerte.


Quizá ella no le hizo a él todo el cuento. Sus ojos se movieron a la silla sobre la que ella había tirado algunas de sus ropas. Un cordón de corpiño colgaba hasta el piso. Una bota se mantenía en pie, su caña fláccida caída; su compañera yacía recostada a su lado. Se extrañó ante sus emociones en tropel de una hora atrás. ¿De dónde provenían? De la cena de su tía, de su misma arenga idiota, del vino y del baile, de aquella alegría fabricada al dar las buenas noches en el pasillo, del placer de caminar junto al río bajo la nieve. ¡Pobre tía Julia! Ella también sería muy pronto una sombra junto a la sombra de Patrick Morkan y su caballo. Había atrapado al vuelo aquel aspecto abotargado de su rostro mientras cantaba Ataviada para el casorio. Pronto, quizá, se sentaría en aquella misma sala, vestido de luto, el negro sombrero de seda sobre las rodillas, las cortinas bajas y la tía Kate sentada a su lado, llorando y soplándose la nariz mientras le contaba de qué manera había muerto Julia. Buscaría él en su cabe algunas palabras de consuelo, pero no encontraría más que las usuales, inútiles y torpes. Sí, sí, ocurrirá muy pronto.

El aire del cuarto le helaba la espalda. Se estiró con cuidado bajo las sábanas y se echó al lado de su esposa. Uno a uno se iban convirtiendo ambos en sombras. Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida. Penso cómo la mujer que descansaba a su lado había evocado en su corazón, durante años, la imagen de los ojos de su amante el día que él le dijo que no quería seguir viviendo.

Lágrimas generosas colmaron los ojos de Gabriel. Nunca había sentido aquellos por ninguna mujer, pero supo que ese sentimiento tenía que ser amor. A sus ojos las lágrimas crecieron en la oscuridad parcial del cuarto y se imaginó que veía que veía una figura de hombre, joven, de pie bajo un árbol anegado. Había otras formas próximas. Su alma se había acercado a esa región donde moran las huestes de los muertos. Estaba consciente, pero no podía aprehender sus aviesas y tenues presencias. Su propia identidad se esfumaba a un mundo impalpable y gris: el sólido mundo en que estos muertos se criaron y vivieron se disolvía consumiéndose.

Leves toques en el vidrio lo hicieron volverse hacia la ventana. De nuevo nevaba. Soñoliento, vio cómo los copos, de plata y de sombras, caían oblicuos hacia las luces. Había llegado la hora de variar su rumbo al Poniente. Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía suave sobre el mégano de Allen y, más al Oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía así en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos.


En Los muertos, relato incluido en Dublineses
de James Joyce.
Alianza Editorial.
Traducción de Guillermo Cabrera Infante.

El video es la última escena de la película homónima de John Huston.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Dos poemas de El iris salvaje de Louise Glück

PRESQUE ISLE

En cada vida hay un momento o dos.
En cada vida, una habitación en algún lado, junto al mar o en las montañas.

Sobre la mesa un plato de albaricoques. Huesos en un cenicero blanco.

Como todas las imágenes, fueron éstas las condiciones de un pacto:
un rayo de sol que tiembla en tu mejilla,
mi dedo que presiona tus labios.
Las paredes blanquiazules; la agrietada pintura del modesto estudio.

Esa habitación existe aún, en el piso cuarto,
con su pequeño balcón, con sus vistas al mar.
Una habitación cuadrada y blanca, con la sábana deshecha al borde de la cama.
No se ha disuelto en nada, no se ha vuelto real.
Por la ventana abierta el aire marino huele a yodo.

Por la mañana temprano, un hombre grita a un niño
que salga del agua. El niño tendría ahora veinte años.

Alrededor de tu rostro se agita el pelo húmedo, con vetas de color castaño.
Muselina, un pesado jarrón, unas cuantas peonías,
un temblor plateado.
____________


VÍSPERAS


Ya nunca me pregunto dónde estás.
Estás en el jardín: estás donde está John,
abstraído, en el polvo, con su pala verde en la mano.
Así trabaja: quince minutos de intensa albor,
otros quince de contemplación extática. A veces
trabajo a su lado, en la tarea que me toca,
deshierbando, limpiando las lechugas; a veces
lo miro desde el portal de la parte alta del jardín
hasta el crepúsculo, que transforma en linternas
los primeros lirios: en todo ese tiempo
la paz no lo ha dejado. Pero eso me recorre
no como el sustento de la flor, sino
como la luz brillante que atraviesa el árbol desnudo.

Louise Glück
en El iris Salvaje.
Pre-textos.
Traducción de Eduardo Chirinos.

Más aquí

domingo, 9 de noviembre de 2008

Javier Moreno: Dos fragmentos de Click

Cuando estamos acompañados podemos charlar, contarle a esa otra persona nuestra historia, los pequeños detalles de los que se componen los días. Entonces nuestra vida cristaliza en la memoria bajo la forma de un relato donde nosotros somos los protagonistas. Cuando ese alguien nos falta, los acontecimientos se suceden sin un hilo que los mantenga unidos. La soledad convierte la experiencia en una masa indistinta, sin principio ni fin. Para el solitario las vivencias se acumulan en una contigüidad insoportable. Estoy solo. Ya lo saben. Además, tengo la impresión de que casi siempre lo he estado. Y sin embargo hay alguien, tiene que haber alguien a quien contarle esta historia. Alguien del otro lado. Mi salvación.
______________


Qué ocurre si existe un momento en la vida en que creemos alcanzar la felicidad con la punta de los dedos... Más o menos como esa escena de la creación en la Sixtina (ya saben, los dedos de Adán y de Dios separados apenas por unos centímetros). Y, cuando estábamos a punto de conseguir la dicha, nuestro objeto de deseo se retira, nos da la espalda para sumergirse en un paraíso inalcanzable. Dónde buscar la entereza para afrontar entonces lo que nos resta de vida, cómo sobrevivirnos cuando sabemos que lo máximo que podremos conseguir es una especie de sucedáneo que arrojaríamos con melancólico placer al cubo de la basura. Hay grietas imposibles de tapar, hay heridas que nunca dejarán de sangrar. Hay un dolor inasequible a todos los calmantes.


Javier Moreno
en Click.
Candaya, 2008.

