FIGURA CON REALIDAD
Te escribo ahora, por dentro de este poema.
Podría soñar que vas a nacer de dentro de él, o
que estás dentro de él
como la flor futura habita el centro del invierno.
La analogía es el punto adonde el poema va a beber,
como se va a la fuente, o como se oye, en el silencio
de la tierra, un rumor de aguas subterráneas.
Entonces, tu voz se abre, como si fuese
la propia flor. Entra en mí,
y recorre los espacios desiertos de mi alma,
como si un viento empujase las puertas y las ventanas,
atravesase las salas, y avivase el fuego
en las cenizas del corazón. Me limito
a oírte en el intervalo de los versos, mientras
la vida reemprende, despacio, su curso:
oraciones por dividir, una enunciación de figuras
de retórica, el paralelismo
de ciertas comparaciones. Todo esto desembocaría,
como es evidente, en el ritmo
al que el poema obedece si no te encontrase
en cada cesura, como si tu imagen insistiese
en llenar los vacíos de la palabra. Entonces,
dejo que entres dentro del poema; y te veo
avanzar por las frases, hasta el final de la línea,
donde te espero,
como si cada sueño no se deshiciese
con el aire.
____________
FONS VITAE
Las confidencias se quedan en el cielo de la boca
como las nubes lentas del otoño. Las soplo,
para que el cielo se limpie y sólo una niebla vaga
se pegue a lo que me quieres decir; pero
me arrimas los labios al olvido, y tú, sí,
eres quien me cuentas qué cielo es éste, y de dónde
vienen las nubes que lo cubren. Sentimientos,
emociones, pasiones, se interponen entre
cada frase. No hay otros asuntos
cuando nos encontramos, y me empiezas a hablar,
como si fuese el corazón la única
fuente de lo que decimos.
Nuno Júdice
en Tú, a quien llamo amor (antología).
Hiperión. 2008.
Traducción de Jesús Munárriz.
sábado, 29 de noviembre de 2008
domingo, 23 de noviembre de 2008
Dublineses
Ella dormía profundamente.
Gabriel, apoyado en un codo, miró por un rato y sin resentimiento su pelo revuelto y su boca entreabierta, oyendo su respiración profunda. De manera que ella tuvo un amor así en la vida: un hombre había muerto por su causa. Apenas le dolía ahora pensar en la pobre parte que él, su marido, había jugado en su vida. La miró mientras dormía como si ella y él nunca hubieran sido marido y mujer. Sus ojos curiosos se posaron un gran rato en su cara y su pelo, y, mientras pensaba cómo habría sido ella entonces, por el tiempo de su primera belleza lozana, una extraña y amistosa lástima por ella penetró en su alma. No quería decirse a sí mismo que ya no era bella, pero sabía que su cara no era la cara por la que Michael Furey desafió la muerte.
Quizá ella no le hizo a él todo el cuento. Sus ojos se movieron a la silla sobre la que ella había tirado algunas de sus ropas. Un cordón de corpiño colgaba hasta el piso. Una bota se mantenía en pie, su caña fláccida caída; su compañera yacía recostada a su lado. Se extrañó ante sus emociones en tropel de una hora atrás. ¿De dónde provenían? De la cena de su tía, de su misma arenga idiota, del vino y del baile, de aquella alegría fabricada al dar las buenas noches en el pasillo, del placer de caminar junto al río bajo la nieve. ¡Pobre tía Julia! Ella también sería muy pronto una sombra junto a la sombra de Patrick Morkan y su caballo. Había atrapado al vuelo aquel aspecto abotargado de su rostro mientras cantaba Ataviada para el casorio. Pronto, quizá, se sentaría en aquella misma sala, vestido de luto, el negro sombrero de seda sobre las rodillas, las cortinas bajas y la tía Kate sentada a su lado, llorando y soplándose la nariz mientras le contaba de qué manera había muerto Julia. Buscaría él en su cabe algunas palabras de consuelo, pero no encontraría más que las usuales, inútiles y torpes. Sí, sí, ocurrirá muy pronto.
