[…] El hombre se hizo verdaderamente amo de las abejas, amo furtivo e ignorado, que todo lo dirige sin dar órdenes y es obedecido pese a ser ignorado. El hombre sustituye el ciclo de las estaciones. Repara las injusticias del año. Reúne las repúblicas enemigas. Iguala las riquezas. Aumenta o restringe los nacimientos. Regula la fecundidad de la reina. La destrona y la reemplaza después de un consentimiento difícil que su habilidad obtiene mediante la fuerza de un pueblo que se azoraría ante la sospecha de una intervención inconcebible. Infringe pacíficamente, cuando lo juzga útil, el secreto de las cámaras sagradas y la política astuta y previsora del gineceo real. Quita cinco o seis veces seguidas el fruto de su trabajo a las hermanas de ese laborioso convento infatigable, sin lastimarlas, sin desalentarlas y sin empobrecerlas. Llena los depósitos y graneros de sus moradas con la cosecha de flores que la primavera esparce, con descuidada precipitación, por las laderas de las colinas. Las obliga a reducir el número fastuoso de los amantes que esperan el nacimiento de las princesas. En una palabra: hace lo que quiere y obtiene de ellas lo que desea, a condición de que no pida nada contrario a sus virtudes ni a sus leyes, porque a través de la voluntad del inesperado dios que se ha hecho dueño de ellas –demasiado vasto para ser identificado y demasiado ajeno para que lo comprendan-, las abejas van más lejos de lo que pretende ese mismo dios, y no piensan sino en cumplir, con una inquebrantable abnegación, el deber misterioso de su raza.
(Sobre Lafontaine)… porque había observado, mucho antes de las experiencias de sir John Lubbock, que el azul es el color preferido de las abejas. Había instalado el colmenar contra la pared blanqueada de la casa, en el ángulo que formaba una de esas sabrosas y frescas cocinas holandesas, con sus anaqueles de loza, donde resplandecían los estaños y los cobres, que, por la puerta abierta, se reflejaban en un tranquilo canal. Y el agua, cargada de imágenes familiares, bajo un toldo de álamos, guiaba la vista hasta el reposo de un horizonte de molinos y praderas.
En aquel punto, como dondequiera que se coloquen, las colmenas habían dado a las flores, al silencio, la dulzura del aire, a los rayos del sol, una significación nueva. Allí se alcanzaba, en cierto modo, la alegre meta del estío. Allí se hallaban, en la brillante encrucijada donde convergen y parten las aéreas rutas que recorren desde el alba hasta el crepúsculo los atareados y sonoros enjambres, todos los perfumes de la campiña. Allí se iba a escuchar el alma feliz y visible, la voz inteligente y musical, el alegre crepitar de las horas más bellas del jardín. Allí se iba a aprender, en la escuela de las abejas, los designios de la Naturaleza omnipotente, las luminosas relaciones de los tres reinos, la organización inagotable de la vida, la moral del trabajo duro y desinteresado, y lo que vale tanto como la moral del trabajo: las heroicas obreras enseñaban también allí a gozar del sabor algo vago del ocio, subrayando, por así decirlo, con los trazos de fuego de sus mil pequeñas alas, las delicias casi imperceptibles de esos inmaculados días que giran sobre sí mismos en el espacio, sin traernos nada más que un mundo transparente, vacío de recuerdos, como una dicha demasiado pura.
[…] Esos pobres seres tiritan en las tinieblas; se ahogan en medio de una multitud como paralizada; parecen prisioneras enfermas o reinas destronadas que no tuvieron más que un segundo de esplendor entre las iluminadas flores del jardín, para regresar en seguida a la vergonzosa miseria de su triste morada atestada.
Sucede con ellas lo que con todas las realidades complejas: hay que aprender a observarlas. Un habitante de otro planeta que viese a los hombres ir y venir casi insensiblemente por las calles; aglomerarse en torno a ciertos edificios o en ciertas plazas; esperar no se sabe qué, sin movimiento aparente, en el fondo de sus moradas, deduciría también que son inertes y miserables. Sólo a la larga se distingue la múltiple actividad de esa inercia.
[…] Ese espíritu de la colmena es prudente y económico, pero no avaro. Conoce, al parecer, las leyes majestuosas y algo locas de la Naturaleza en lo tocante al amor. Así es que, durante los abundantes días estivales, tolera –porque la reina que va a nacer elegirá de entre ellos a su amante- la presencia embarazosa de trescientos o cuatrocientos zánganos aturdidos, torpes, inútilmente ocupados, presuntuosos, total y escandalosamente ociosos, bulliciosos, glotones, groseros, sucios, insaciables, enormes. Pero una vez fecundada la reina, una mañana de esos días en que las flores se abren más tarde y se cierran más temprano, el espíritu de la colmena decreta fríamente su masacre general y simultánea.
[…] Al cabo de algunos días las cubiertas de esas miríadas de criaturas guardadas en urnas (en una colmena grande se cuentan de setenta a ochenta mil) se rajan y aparecen dos grandes ojos negros y graves, dominados por antenas que sondean ya la existencia que vive a su alrededor, mientras sus activas mandíbulas acaban de ensanchar la abertura. En seguida acuden las nodrizas, que ayudan a la abeja a salir de su prisión, la sostienen, la cepillan, la limpian y le ofrecen en la extremidad de la lengua la primera miel de su nueva vida. Como llega de otro mundo, se halla aún aturdida, un poco pálida, vacilante. Tiene el aire débil de un viejecito escapado de la tumba. Diríase que es una viajera cubierta del polvo de los caminos desconocidos que conducen al nacimiento. Por lo demás es perfecta de los pies a la cabeza, sabe inmediatamente lo que debe saber, y como esos hijos del pueblo que se enteran, por decirlo así, al nacer, de que tendrán poco tiempo para jugar y reír, se dirige hacia las celdas cerradas y se pone a batir las alas y a agitarse cadenciosamente para calentar a su vez a sus hermanas sepultadas, sin detenerse en descifrar el asombroso enigma de su destino y de su raza.