domingo, 12 de octubre de 2008

Advertencia de un hombre morbosamente virtuoso



La mayoría de los que leemos libros es posible que hayamos oído hablar de una Sociedad para el Fomento del Vicio, del Club del Fuego Infernal, fundado en el último siglo por Sir Francis D-, etc. En Brighton, según tengo entendido, se fundó una Sociedad para la Supresión de la Virtud. Esta sociedad fue asimismo suprimida, pero lamento decir que existe otra en Londres de un carácter aún más atroz. En vista de sus inclinaciones le vendría bien la denominación de Sociedad para el Incentivo del Asesinato, pero, aplicándose un delicado Ευοημτςηος, se llama la Sociedad de Entendidos en Materia de Asesinatos. Sus miembros se precian de su curiosidad por todo lo relativo al crimen, de ser amateurs y dilettanti de todas las formas de derramamiento de sangre, en suma. de ser aficionados al asesinato. Cada vez que en los anales de la policía europea aparece una atrocidad de esta clase, se reúnen y la critican como si fuera un cuadro, una estatua o cualquier otra obra de arte. No hará falta que me tome el trabajo de intentar describir el espíritu que preside sus actividades, pues el lector podrá apreciarlo mejor en una de sus conferencias mensuales pronunciada ante la sociedad el año pasado. Dicha conferencia ha caído en mis manos por casualidad, pese a toda la vigilancia ejercida para que no se hagan públicas sus deliberaciones. Al verla publicada se sentirán alarmados, y éste es precisamente mi propósito. Pues prefiero, con mucho, que la sociedad se disuelva tranquilamente mediante un llamamiento a la opinión pública, sin necesidad de mencionar nombres, como sería el caso si recurriera a los tribunales de Bow Street, a los que, sin embargo, no dudaría en recurrir si mis medidas no obtuviesen el éxito esperado. Mi sentido de la virtud no puede permitir que semejantes cosas puedan producirse en un país cristiano. Incluso en tierra de paganos, la tolerancia pública del asesinato -esto es, los terribles espectáculos en el circo- considerada por un escritor cristiano corno el más vivo reproche que podía hacerse a la moral pública. Este escritor es Lactancio, y creo que sus palabras son singularmente aplica a la presente ocasión: «Quid tam horribile», dice, tam tetrum, quam hominis trucidatio? Ideo severissimis legibus vita nostra munitur; ideo bella execrabilia sunt. Invenit tamen consuetudo quatenus homicidium sine bello .ad sine legibus faciat: et hoc sibi voluptas quod scelus vindi- Quod si interesse homicidio sceleris conscientia est, et cidem facinori spectator obstrictus est cui et admissor; ergo et in his gladiatorum caedibus non minus cruore profunditur qui spectat, Quam ille qui facit: nec potest esse immunis a sanguine qui voluit effundi; aut videri non interfecisse, qui interfectori et favit et proemium postulavit». «¿Qué cosa es tan terrible», dice Lactancio, «tan funesta y repugnante, como el asesinato de una criatura humana? Por esta razón nuestra vida se protege con las leyes más severas; por esta razón, las guerras son objeto de execración. Y, sin embargo, en Roma la costumbre tradicional ha permitido una forma de autorizar el asesinato aparte de en la guerra y en contradicción con el derecho, y las exigencias del gusto (voluptas) han llegado a equipararse a las del crimen». Que la Sociedad de Caballeros Aficionados lo tenga presente; y permítanme llamar la atención sobre la última frase, de tanto peso que me atrevería a traducirla así: «Ahora bien, si el mero hecho de presenciar un asesinato atribuye a un hombre la cualidad de cómplice, si ser un simple espectador basta para que compartamos la culpa del autor, de ello se deduce necesariamente que en los crímenes del anfiteatro la mano que inflige el golpe fatal no está más empapada de sangre que la de quien contempla pasivamente el espectáculo, ni tampoco puede , ni tampoco puede estar limpio de sangre quien no impida que se derrame, ni tampoco queda exento de participar en el crimen quien aplaude al asesino y reclama premios para él». Aún no he oído que se acuse a los Caballeros Aficionados de Londres de «proemia postulavit», aunque es indudable que sus actividades tienden a ello, pero el nombre mismo de su sociedad implica el «interfectori favit», y ello se expresa en cada una de las líneas de la conferencia que sigue a continuación.

X.Y. Z.

Thomas de Quincey,
en Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes y otras obras selectas.
Valdemar.

sábado, 4 de octubre de 2008

Agujero negro


Charles Burns
en Agujero negro.
La cúpula Comix.

Te quiero a las diez de la mañana

TE QUIERO A LAS DIEZ DE LA MAÑANA, y a las once, y a las doce del día. Te quiero con toda mi alma y con todo mi cuerpo, a veces, en las tardes de lluvia. Pero a las dos de la tarde, o a las tres, cuando me pongo a pensar en nosotros dos, y tú piensas en la comida o en el trabajo diario, o en las diversiones que no tienes, me pongo a odiarte sordamente, con la mitad del odio que guardo para mí.

Luego vuelvo a quererte, cuando nos acostamos y siento que estás hecha para mi, que de algún modo me lo dicen tu rodilla y tu vientre, que mis manos me convencen de ello, y que no hay otro lugar en donde yo me venga, a donde yo vaya, mejor que tu cuerpo. Tú vienes toda entera a mi encuentro, y los dos desaparecemos un instante, nos metemos en la boca de Dios, hasta que yo te digo que tengo hambre o sueño.

Todos los días te quiero y te odio irremediablemente. Y hay días también, hay horas, en que no te conozco, en que me eres ajena como la mujer de otro. Me preocupan los hombres, me preocupo yo, me distraen mis penas. Es probable que no piense en ti durante mucho tiempo. Ya ves. ¿Quién podría quererte menos que yo, amor mío?

Jaime Sabines
en Uno es el poeta (Antología)
Visor.

Puedes escucharlo en la voz del poeta pinchado aquí.

sábado, 30 de agosto de 2008

Propuesta de lecturas de Michel Onfray



Por mi parte, desearía más bien incluir mi trabajo entre lo que todavía falta en las páginas de las historias del anarquismo publicadas en estos tiempos, las que forman parte de Mayo del 68 en adelante. No los hechos mismos, sino las ideas que los producen, los acompañan y derivan de ellas: así pues, es necesario reconsiderar a Henri Lefebvre y su La vida cotidiana en el mundo moderno, releer el Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones de Raoul Vageigem, retomar Vigilar y castigar de Foucault y Mil mesetas de Deleuze y Guattari o bien Imperio de Michael Hardt y Toni Negri. Sin que esos autores reivindiquen la posición libertaria, sus trabajos permiten un análisis anarquista contemporáneo más a fondo que el archivo de Jean Grave, Han Ryner o Lacaze-Duthiers...


Michel Onfray
en Lafuerza de existir. Manifiesto hedonista.
Traducción de Luz Freire
Anagrama.

lunes, 11 de agosto de 2008

Fragmento de Biografía del hambre

Leí La cartuja de Parma por primera vez. Como todos los relatos en los que la cárcel desempeña un papel, aquel texto me dejó estupefacta: sólo la prisión hacía que el amor fuera posible. No sabía por qué me sentía tan identificada con aquello.


Por otro lado, no existía nada más civilizado que aquel libro. La anorexia me mantenía alejada de la civilización y sufría por ello. También leía apasionadamente libros sobre los campos de concentración, Mi oficio es la muerte, Sí esto es un hombre. A través de la pluma de Primo Levi, descubrí la frase de Dante: «Los hombres no están hechos para vivir como bestias.» Yo vivía como una bestia.


Fuera de esos raros momentos de lucidez en los que se me aparecía el lado sórdido de la enfermedad, me vanagloriaba de ella. La inhumanidad de mis condiciones de vida me inspiraban orgullo.


Me repetía que era bueno actuar contra mí, que tanta hostilidad hacia mí misma me resultaría saludable. Recordaba el verano de mis trece años: era una larva de la que no salía nada. Ahora que ya no comía, tenia una intensa actividad física y mental. Había vencido el hambre y, en adelante, disfrutaba de la embriaguez del vacío.


En realidad, había llegado al paroxismo del hambre: tenía hambre de tener hambre.

Amélie Nothomb

En Biografía del hambre.

Quinteto.