El aire del cuarto le helaba la espalda. Se estiró con cuidado bajo las sábanas y se echó al lado de su esposa. Uno a uno se iban convirtiendo ambos en sombras. Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida. Penso cómo la mujer que descansaba a su lado había evocado en su corazón, durante años, la imagen de los ojos de su amante el día que él le dijo que no quería seguir viviendo.
Lágrimas generosas colmaron los ojos de Gabriel. Nunca había sentido aquellos por ninguna mujer, pero supo que ese sentimiento tenía que ser amor. A sus ojos las lágrimas crecieron en la oscuridad parcial del cuarto y se imaginó que veía que veía una figura de hombre, joven, de pie bajo un árbol anegado. Había otras formas próximas. Su alma se había acercado a esa región donde moran las huestes de los muertos. Estaba consciente, pero no podía aprehender sus aviesas y tenues presencias. Su propia identidad se esfumaba a un mundo impalpable y gris: el sólido mundo en que estos muertos se criaron y vivieron se disolvía consumiéndose.
Leves toques en el vidrio lo hicieron volverse hacia la ventana. De nuevo nevaba. Soñoliento, vio cómo los copos, de plata y de sombras, caían oblicuos hacia las luces. Había llegado la hora de variar su rumbo al Poniente. Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía suave sobre el mégano de Allen y, más al Oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía así en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos.
En Los muertos, relato incluido en Dublineses
de James Joyce.
Alianza Editorial.
Traducción de Guillermo Cabrera Infante.
El video es la última escena de la película homónima de John Huston.
Gabriel, apoyado en un codo, miró por un rato y sin resentimiento su pelo revuelto y su boca entreabierta, oyendo su respiración profunda. De manera que ella tuvo un amor así en la vida: un hombre había muerto por su causa. Apenas le dolía ahora pensar en la pobre parte que él, su marido, había jugado en su vida. La miró mientras dormía como si ella y él nunca hubieran sido marido y mujer. Sus ojos curiosos se posaron un gran rato en su cara y su pelo, y, mientras pensaba cómo habría sido ella entonces, por el tiempo de su primera belleza lozana, una extraña y amistosa lástima por ella penetró en su alma. No quería decirse a sí mismo que ya no era bella, pero sabía que su cara no era la cara por la que Michael Furey desafió la muerte.
Quizá ella no le hizo a él todo el cuento. Sus ojos se movieron a la silla sobre la que ella había tirado algunas de sus ropas. Un cordón de corpiño colgaba hasta el piso. Una bota se mantenía en pie, su caña fláccida caída; su compañera yacía recostada a su lado. Se extrañó ante sus emociones en tropel de una hora atrás. ¿De dónde provenían? De la cena de su tía, de su misma arenga idiota, del vino y del baile, de aquella alegría fabricada al dar las buenas noches en el pasillo, del placer de caminar junto al río bajo la nieve. ¡Pobre tía Julia! Ella también sería muy pronto una sombra junto a la sombra de Patrick Morkan y su caballo. Había atrapado al vuelo aquel aspecto abotargado de su rostro mientras cantaba Ataviada para el casorio. Pronto, quizá, se sentaría en aquella misma sala, vestido de luto, el negro sombrero de seda sobre las rodillas, las cortinas bajas y la tía Kate sentada a su lado, llorando y soplándose la nariz mientras le contaba de qué manera había muerto Julia. Buscaría él en su cabe algunas palabras de consuelo, pero no encontraría más que las usuales, inútiles y torpes. Sí, sí, ocurrirá muy pronto.
El aire del cuarto le helaba la espalda. Se estiró con cuidado bajo las sábanas y se echó al lado de su esposa. Uno a uno se iban convirtiendo ambos en sombras. Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida. Penso cómo la mujer que descansaba a su lado había evocado en su corazón, durante años, la imagen de los ojos de su amante el día que él le dijo que no quería seguir viviendo.
