PORQUE hay días en que quiero estar solo,
aprendí a navegar.
Con esfuerzo ahorré lo suficiente
para comprar un barco diminuto.
Lo pinté con esmero,
busqué un nombre adecuado,
lo acomodé en el puerto.
En la primera travesía
me emborraché de mar,
quise contar las olas,
les hablé a los delfines, vi sirenas.
Volví tan satisfecho y tan confuso
que abandoné el trabajo, desbaraté la casa
y me instalé a vivir bajo cubierta.
Nunca llegué a ser marinero,
mi barba no pasó de ser disfraz,
la soledad dejó de ser excusa
cuando me supe pez.
Procurando que no me coman otros,
paso el día nadando.
Por las noches me acerco al barco que fue mío
silbando a quien lo habita,
haciéndole creer
que es más fácil la vida submarina.
Si logro convencerlo, nos multiplicaremos,
crearemos familias, fundaremos países.
Cuando seamos muchos vendrán peces distintos
a trabajar para nosotros.
Alguna voz habrá que se destaque,
y diga que no hay en este mar
rocalla suficiente
para esconderse del cangrejo negro;
y ellos y sus secuaces
avanzarán en grandes bancos
protegiendo a la especie
de los que vienen de ultramar.
Asumir su derrota
los dejará varados en la playa.
Cuando se sepan hombres otra vez
navegarán de nuevo,
y de noche oirán,
bajo su barco, mi silbido.
Javier Bozalongo
en Viaje improbable.
Renacimiento.