Traducción de Sergi Pàmies.

viernes, 8 de agosto de 2008

Nunca se logra hablar de lo que se ama

No exige demasiado esfuerzo imaginar el comienzo de la breve y verdadera historia del último viaje y último texto de Roland Barthes. Es una historia que, aunque parezca mentira, cuenta la verdad sobre Barthes, la escritura y el amor. Y la cuenta sin perder de vista que, como dice Juan José Saer, la verdad no es necesariamente lo contrario de la ficción.

Barthes hace un breve viaje a Italia, será el último de su vida pero no lo sabe. De noche, en la estación de Milán, el tiempo es frío, brumoso, pegajoso. Un tren está a punto de partir. Sobre cada vagón hay un letrero amarillo con las palabras Milano-Lecce. Barthes, que acaba de llegar de París, tiene entonces una ensoñación: tomar ese tren, viajar toda la noche, encontrarse a la mañana siguiente en la luz, la dulzura, la calina de una ciudad extrema.

La descripción de esta ensoñación abre su breve reflexión sobre el amor, Stendhal y la escritura, reflexión que se convertirá en u n texto truncado no acabado, el último de su vida, aunque por supuesto él no lo sabe. Lo que sí sabe al sentirse atraído por el tren nocturno en Milán es que le importa mucho parodiar a Stendhal, también viajero por Italia, y exclamar, allí junto a la vía que lleva al sur: «¡Así que veré la hermosa Italia! ¡Qué loco soy aún a mi edad!». ¿En qué consiste esa locura? Pues sencillamente -aunque esto Stendhal, como cualquier persona que cae enamorada, no podía saberlo- en algo que en un primer momento no es fácil de adivinar, tal vez porque es una realidad cruda: la hermosa Italia, al igual que la persona amada, está siempre más lejos, en otro lado. Aunque Stendlhal nunca lo supo, su Italia fue siempre en realidad una imagen fantasmática que irrumpió en su vida con la misma fuerza que irrumpe el amor que, como se sabe, realiza su entrada en el teatro del mundo con sus famosos coups de foudre. Se deja seducir Stendhal tanto por Italia que todo lo que encuentra en ese país le gusta, hasta de las costillitas empanadas de la cocina italiana se enamora.

Ya se sabe, de la amada nos gusta todo. El propio Stendhal, viéndose tan seducido por Italia, advierte qué clase de movimiento del alma le une a ese país y señala también la rareza que ese sentimiento contiene: «Es como el amor, y sin embargo no estoy enamorado de nadie, qué raro». Estupor. Se dedica en sus Diarios a decir todo el rato su amor por Italia, pero no lo comunica, no sabe explicarlo, sus palabras son como garabatos que dicen el amor pero también la impotencia de decirlo y de razonarlo, «tal vez -dice Barthes en su último texto- porque ese amor se sofoca en su propia vivacidad» tal vez porque el enamorado Stendhal habita en ese espacio aún privado de lenguaje adulto en el que se mueven quienes todavía no han conseguido darle forma a la imaginación y creación propias. «Para limitarnos a estos Diarios de Stendlhal que dicen el amor por Italia pero no lo comunican, podríamos repetir melancólicamente (o trágicamente) que nunca se logrará hablar de lo que se ama» escribe Barthes.

Pero hay que decir que sólo en sus Diarios no logró Stendhal comunicar bien su amor por Italia. Porque veinte años más tarde, por una suerte de efecto tardío que también pertenece a la lógica retorcida del amor, Stendlhal escribe sobre Italia páginas triunfales que logran esta vez sí transmitirnos una imparable pasión por ese país amado. Esas páginas son las que están al principio de La cartuja de Parma, por ejemplo. ¿Qué ha sucedido para que se haya producido esta transformación? Tenemos, por supuesto, aun escritor ya más curtido. Pero, por encima de todo, lo que ha sucedido es que Stendlhal ha recorrido la distancia que hay entre el diario de viaje y La cartuja. Y esa distancia es la escritura.

Barthes llega a esta conclusión mientras se sube el cuello de su abrigo en la estación de Milán. El tiempo es frío, brumoso, pegajoso. Llegó la hora de partir hacia la luz, la ternura, la calma de esa ciudad extrema que a veces llamamos Muerte. Barthes está terminando de escribir su último texto, un texto que no acabará y quedará truncado, aunque hoy lo veo como el texto truncado más perfecto que he leído, pues es como si involuntariamente nos estuviera señalando que después de decir que nunca logramos hablar de lo que amamos, ya no es necesario añadir nada más. Un tren parte hacia Lecce, pero Barthes no lo tomará, se quedará en Milán, enamorado. Veinte años de escritura le contemplan. «¿Qué es la escritura? Un poder, fruto probable de una larga iniciación, que vence la estéril inmovilidad de la imaginación enamorada y da a su aventura una generalidad simbólica».

En su juventud Stendhal, cuando mentía, decía aburrirse. En su Diario, donde nos aburre con su amor chato y casi inexpresado por Italia, nos dice la aburrida verdad. Aun no sabía él en esos días que existía la mentira o ficción novelesca que sería a la vez -curioso salto, que sólo se explica por la potencia de la escritura- desvío de la verdad y expresión por fin plenamente bien dicha de su pasión italiana. Diferencia esencial entre la escritura y la verdad, aunque no debemos perder de vista que, como dijimos antes, la verdad no es necesariamente lo contrario de la ficción.

Enrique Vila-Matas

En El viento ligero en Parma.

Editorial Sextopiso.

La señora M


Una de las pocas personas que saben que aún existo es la señora M., de la tienda de la esquina. Dos veces por semana me trae lo que necesito para vivir, pero no es que se mate por el peso. La veo muy de tarde en tarde, porque tiene una llave del piso y deja la compra en la entrada, es mejor así, de ese modo nos protegemos mutuamente, y mantenemos una relación pacífica, casi diría amistosa.

Pero una vez que la oí abrir la puerta con su llave, me vi obligado a llamarla. Me había caído y me había dado un golpe en la rodilla, y era incapaz de llegar hasta el diván. Por suerte, era uno de los días en que le tocaba subirme la compra, así que solo tuve que esperar cuatro horas. La llamé cuando llegó. Quiso ir a buscar un médico inmediatamente, su intención era buena, solo es la familia más allegada la que llama al médico de mala fe, cuando quiere librarse de la gente mayor. Le expliqué lo necesario sobre hospitales y residencias de ancianos sin retorno, y la buena mujer me puso una venda. Luego hizo tres sándwiches que me dejó en una mesa junto a la cama, además de una botella de agua. Al final, llegó con una vieja jarra que encontró en la cocina. «Por si la necesita», dijo.

Y se marchó. Por la noche me comí un sándwich, y mientras me lo estaba comiendo vino a verme. Su visita fue tan inesperada que he de admitir que me vencieron los sentimientos, y dije: «Qué buena persona es usted». «Bueno, bueno», dijo escuetamente, y se puso a cambiarme la venda. «Esto le irá bien», dijo y añadió: «Así que no quiere saber nada de las residencias de ancianos; por cierto, supongo que sabe que ahora no se llaman residencias de ancianos, sino residencias de la tercera edad». Nos reímos los dos de buena gana, el ambiente era casi alegre. Es un placer encontrarse con personas que tienen sentido del humor.