Lágrimas generosas colmaron los ojos de Gabriel. Nunca había sentido aquellos por ninguna mujer, pero supo que ese sentimiento tenía que ser amor. A sus ojos las lágrimas crecieron en la oscuridad parcial del cuarto y se imaginó que veía que veía una figura de hombre, joven, de pie bajo un árbol anegado. Había otras formas próximas. Su alma se había acercado a esa región donde moran las huestes de los muertos. Estaba consciente, pero no podía aprehender sus aviesas y tenues presencias. Su propia identidad se esfumaba a un mundo impalpable y gris: el sólido mundo en que estos muertos se criaron y vivieron se disolvía consumiéndose.
Leves toques en el vidrio lo hicieron volverse hacia la ventana. De nuevo nevaba. Soñoliento, vio cómo los copos, de plata y de sombras, caían oblicuos hacia las luces. Había llegado la hora de variar su rumbo al Poniente. Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía suave sobre el mégano de Allen y, más al Oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía así en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos.
En Los muertos, relato incluido en Dublineses
de James Joyce.
Alianza Editorial.
Traducción de Guillermo Cabrera Infante.
El video es la última escena de la película homónima de John Huston.
Etiquetas:
James Joyce,
John Huston,
Literatura británica,
narrativa
lunes, 10 de noviembre de 2008
Dos poemas de El iris salvaje de Louise Glück
PRESQUE ISLE
En cada vida hay un momento o dos.
En cada vida, una habitación en algún lado, junto al mar o en las montañas.
Sobre la mesa un plato de albaricoques. Huesos en un cenicero blanco.
Como todas las imágenes, fueron éstas las condiciones de un pacto:
un rayo de sol que tiembla en tu mejilla,
mi dedo que presiona tus labios.
Las paredes blanquiazules; la agrietada pintura del modesto estudio.
Esa habitación existe aún, en el piso cuarto,
con su pequeño balcón, con sus vistas al mar.
Una habitación cuadrada y blanca, con la sábana deshecha al borde de la cama.
No se ha disuelto en nada, no se ha vuelto real.
Por la ventana abierta el aire marino huele a yodo.
Por la mañana temprano, un hombre grita a un niño
que salga del agua. El niño tendría ahora veinte años.
Alrededor de tu rostro se agita el pelo húmedo, con vetas de color castaño.
Muselina, un pesado jarrón, unas cuantas peonías,
un temblor plateado.
____________
VÍSPERAS
Ya nunca me pregunto dónde estás.
Estás en el jardín: estás donde está John,
abstraído, en el polvo, con su pala verde en la mano.
Así trabaja: quince minutos de intensa albor,
otros quince de contemplación extática. A veces
trabajo a su lado, en la tarea que me toca,
deshierbando, limpiando las lechugas; a veces
lo miro desde el portal de la parte alta del jardín
hasta el crepúsculo, que transforma en linternas
los primeros lirios: en todo ese tiempo
la paz no lo ha dejado. Pero eso me recorre
no como el sustento de la flor, sino
como la luz brillante que atraviesa el árbol desnudo.
Louise Glück
en El iris Salvaje.
Pre-textos.
Traducción de Eduardo Chirinos.
Más aquí
En cada vida hay un momento o dos.
En cada vida, una habitación en algún lado, junto al mar o en las montañas.
Sobre la mesa un plato de albaricoques. Huesos en un cenicero blanco.
Como todas las imágenes, fueron éstas las condiciones de un pacto:
un rayo de sol que tiembla en tu mejilla,
mi dedo que presiona tus labios.
Las paredes blanquiazules; la agrietada pintura del modesto estudio.
Esa habitación existe aún, en el piso cuarto,
con su pequeño balcón, con sus vistas al mar.
Una habitación cuadrada y blanca, con la sábana deshecha al borde de la cama.