Maurice Maeterlinck
en La vida de las abejas.
Traducción de Pedro de Tornamira.
La selección de los fragmentos ha sido realizada por mi compadre Antonio Sánchez-Carrasco.
(Sobre Lafontaine)… porque había observado, mucho antes de las experiencias de sir John Lubbock, que el azul es el color preferido de las abejas. Había instalado el colmenar contra la pared blanqueada de la casa, en el ángulo que formaba una de esas sabrosas y frescas cocinas holandesas, con sus anaqueles de loza, donde resplandecían los estaños y los cobres, que, por la puerta abierta, se reflejaban en un tranquilo canal. Y el agua, cargada de imágenes familiares, bajo un toldo de álamos, guiaba la vista hasta el reposo de un horizonte de molinos y praderas.
En aquel punto, como dondequiera que se coloquen, las colmenas habían dado a las flores, al silencio, la dulzura del aire, a los rayos del sol, una significación nueva. Allí se alcanzaba, en cierto modo, la alegre meta del estío. Allí se hallaban, en la brillante encrucijada donde convergen y parten las aéreas rutas que recorren desde el alba hasta el crepúsculo los atareados y sonoros enjambres, todos los perfumes de la campiña. Allí se iba a escuchar el alma feliz y visible, la voz inteligente y musical, el alegre crepitar de las horas más bellas del jardín. Allí se iba a aprender, en la escuela de las abejas, los designios de la Naturaleza omnipotente, las luminosas relaciones de los tres reinos, la organización inagotable de la vida, la moral del trabajo duro y desinteresado, y lo que vale tanto como la moral del trabajo: las heroicas obreras enseñaban también allí a gozar del sabor algo vago del ocio, subrayando, por así decirlo, con los trazos de fuego de sus mil pequeñas alas, las delicias casi imperceptibles de esos inmaculados días que giran sobre sí mismos en el espacio, sin traernos nada más que un mundo transparente, vacío de recuerdos, como una dicha demasiado pura.
[…] Esos pobres seres tiritan en las tinieblas; se ahogan en medio de una multitud como paralizada; parecen prisioneras enfermas o reinas destronadas que no tuvieron más que un segundo de esplendor entre las iluminadas flores del jardín, para regresar en seguida a la vergonzosa miseria de su triste morada atestada.
Sucede con ellas lo que con todas las realidades complejas: hay que aprender a observarlas. Un habitante de otro planeta que viese a los hombres ir y venir casi insensiblemente por las calles; aglomerarse en torno a ciertos edificios o en ciertas plazas; esperar no se sabe qué, sin movimiento aparente, en el fondo de sus moradas, deduciría también que son inertes y miserables. Sólo a la larga se distingue la múltiple actividad de esa inercia.
[…] Ese espíritu de la colmena es prudente y económico, pero no avaro. Conoce, al parecer, las leyes majestuosas y algo locas de la Naturaleza en lo tocante al amor. Así es que, durante los abundantes días estivales, tolera –porque la reina que va a nacer elegirá de entre ellos a su amante- la presencia embarazosa de trescientos o cuatrocientos zánganos aturdidos, torpes, inútilmente ocupados, presuntuosos, total y escandalosamente ociosos, bulliciosos, glotones, groseros, sucios, insaciables, enormes. Pero una vez fecundada la reina, una mañana de esos días en que las flores se abren más tarde y se cierran más temprano, el espíritu de la colmena decreta fríamente su masacre general y simultánea.
[…] Al cabo de algunos días las cubiertas de esas miríadas de criaturas guardadas en urnas (en una colmena grande se cuentan de setenta a ochenta mil) se rajan y aparecen dos grandes ojos negros y graves, dominados por antenas que sondean ya la existencia que vive a su alrededor, mientras sus activas mandíbulas acaban de ensanchar la abertura. En seguida acuden las nodrizas, que ayudan a la abeja a salir de su prisión, la sostienen, la cepillan, la limpian y le ofrecen en la extremidad de la lengua la primera miel de su nueva vida. Como llega de otro mundo, se halla aún aturdida, un poco pálida, vacilante. Tiene el aire débil de un viejecito escapado de la tumba. Diríase que es una viajera cubierta del polvo de los caminos desconocidos que conducen al nacimiento. Por lo demás es perfecta de los pies a la cabeza, sabe inmediatamente lo que debe saber, y como esos hijos del pueblo que se enteran, por decirlo así, al nacer, de que tendrán poco tiempo para jugar y reír, se dirige hacia las celdas cerradas y se pone a batir las alas y a agitarse cadenciosamente para calentar a su vez a sus hermanas sepultadas, sin detenerse en descifrar el asombroso enigma de su destino y de su raza.
Maurice Maeterlinck
en La vida de las abejas.
Traducción de Pedro de Tornamira.
La selección de los fragmentos ha sido realizada por mi compadre Antonio Sánchez-Carrasco.
1 comentario:
Este es el tema de conversación que se puede tener minutos antes de una actuación mientras los actores se relajan mirando hormigas...
Me ha gustado ver como por un momento ciencia y literatura se unen... y no dan miedo y encima es interesante!
Saludos AntonioS!
JuanDiego
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