La pierna me estuvo doliendo durante casi una semana, y ella vino a verme todos los días. El último día dije: «Ahora estoy bien, gracias a usted». «Bueno, no se ponga solemne -me interrumpió-, todo ha ido perfectamente.» En eso tuve que darle la razón, pero insistí en que, sin ella, mi vida podría haber tomado un desgraciado rumbo. «Bah, se las habría arreglado de una u otra manera -contestó-, es usted muy terco. Mi padre se parecía a usted, así que sé muy bien de lo que hablo.» Me pareció que estaba sacando conclusiones sobre una base demasiado endeble, pues no me conocía, pero no quise que pareciera una reprimenda, de modo que me limité a decir: «Me temo que piensa demasiado bien de mí». «Oh, no -contestó-, debería usted haberlo conocido, era un hombre muy difícil y muy testarudo. » Lo decía completamente en serio, admito que me impresionó, me entraron ganas de reírme de alegría, pero me mantuve serio y dije: «Comprendo. ¿También su padre llegó a muy mayor?». «Ah sí, muy mayor. Hablaba siempre mal de la vida, pero nunca he conocido a nadie que se esforzara tanto por conservarla.» A eso podía sonreír sin problemas, resultó liberador, incluso me reí un poco, y ella también. «Supongo que usted también es así», dijo, y me preguntó impulsiva si le dejaba leerme la mano. Le tendí una, no recuerdo cuál de las dos, pero quiso la otra. La miró muy atenta durante unos instantes, luego sonrió y dijo: «Justo lo que me figuraba, debería usted haber muerto hace mucho tiempo».


Kjell Askildsen

en Todo como antes.

Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo.

en Debolsillo/Lengua de trapo.


martes, 29 de julio de 2008

Fragmentos de En el camino

-No puede seguir más allá - dijo sencillamente Dean, y se apeó y volvió caminando por el sembrado, unos quinientos metros, en calzoncillos a la luz de la luna. Llegamos a casa y nos metimos en la cama. Todo era un terrible lío: mi amiga, los coches, los chicos, la pobre Frankie, el cuarto de estar lleno de latas de cerveza, y yo trataba de dormir. Un grillo me mantuvo despierto durante cierto tiempo. De noche, en esta parte del Oeste, las estrellas, lo mismo que había comprobado en Wyoming, son tan grandes como luces de fuegos artificiales y tan solitarias como el Príncipe del Dharma que ha perdido el bosque de sus antepasados y viaja a través del espacio entre los puntos de la luz del rabo de la Osa Mayor tratando de volver a encontrarlo. Y de ese modo brillan en la noche; y luego, mucho antes de que saliera realmente el sol, se extendió una vasta luminosidad roja sobre la parda y desabrida tierra que lleva al oeste de Kansas y los pájaros iniciaron su trinar sobre Dénver.
_____

Tuve de pronto la visión de Dean, como un ángel ardiente y tembloroso y terrible que palpitaba hacia mí a través de la carretera, acercándose como un nube, a enorme velocidad, persiguiéndome por la pradera como el Mensajero de la Muerte y echándose sobre mí. Vi su cara extendiéndose sobre las llanuras, un rostro que expresaba una determinación férrea, loca, y los ojos soltando chispas y llamas por todas partes; vi sus alas; vi su destartalado coche soltando chispas y llamas por todas partes; vi el sendero abrasado que dejaba a su paso; hasta lo vi abiréndose paso a través de los sembrados, las ciudades, derribando puentes, secando ríos. Era com la ira dirigiéndose al Oeste. Comprendí que Dean había enloquecido una vez más. No existía la más mínima posibilidad de que mandara dinero a ninguna de sus dos mujeres pues para comprar el coche tenía que haber sacado todos los ahorros que tenía en el bando. Era el gran cataclismo. A su espalda humeaban achicharradas ruinas. Corría de nuevo hacia el Oeste atravesando el agitado y terrible continente, y llegaría enseguida. Hicimos los preparativos rápidamente. La noticia añadía que me iba a llevar a México en el coche.

-¿Crees que me querrá llevar también a mí?- preguntó Stan asustado.
-Hablaré con él- le respondí sombrío. No sabía qué pensar.
-¿Dónde va a dormir? ¿Qué comerá? ¿Hay alguna chica para él?

Era como la llegada inminente de Gargantúa; había que hacer preparativos para ampliar las alcantarillas de Dénver y reducir el alcance de ciertas leyes con el fin de que todo se adaptara a su cuerpo doliente y a sus explosivos éxtasis.

Jack Kerouac
en En el camino.
Traducción de Martín Lendínez.
Compactos anagrama.

domingo, 27 de julio de 2008

Poemas de Louise Glück

AMANTE DE LAS FLORES



En nuestra familia, todos aman las flores.

Por eso las tumbras nos parecen tan extrañas:

sin flores, sólo herméticas fincas de hierba

con placas de granito en el centro:

las inscripciones suaves, la leve hondura de las letras

llena de mugre algunas veces…

Para limpiarlas, hay que usar el pañuelo.

Pero en mi hermana, la cosa es distinta:

una obsesión. Los domingos se sienta en el porche de mi madre

a leer catálogos. Cada otoño, siembra bulbos junto a los escalones de ladrillo.

Cada primavera, espera las flores.

Nadie discute por los gastos. Se sobreentiende

que es mi madre quien paga; después de todo,

es su jardín y cada flor

es para mi padre. Ambas ven

la casa como su auténtica tumba.

No todo prospera en Long Island.

El verano es, a veces, muy caluroso,

y a veces, un aguacero echa por tierra las flores.

Así murieron las amapolas, en un día tan sólo,

eran tan frágiles…

Mi madre está nerviosa, inquieta

porque mi hermana no sabrá nunca lo bellas que fueron,

de un rosa puro, sin máculas. Es decir,

porque va a sentirse despojada una vez más.

Pero para mi hermana, la condición del amor

es ésa. Era la hija de mi padre:

el rostro del amor es, para ella,

el rostro que se aparta y da la vuelta.

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CONFESIÓN



Decir que nada temo

sería faltar a la verdad.

La enfermedad, la humillación,

me atemorizan.

Tengo sueños, como cualquiera.

Pero aprendí a ocultarlos

para protegerme

de la plenitud: la felicidad

atrae a las Furias.

Son hermanas, salvajes,

que no tienen sentimientos,

sólo envidia.



Louise Glück

En Ararat.

Pre-textos

Traducción de Abraham Gragera.

Poemas de Mario Cuenca Sandoval

DREAM IS OVER

“P: En ese disco hay una canción: “Dios”. Una letanía que dice: “No creo en la Biblia, no creo en los naipes, no creo en Hitler, no creo en Jesús, no creo en Kennedy”, etc. Y termina: “No creo en Los Beatles. El sueño ha termiando.” (…)

R: (…) No sé cuándo me puse a hacer la lista de las cosas en las cuales no creía. Hubiera podido continuar largo tiempo. ¿Dónde detenerme? ¿En Churchill? Era necesario que me detuviese. Me detuve en Los Beatles. Porque ya no creo en los mitos, y Los Beatles son un mito. Ya no creo más en ellos. El sueño ha terminado.”

(Entrevista a John Lennon en la revista Marcha, Uruguay, extra de 1971).


