Chupas la punta del pincel Ende, para afilarlo. En tu saliva hay un regusto a leche de cabra. Desenrollas el pergamino.
Hace frío en el scrptorium. Desde el ventanuco con arco de la herradura se ve el valle. La nueve se funde en la sierra. El arroyo corre caudaloso.
Colores vivos. Figuras enjutas. Ornamentación geométrica heredada de los mozárabes.
Usas minio; de ahí la denominación de tus dibujos.
¿Nunca ingieres ese plomo rojizo que traen molido desde las minas al monasterio? ¿Te enjuagas las manos después de usarlo?
Boccaccio no sabía de ti: no te menciona en De mulieribus claris. Timarete sí que consta en dicho muestrario de hembras ágiles -virtuosas y/o deshonestas-, entre otras ciento cinco lustrosas. Cristina de Pizán intuyó algo más tarde La ciudad de las damas.
Amelia Maggia, Grace Fryer y las demás, también vosotras chispabais pinceles.
No erais artistas, ni espíritus, aunque en el salón de baile emanase fosforescencia de vuestros vestidos.
¿Qué empleabais para colorear los relojes de la U.S. Radium Corporation?
A veces sustraíais una pizca para maquillaros, sin saber que los químicos, arriba, se protegían con guantes y mascarilla.
Cuando afloraron los tumores, la empresa sugirió algo sobre la sífilis, como si la plantilla estuviese repleta de casquivanas.
Invertisteis las indemnizaciones en vuestros ataúdes.
Toda biografía emite un átomo de luz.
Miren Agur Meabe
en Cómo guardar ceniza en el pecho.
Bartleby Editores.