En el verano de 1999 no perdí la virginidad. Aquel verano no viví noches inolvidables que acababan con un baño al amanecer en una playa desierta. No recorrí Europa con una mochila y cuatro duros en el bolsillo, ni viajé a Dublín para aprender inglés durante el mes de julio. Fue un verano sin un amor juvenil de besos en los atardeceres y helados compartidos con la inocencia del que no conoce la palabra septiembre. Tampoco me embarqué en un catamarán que recorrió las Baleares vestido de blanco. En el verano de 1999 no leí La montaña mágica, ni Siddharta, ni siquiera 2666. No hubo durante aquellos días una canción que hoy me traiga recuerdos de porros compartidos la la orilla del mar, ni conciertos memorables con las camisetas regadas de sudor. Fue un estío sin éxitos deportivos nacionales, sin catástrofes mundiales ni muertes en la familia. No hubo durante aquellos dos meses hechos que forjarán una amistad inquebrantable que habría de trascender el paso del tiempo y la dilatación de la distancia.
Verano tranquilo. 1999. Penúltimo (o quizás el último) verano del siglo. Sin eclipses, ni lluvias torrenciales. El mejor verano de mi vida.
Basilio Pujante
en Recetas para astronautas.
Editorial Balduque.
Verano tranquilo. 1999. Penúltimo (o quizás el último) verano del siglo. Sin eclipses, ni lluvias torrenciales. El mejor verano de mi vida.
Basilio Pujante
en Recetas para astronautas.
Editorial Balduque.