John Lennon no quería ser un Beatle

Rimbaud ya no quería ser Rimbaud

Virgilio quiso destruir la Envida

Chet Baker se tiró de una ventana

Jack London se voló la tapa de los sesos

y Carver y Bukowski y Malcolm Lowry

se hicieron polvo el hígado

La corte de suicidas y nihilistas

a los que idealizamos

tropezó en algún punto de su vida

con ese No central con ese núcleo

no sabría nombrarlo

la desidia

tal vez

esa cuchara helada debajo de la lengua

ese ya no querer seguir queriendo

Tropezando con esto en un instante

sobre el que convergían todas y cada una

de sus pequeñas quiebras cotidianas

llegados a ese punto

cómo habrían de salvar

aquello en lo que ya no confiaban

Fue por eso que Anne Sexton se durmió para siempre

abrazada al monóxido de carbono

Por eso Ganivet se sumergió en las aguas congeladas del Duina

Por eso Ingeborg Bachean prendió fuego a su cama

Debe ser tan incómodo el adentro

el interior del vientre de la orquídea

donde se asfixia el héroe

_______________


INQUIETUD


Llueve en la calle y leo a Raymond Carver

Se está bien en sus versos a pesar del dolor

Habla de un cuervo negro

Y luego de otro cuervo de un poema de Frost

el ave oscura que al batir sus alas

deja caer el polvillo de nieve

encima de los hombros del poeta

le da sentido al día

Nada que ver con el nevermore de Poe

Nada que ver nos dice Carver

con los cuervos de Homero

hartos de sangre

después de la batalla –dice Carver

Ni con los mitos nórdicos

en que estas aves

ofrecen su espionaje al dios Odín

le cuentan al oído

cuanto han visto en el mundo

Lo saben todo de nosotros

Y ya no se me ocurre nada más inquietante

Nada que ver

Estos son cuervos más bien apacibles

estímulos de la sabiduría

animales didácticos

Mientras salto de un cuervo al otro cuervo

siento agitarse dentro de mis manos

las alas de otro más que yo añado al poema

superpuesto

superpuesto al de Carver al de Frost

a los de Homero y a los espías de Odín:

el que todas las noches

picotea el cristal de mi ventana

el cristal gigantesco de mi vida

el país de cristales en que escribo

mientras tú duermes.

Mario Cuenca Sandoval

En Guerra del fin del sueño.

La garúa libros.

sábado, 26 de julio de 2008

Poemas de Joaquín Piqueras

MALA COSECHA


A mí, como a Tom Waits,

Me gusta arrojar los sueños

A la calle para que crezcan

Con la lluvia y esperar

Con la ociosidad que envilece

-lo dijo Hesíodo, no he sido yo-,

Una cosecha que no llega,

Porque aquí en esta tierra

Prometida nunca llueve.

_________

LECCIÓN DE URBANISMO



Y se me apareció la muerte

En forma de enlutada anciana

Por la acera de enfrente,

Y me hizo una extraña mueca

Que yo estimé de amenaza

Y resultó ser de sorpresa,

No pude menos que ayudarla

A cruzar la calle.



Joaquín Piqueras

En Concierto non grato.

Ediciones Fecit. Ayuntamiento de Lodosa.

Premio Ángel Martínez Baigorri, 2007.

miércoles, 23 de julio de 2008

Sobre Burroughs para principiantes


Rubén Mira y Sergio Langer
en Burroughs para prinicipiantes.
Era Naciente. Documentales ilustrados.

martes, 15 de julio de 2008

84, Charing Cross Road

Señor:
(Me parece un poco tonto seguir escribiendo "señores" cuando tengo ya la certeza de que una misma y única persona se está ocupando de mis cosas).

El Savage Landor llegó perfectamente y se abrió al punto él solo por un diálogo romano en el que dos ciudades acaban de ser destruidas por la guerra y sus habitantes, condenados a morir en cruces, suplican a los soldados romanos que pasan que los atreviesen con sus lanzas y pongan fin a su agonía. Será un consuelo volverme a Esopo y Ródope, y pensar que la preocupación de ustedes no va más allá del hambre. Me encantan esos libros de segunda mano que se abren por aquella página que su anterior propietario leía más a menudo. El día en que me llegó el ejemplar de Hazlitt, se abrió por una página en la que leí: "Detesto leer libros nuevos.". Y saludé como a un camarada a quienquiera que lo hubiera poseído antes que yo.

Les incluyo un billete de un dólar, que Brian (el amigo inglés de mi vecina Kay) dice que bastará para cubrir los 8 chelines que les debo; esta vez se ha olvidado de traducírmelo...

Por cierto..., Brian me ha dicho que tienen ustedes racionados los alimentos a razón de 60 gramos de carne por familia y semana, y a un huevo por persona y mes. Me he quedado horrorizada. Tiene un catálogo de una empresa británica con sucursal aquí, mediante la cual envía por avión alimentos desde Dinamarca a su madre; así que yo también voy a enviar a Marks & Co. un pequeño regalo de Navidad. Espero que será suficiente para todos ustedes, pues me dice que las librerías de Charing Cross Rodad son "todas muy pequeñas".

Lo envío a su atención, FPD, quienquiera que usted sea. Feliz Navidad.

Helene Hanff
en 84, Charing Cross Road.
Anagrama.

)Nota del editor: Un día en octubre de 1949, Helene Hanff, una joven escritora desconocida, envía una carta desde Nueva York a Marks & Co., la librería situada en el 84 de Charing Cross Rodad, en Londres. Apasionada, maniática, extravagante y muchas veces sin un duro, la señorita Hanff le reclama al librero Frank Doel volúmenes poco menos que inencontrables que apaciguarán su insaciable sed de descubrimientos. Veinte años más tarde, continúan escribiéndose, y la familiaridad se ha convertido en una intimidad casi amorosa. Esta correspondencia excéntrica y llena de encanto es una pequeña joya que evoca, con infinita delicadeza, el lugar que ocupan en nuestra vida los libros... y las librerías. (

sábado, 12 de julio de 2008

Los celosos

Irma Peinate era la mujer más coqueta del mundo; lo fue de soltera y aún más de casada. Nunca se quitaba, para dormir, el colorete de las mejillas ni el rouge de los labios, las pestañas postizas ni las uñas largas, que eran nacaradas y del color natural. Los lentes de contacto, salvo algún accidente, jamás se los quitaba de los ojos. El marido no sabía que Irma era miope; tampoco sabía que antaño se comía las uñas, que sus pestañas no eran negras y sedosas, sino más bien rubias y mochas. Tampoco sabía que Irma tenía los labios finitos. Tampoco sabía, y esto es lo grave, que Irma no tenía los ojos celestes. Él siempre había declarado:

- Me casaré con una rubia de pestañas oscuras como la noche y de ojos celestes como e lcielo de un día de primavera.

¡Cómo defraudar un deseo tan poético! Irma usaba lentes de contacto celestes.

- A ver mis ojitos celestes de Madonna – exclamaba el marido de Irma, con su voz de barítono, que conmovía a cualquier alma sensible.

Irma Peinate no sólo dormía con todos sus afeites: dormía con todos los jopos y postizos que le colocaban en la peluquería. El batido del pelo le duraba una semana; el ondulado de los mechones de la nuca y de la frente, cinco días; pero ella, que era habilidosa, sabía darles la gracia que daban en la peluquería, con jugo de limón o con cerveza. Este milagro de duración no se debía a un afán económico, sino a una sensualidad amorosa que pocas mujeres tienen: quería conservar en su pelo las marcas ideales de los besos de su marido.