No se ha disuelto en nada, no se ha vuelto real.
Por la ventana abierta el aire marino huele a yodo.
Por la mañana temprano, un hombre grita a un niño
que salga del agua. El niño tendría ahora veinte años.
Alrededor de tu rostro se agita el pelo húmedo, con vetas de color castaño.
Muselina, un pesado jarrón, unas cuantas peonías,
un temblor plateado.
____________
VÍSPERAS
Ya nunca me pregunto dónde estás.
Estás en el jardín: estás donde está John,
abstraído, en el polvo, con su pala verde en la mano.
Así trabaja: quince minutos de intensa albor,
otros quince de contemplación extática. A veces
trabajo a su lado, en la tarea que me toca,
deshierbando, limpiando las lechugas; a veces
lo miro desde el portal de la parte alta del jardín
hasta el crepúsculo, que transforma en linternas
los primeros lirios: en todo ese tiempo
la paz no lo ha dejado. Pero eso me recorre
no como el sustento de la flor, sino
como la luz brillante que atraviesa el árbol desnudo.
Louise Glück
en El iris Salvaje.
Pre-textos.
Traducción de Eduardo Chirinos.
Más aquí
Etiquetas:
Eduardo Chirinos,
literatura norteamericana,
Louise Glück,
Poesía
domingo, 9 de noviembre de 2008
Javier Moreno: Dos fragmentos de Click
Cuando estamos acompañados podemos charlar, contarle a esa otra persona nuestra historia, los pequeños detalles de los que se componen los días. Entonces nuestra vida cristaliza en la memoria bajo la forma de un relato donde nosotros somos los protagonistas. Cuando ese alguien nos falta, los acontecimientos se suceden sin un hilo que los mantenga unidos. La soledad convierte la experiencia en una masa indistinta, sin principio ni fin. Para el solitario las vivencias se acumulan en una contigüidad insoportable. Estoy solo. Ya lo saben. Además, tengo la impresión de que casi siempre lo he estado. Y sin embargo hay alguien, tiene que haber alguien a quien contarle esta historia. Alguien del otro lado. Mi salvación.
______________
Qué ocurre si existe un momento en la vida en que creemos alcanzar la felicidad con la punta de los dedos... Más o menos como esa escena de la creación en la Sixtina (ya saben, los dedos de Adán y de Dios separados apenas por unos centímetros). Y, cuando estábamos a punto de conseguir la dicha, nuestro objeto de deseo se retira, nos da la espalda para sumergirse en un paraíso inalcanzable. Dónde buscar la entereza para afrontar entonces lo que nos resta de vida, cómo sobrevivirnos cuando sabemos que lo máximo que podremos conseguir es una especie de sucedáneo que arrojaríamos con melancólico placer al cubo de la basura. Hay grietas imposibles de tapar, hay heridas que nunca dejarán de sangrar. Hay un dolor inasequible a todos los calmantes.
Javier Moreno
en Click.
Candaya, 2008.
______________
Qué ocurre si existe un momento en la vida en que creemos alcanzar la felicidad con la punta de los dedos... Más o menos como esa escena de la creación en la Sixtina (ya saben, los dedos de Adán y de Dios separados apenas por unos centímetros). Y, cuando estábamos a punto de conseguir la dicha, nuestro objeto de deseo se retira, nos da la espalda para sumergirse en un paraíso inalcanzable. Dónde buscar la entereza para afrontar entonces lo que nos resta de vida, cómo sobrevivirnos cuando sabemos que lo máximo que podremos conseguir es una especie de sucedáneo que arrojaríamos con melancólico placer al cubo de la basura. Hay grietas imposibles de tapar, hay heridas que nunca dejarán de sangrar. Hay un dolor inasequible a todos los calmantes.
Javier Moreno
en Click.
Candaya, 2008.
Etiquetas:
Javier Moreno,
Literatura española,
Murcia
Suscribirse a:
Entradas (Atom)