¿Y cómo las conservaba, si su marido no usaba lápiz labial? En el perfume de la barba: el pelo de la barba, mezclado al pelo de su cabellera de mujer, formaban un perfume muy delicado e inconfundible que equivalía a la marca de un beso. Irma, para no deshacer su peinado, dormía sobre cinco almohadones de distintos tamaños. La posición que debía adoptar era sumamente forzada e incómoda. Consiguió en poco tiempo una seria desviación de la columna vertebral, pero no dejó por ese motivo de cuidar su peinado. Se mandó hacer el almohadón como chorizo relleno de arroz que usan los japoneses. Como era muy bajita (hasta dijeron que era enana), se mandó hacer unos zuecos con plataformas que medían veinte centímetros de alto. Consiguió que su marido se creyera más bajo que ella. Ella nunca se sacaba los zuecos, ni para dormir, y su estatura fue siempre motivo de admiración, de comentarios sobre las transformaciones de la raza. Como amazona se lució y, como nadadora, en varias oportunidades, también. Nadaba, es natural, con un pequeño salvavidas; y al caballo que montaba su cuidador le daba una buena dosis de neurótico para que su mansedumbre fuera perfecta. El caballo, que se llamaba Arisco, quedó un día dormido en medio de una cabalgata. La caída de Irma no tuvo mayores consecuencias ni puso en peligro su vida; lo único desagradable que le sucedió fue que se le rompió un diente. La coqueta volvió a su casa fingiendo tener afonía y no abrió la boca

durante un mes. Tampoco quiso comer. Buscó en la guía la dirección de un odontólogo.

Esperó dos horas, contemplando los países pintados en los vidrios de las ventanas, que le sugerían futuros viajes a los bosques del Sur, a las cataratas del Niágara, a Brasilia o a París; ya en los últimos momentos de la espera, cuando le anunciaron: “Puede pasar, señora”, el dentista le saludó como un gran señor o como un gran payaso, agachando la cabeza. Señaló la silla de las torturas, sobre la que se acomodó Irma. Después de un “vamos a ver qué pasa”, contempló la boca, no muy abierta por coquetería de la señora.

- Es este diente – gritó Irma -. Se me rompió en un accidente de caballo.

- De caballo – exclamó el dentista-. Qué términos violentos. No será para tanto. Vamos a examinar este collar de perlas – dijo-. ¿Y cómo dice que se produjo? Algún tarascón, sin duda. – El dentista gimió levemente al ver la perla quebrada-. Qué pena, en una boca tan perfecta. Abra, abra un poco más.

“Si mi marido estuviera en el cuarto de al lado”, pensó Irma, “qué imaginaría, él que es tan desconfiado”.

- Habrá que colocar un pivot – dijo el dentista-. No se va a notar, se lo puedo garantizar.

- ¿Saldrá muy caro?

- Para estas perlas nada resultaría bastante valioso.

- Sin broma.

- Sin broma. Le haré un precio especial.

- ¿Especialmente caro?

Tal vez se había excedido en las bromas, pues el facultativo le guiñó el ojo y le oprimió la pierna como con tenazas entre las de él, lo cual provocó un gemido, pero todo esto lo hizo respetuosamente, sin ningún alarde ni vacilación. Después de concretar, en una tarjeta rosada, la hora en que se empezaría el trabajo, Irma recogió sus guantes, la tarjeta, su bufanda y la cartera y, corriendo, salió del consultorio, donde tres enanas la miraban con envidia.

Transcurrieron los días sin que el marido lograra arrancar una palabra a su mujer. De noche, antes de acostarse y de besarlo, apagaba la luz.

Un arrullo de palomas le contestaba con el encanto habitual, porque, hablara o no hablara, la gracia era una de las especialidades de Irma.

- Te noto extraña – le dijo un día su marido -. Además nunca sé adónde vas por las tardes.

- Loquito, adónde voy a ir que no sea para pensar en vos.

Por lo menos hablaba.

- Me parece muy natural, inevitable casi podría decir, pero no creas que me quedo tranquilo. Sos el tipo de mujer moderna que tiene aceptación en todos lo círculos. Alta, de ojos celestes, de boca sensual, de labios gruesos, de cabellos ondulados, brillantes, que forman una cabeza que parece un soufflé, de esos también dorados, que despiertan mi alma golosa. ¡La pucha que me da miedo! Si fueras una enana o si tuvieras ojos negros, o el pelo pegoteado, mal peinado y las pestañas descoloridas.... o si fueras ronca, ahí nomás; si no tuvieras esa vocesita de paloma. A veces me dan ganas de querer a una mujer así ¿sabes?Una mujer que fuera lo contrario de lo que sos. Así estaría más tranquilo.

- ¿Qué sabés? ¿Acaso no hay otras cosas que la altura, el pelo, los ojos celestes, las

pestañas?

- Si lo sabré. Pero, asimismo, convendría que fueras menos vistosa.

- Vamos, vamos. ¿Querés acaso que me vista de monja?

- Y ese collar de perlas que se entrevé cuando sonreís, es lo más peligroso de todo.

- ¿Querés que me arranque los dientes?

El marido de Irma cavilaba sobre la belleza de su mujer. “ Tal vez todo hubiera sido distinto si no fuera por la belleza. Me hubiera convenido que fuera feíta como Cora Pringosa. Era agradable y no me hubiera inquietado por ella, pues a quién le hubiera gustado y, si a alguien le hubiera gustado, a quién le hubiera importado.”

¿Adónde iría Irma por la tarde? Salía con prisa y volvía escondiéndose. Resolvió seguirla. Es bastante difícil seguir a una mujer que se fija en todo lo que la rodea. Fracasó varias veces en sus intentos porque se interceptó entre él y ella un automóvil, un colectivo, unas personas y hasta una bicicleta. Logró por fin seguirla hasta Córdoba y Esmeralda, donde tomó un taxi hasta la casa del dentista. Ahí bajó y entró sin que él supiera a qué piso iba. No había ninguna chapa indicadora. Esperó en la planta baja, fingiendo leer un diario. Subía y bajaba el ascensor. Se sentó en un escalón de mármol de la escalera.

Aquella tarde en que se aproximaba la primavera, el dentista acompañó a Irma hasta la puerta del ascensor. Al pasar junto a los vidrios pintados de las ventanas, el odontólogo murmuró:

- ¿No sería lindo pasear por estos paisajes?

A Irma le pareció que la abrazaba en una cama de hotel. Se ruborizó y, al entrar en el ascensor, no dijo adiós.

- ¿Está enojada? ¿Le hice doler? Sonría. Muéstreme mi obra de arte – exclamó el odontólogo asustado.

El ascensor se llevaba a la paciente entre sus rejas como a una prisionera.

Afuera llovía, ya estaba su marido apostado con un paraguas cerrado en la mano. Había oído las frases pornográficas pronunciadas por esa voz de barítono sensual. Ciego de rabia blandió el paraguas y, al asestar a Irma un golpe en la cabeza, le rompió el premolar recién colocado y simultáneamente se le cayeron los cristales de contacto, las pestañas, los postizos de su peinado; las sandalias altas fueron a parar debajo de un automóvil. No la reconoció.

- Discúlpeme, señora. La confundí. Creí que era mi esposa- dijo perturbado-. Ojalá fuese como usted; no sufriría tanto como estoy sufriendo.

Apresurado se alejó, sintiéndose culpable por haber dudado de la integridad de su mujer.



Silvina Ocampo

en Cornelia frente al espejo,

Tusquets.

o en Cuentos completos,

Emece editores.


El lector

Pasé toda la noche con un libro, leyendo.
Yo leía, sentado, como si hubiese un libro
de páginas sombrías.

Era tiempo de otoño. Las estrellas fugaces
recubrían las formas encogidas
que se inclinaban en la luz lunar.

Al leer, ni siquiera
una lámpara ardía, y una voz susurraba:
"todo regresa al frío,

incluso el almizcleño moscatel,
los melones, las peras encarnadas
del jardín deshojado".

Las páginas sombrías no presentaban huella
salvo el trazo de estrellas encendidas
en el cielo de escarcha.

Wallace Stevens
en De la simple existencia (antología poética).
Edición y traducción de Andrés Sánchez Robayna.
Debolsillo / Círculo de lectores.

La puerta de Narciso

No hacemos el amor; desvalijamos

Con codicia nocturna en la casa del cuerpo.

Carlos Marzal.

Huésped sólo,

En esta casa

-en otra-,

Primero abre la puerta,

Y después

Deja su corazón

En ese pecho,

Donde colgaba mi sombrero.

También el amor rige

Sus caprichos de olvido,

Al ordenar su astucia

En la casa del cuerpo.



Ginés Reche

En Huésped extraño.

Ayuntamiento de Talavera de la Reina.

Colección Melibea. 2007.

(Premio Joaquín Benito de Lucas 2006)

jueves, 10 de julio de 2008

Bukowski en los grandes almacenes (ficción filosófica)

Es muy fácil pensar que uno no existe
Es muy fácil pensar la existencia sin uno
entre los pormenores de este espacio perfecto
Paseando entre objetos callados
enfrentando el silencio de los nombres
sobre las etiquetas pues las cosas inmóviles
de algún modo también son elocuentes
El lujo y el silencio son amantes
el lujo y el silencio se devoran los pechos
se muerden en los muslos uno al otro
mientras en la ventana se nos muere de frío
un viejo sin zapatos que recuerda a Jesús
si hubiera sido viejo
Qué temblor de silencio en los oídos
Los precios y los nombres nos recuerdan
que habría que llorar como leones
porque el mundo ha enfermado de puro indiferente
o de afán por las cosas que no duran
desmesurado amor por cosas que no duran
Qué temblor de neón y que cansancio
Entre objetos con precio con alma y denominación
delimitada nítida las cosas
te pregutan tu nombre
quién es uno qué es uno
La chica de la caja (con sus ojos de cine)
la chica de la caja conoce la respuesta:
piénselo bien
usted no es más que el ticket de su compra
Repítelo tres veces
y tómese otra copa en nuestro bar.

Mario Cuenca Sandoval
en El libro de los hundidos.
Visor.

lunes, 7 de julio de 2008

Diego Sánchez Aguilar: C.S.I

“La naturaleza del número es la de suministrar conocimiento, guiar y enseñar a cualquiera lo que es dudoso o desconocido. Pues ninguna de las cosas sería clara para ninguno, ni en sí mismas ni en sus relaciones con otras cosas, si el número no existiera y no fuera su esencia. Pero el número armoniza todas las cosas con la percepción sensible dentro del alma, haciéndolas así reconocibles y correspondientes entre sí al dotarlas de corporeidad y dividir las relaciones de las cosas en dos grupos, según sean limitadas o ilimitadas”


Filolao

Entonces, sin perder de vista el superlativo o la perfección en todos los puntos, me pregunté: entre todos los temas melancólicos, ¿cuál lo es más, según lo entiende universalmente la humanidad? Respuesta inevitable: ¡la muerte! Y, ¿cuándo ese asunto, el más triste de todos, resulta ser también el más poético? Según lo ya explicado con bastante amplitud, la respuesta puede colegirse fácilmente: cuando se alíe íntimamente con la belleza. Luego la muerte de una mujer hermosa es, sin disputa de ninguna clase, el tema más poético del mundo.

Poe



Exterior noche.

La escena del crimen es el desierto cruzado por una solitaria carretera.

Plano detalle de la piel de una serpiente y su geometría cromática.

Sobre una manto azul de arena helada por la noche,

el cadáver de una hermosa joven desnuda.

La policía científica analiza el desierto.

Lo divide en cuadrantes trazados de punto a punto,

police line do not cross,

al fondo en Las Vegas la gente apuesta al número impar,

lanzan sus dados y rezan al azar abolido, las cifras giran como todo.

Sobre la mesa de disección la hermosa joven desnuda yace abierta en canal.

Nunca es más hermosa la belleza que cuando muere, metáfora del cisne.

La melancolía es extraída con pinzas frías como el acero con que están hechas.

La arena es pesada y analizada. Sus componentes son cuarzo granito y nada

en una proporción de 30 sobre 100. La realidad se divide en 100 partes.

A veces hiperbólicamente en 110. Pero eso ya es literatura, no es.

El asesino escribió su nombre sin saberlo.

El asesino siempre habla aunque no quiera. El lenguaje de los números

y de la sangre es anterior y posterior a él, no lo necesitan.

El asesino es la víctima de sus huellas.

Nadie fue testigo.

La sala de interrogatorios está vacía.

Las preguntas esperan, las mismas de siempre.

La hora de la muerte se estableció entre las diez

y las doce de la noche, según la rigidez de la belleza.

La causa de la muerte no está clara.

Es oscura. Es la noche. No se descarta el suicidio.

La policía científica sigue buscando en el desierto como en un libro

y calculan cuántas páginas les quedan: el asesino estará al final,

en la última página

cuyo número divide lo limitado de lo ilimitado.



Diego Sánchez Aguilar

en Diario de las bestias blancas.

Aula de Poesía de la Universidad de Murcia. 2008.

(Premio Dionisia García, 2007)



domingo, 15 de junio de 2008

Cuando me supe pez

PORQUE hay días en que quiero estar solo,
aprendí a navegar.
Con esfuerzo ahorré lo suficiente
para comprar un barco diminuto.
Lo pinté con esmero,
busqué un nombre adecuado,
lo acomodé en el puerto.

En la primera travesía
me emborraché de mar,
quise contar las olas,
les hablé a los delfines, vi sirenas.
Volví tan satisfecho y tan confuso
que abandoné el trabajo, desbaraté la casa
y me instalé a vivir bajo cubierta.

Nunca llegué a ser marinero,
mi barba no pasó de ser disfraz,
la soledad dejó de ser excusa
cuando me supe pez.

Procurando que no me coman otros,
paso el día nadando.
Por las noches me acerco al barco que fue mío
silbando a quien lo habita,
haciéndole creer
que es más fácil la vida submarina.
Si logro convencerlo, nos multiplicaremos,
crearemos familias, fundaremos países.
Cuando seamos muchos vendrán peces distintos
a trabajar para nosotros.
Alguna voz habrá que se destaque,
y diga que no hay en este mar
rocalla suficiente
para esconderse del cangrejo negro;
y ellos y sus secuaces
avanzarán en grandes bancos
protegiendo a la especie
de los que vienen de ultramar.

Asumir su derrota
los dejará varados en la playa.
Cuando se sepan hombres otra vez
navegarán de nuevo,
y de noche oirán,
bajo su barco, mi silbido.

Javier Bozalongo
en Viaje improbable.
Renacimiento.

sábado, 31 de mayo de 2008

De poetas y aviadores

La historia que me dispongo a contar es algo triste y, la verdad, no sé por qué voy a contarla ahora y no, por decir algo, dentro de un mes o dentro de un año, o nunca. Supongo que lo hago por nostalgia de mi amigo el poeta portugués Ivo Machado, que es uno de los dos protagonistas, o tal vez porque acabo de comprar una pequeña avioneta de metal que ahora tengo en mi escritorio. Disculpen el tono personal. Esta historia será excesivamente personal.

El protagonista número Uno es, como ya dije, el poeta Ivo Machado, nacido en las islas Azores, pero lo que nos importa es que en su identidad civil, la de todos los días, es controlador aéreo, una de esas personas que están en las torres de control de los aeropuertos y guían a los aviones a través de las rutas del cielo.

La historia es la siguiente: cuando Ivo era un joven de 25 años (a mediados de los ochenta) controlaba vuelos en el aeropuerto de la isla de Santa María, la más grande del archipiélago de las Azores, en mitad del Atlántico, equidistante de Europa y América del Norte.

Una noche, al llegar a su trabajo, el jefe le dijo:

-Hoy dirigirás un solo avión.

Ivo se extrañó, pues lo normal era llevar una docena de aeronaves. Entonces el jefe le explicó:

-Es un caso especial, un piloto inglés que lleva un bombardero británico de la Segunda Guerra Mundial hacia Florida para un coleccionista de aviones que lo compró en una subasta en Londres. Hizo escala aquí y continuó hacia Canadá, pues tiene poca autonomía, pero lo sorprendió una tormenta, debió volar en zigzag y ahora le queda poca gasolina. No le alcanza para llegar a Canadá y tampoco para regresar. Caerá al mar.

Al decir esto le pasó los audífonos a Ivo.

-Debes tranquilizarlo, está muy nervioso. Dile que un destacamento de socorristas canadienses ya partió en lanchas y helicópteros hacia el lugar estimado de caída.

Ivo se puso los audífonos y empezó a hablar con el piloto, que en verdad estaba muy nervioso. Lo primero que éste quiso saber fue la temperatura del agua y si había tiburones, pero Ivo lo tranquilizó al respecto. No había. Luego empezaron a hablar en tono personal, algo infrecuente entre una torre de control y un aviador. El inglés le preguntó a Ivo qué hacía en la vida, le pidió que le hablara de sus gustos y de sus sentimientos. Ivo dijo que era poeta y el inglés pidió que recitara algo de memoria. Por suerte mi amigo recordaba algunos poemas de Walt Whitman y de Coleridge y de Emily Dickinson. Se los dijo y así pasaron un buen rato, comentando los sonetos de la vida y de la muerte y algunos pasajes de la Balada del viejo marinero, que Ivo recordaba, donde también un hombre batallaba contra la furia del mundo.
Pasó el tiempo y el aviador, ya más tranquilo, le pidió que recitara los suyos propios, y entonces Ivo, haciendo un esfuerzo, tradujo sus poemas al inglés para decírselos sólo a él, un piloto que luchaba en un viejo bombardero contra una violenta tempestad, en medio de la noche y sobre el océano, la imagen más nítida y aterradora de la soledad. "Noto una tristeza profunda, un cierto descreimiento", le dijo el aviador, y hablaron de la vida y de los sueños y de la fragilidad de las cosas, y por supuesto del futuro, que no será de la poesía, hasta que llegó el temido momento en que la aguja de la gasolina sobrepasó el rojo y el bombardero cayó al mar.

Cuando esto sucedió el jefe de la torre de control le dijo a Ivo que se marchara a su casa. Después de una experiencia tan dura no era bueno que dirigiera a otras aeronaves.
Al día siguiente mi amigo supo el desenlace. Los socorristas encontraron el avión intacto, flotando sobre el oleaje, pero el piloto había muerto. Al chocar contra el agua una parte de la cabina se desprendió y lo golpeó en la nuca. "Ese hombre murió tranquilo", me dice hoy Ivo, "y es por eso que sigo escribiendo poesía". Meses después la IATA investigó el accidente e Ivo debió escuchar, ante un jurado, la grabación de su charla con el piloto. Lo felicitaron. Fue la única vez en la historia de la aviación en que las frecuencias de una torre de control estuvieron saturadas de versos. El hecho causó buena impresión y poco después Ivo fue trasladado al aeropuerto de Porto.

"Aún sueño con su voz", me dice Ivo, y yo lo comprendo, y pienso que siempre se debería escribir de ese modo: como si todas nuestras palabras fueran para un piloto que lucha solo, en medio de la noche, contra una violenta tempestad. -

Santiago Gamboa

en Babelia, 03/05/2008.
El País.

Dos poemas de Raquel Lanseros

BEATRIZ ORIETA
Maestra nacional
(1919-1945)

Los niños corren y saltan a la comba.
Beatriz Orieta pasea junto a Dante
sorteando los pupitres
[en medio del camino de la vida...]
Tiene litros de frío mojándole la espalda.
Apenas pueden nada contra él
los míseros tizones del brasero oxidado.

Entran al aula los gritos infantiles,
huelen a tos y a hambre.
Algunas veces,
Beatriz Orieta casi no contiene
las ganas de llorar
y mira las caritas sucias afanándose
en recordar las tildes de las palabras llanas.

Prosigue Dante todo el día musitando
en el oído de Beatriz Orieta
[ ... amor que mueve el sol y las estrellas]

Ella siente de veras
que otro mundo la mira
al lado de este mundo gris y parco.

Contra el lejano sol
del lejano crepúsculo
dos amantes se miran a los ojos.
Beatriz Orieta está
apoyada en su hombro.
Los álamos susurran las palabras de Dante.
Los amantes son túneles de luz
a través de la niebla.

Los besos, amapolas
de un cuadro de Van Gogh.

Pasa el invierno lento como pasa un poema.

Pasan el frío andrajoso, la fiebre y el esputo
y toman posesión del blanco cuerpo
igual que las hormigas invadiendo
esas migas de pan abandonadas.

Sesenta años después, entre las ruinas verdes
leo un descanse en paz envejecido
sobre la tumba de Beatriz Orieta.

El silencio es de mármol.
El silencio
es la respuesta de todas las preguntas.
Unos metros más lejos, hace sólo dos años
yace también el hombre
que, apoyado en el hombro de Beatriz Orieta,
dibujó un corazón sobre un tiempo de hiel.

¿Qué más puedo decir?
Que la vida separa a los amantes
ya lo dijo Prévert.
Pero a veces la muerte
vuelve a acercar los labios
de los que un día se amaron.
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LA MUJER QUE REZA



La anciana ha colocado
las flores sobre el borde del camino.
[Es una tarde roja y esto es cualquier lugar]
El luto difumina
las cruces negras como un túnel sin fondo.
Recuerdo los cerezos lamiendo mansamente
la piedra ahogada en líquenes
de las tapias cansadas.

Mientras, la veo moverse.
Tiene manos inquietas de venas abultadas.
Murmura sin cesar una antigua plegaria
-perdónanos, Señor, nuestras ofensas-,
tiñendo de esperanza
el silencio desierto de la tarde.
Parsimoniosamente va arrancando
con una fuerza inusual para sus años
las malas hierbas, los matojos silvestres
que salpican de olvido la pobre sepultura.

La suave brisa baila con las hojas.
[Es una tarde roja, amarilla, celeste
y esto es cualquier lugar]
El sol resbala lento hacia el ocaso.

De pie contra la luz agonizante
yo la sigo observando
acariciar despacio la tumba desvalida.

El tiempo desmayado no es más que una advertencia.


Raquel Lanseros
en Los ojos de la niebla.
XXII Premio Unicaja de Poesía.
Visor.