jueves, 28 de mayo de 2009
Él se traslada del este al oeste
Porque no tenemos historia
construyo una para ti
usando lo que
tenemos, fragmentos de las vidas
de otras personas, párrafos
que invento, de vez en cuando
un objeto, un reloj, una foto
que reclamas como tuya
(¿Qué pasó en aquel edificio rojo
de ladrillo con la salida
de incendios? ¿De qué río hablas?)
(Dijiste que tomaste
el barco, olvidas demasiadas cosas.)
Te sitúo en las calles, en las ciudades
que nunca he visto, andando
en un cuadro
de pintura realista
que se desintegra y se vuelve gris
cuando lo miro de cerca.
Para qué necesito
explicarte, quizá
este es el lugar adecuado para ti
Las montañas de este
espacio vacío tienen los bordes de estaño
azul, tú apareces sin avisar a medio camino entre
mis ojos y los árboles más cercanos,
tus colores brillantes, tu
perfil aplastado
flotando en el aire, sin más
motivo para aparecer
exactamente aquí, que este cartel de publicidad,
esta autopista o esa nube.
Margaret Atwood
en Juegos públicos.
Poesía Hiperión.
Traducción de Pilar Somacarrera Íñigo
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Poesía
martes, 26 de mayo de 2009
De las abejas
[…] El hombre se hizo verdaderamente amo de las abejas, amo furtivo e ignorado, que todo lo dirige sin dar órdenes y es obedecido pese a ser ignorado. El hombre sustituye el ciclo de las estaciones. Repara las injusticias del año. Reúne las repúblicas enemigas. Iguala las riquezas. Aumenta o restringe los nacimientos. Regula la fecundidad de la reina. La destrona y la reemplaza después de un consentimiento difícil que su habilidad obtiene mediante la fuerza de un pueblo que se azoraría ante la sospecha de una intervención inconcebible. Infringe pacíficamente, cuando lo juzga útil, el secreto de las cámaras sagradas y la política astuta y previsora del gineceo real. Quita cinco o seis veces seguidas el fruto de su trabajo a las hermanas de ese laborioso convento infatigable, sin lastimarlas, sin desalentarlas y sin empobrecerlas. Llena los depósitos y graneros de sus moradas con la cosecha de flores que la primavera esparce, con descuidada precipitación, por las laderas de las colinas. Las obliga a reducir el número fastuoso de los amantes que esperan el nacimiento de las princesas. En una palabra: hace lo que quiere y obtiene de ellas lo que desea, a condición de que no pida nada contrario a sus virtudes ni a sus leyes, porque a través de la voluntad del inesperado dios que se ha hecho dueño de ellas –demasiado vasto para ser identificado y demasiado ajeno para que lo comprendan-, las abejas van más lejos de lo que pretende ese mismo dios, y no piensan sino en cumplir, con una inquebrantable abnegación, el deber misterioso de su raza.
(Sobre Lafontaine)… porque había observado, mucho antes de las experiencias de sir John Lubbock, que el azul es el color preferido de las abejas. Había instalado el colmenar contra la pared blanqueada de la casa, en el ángulo que formaba una de esas sabrosas y frescas cocinas holandesas, con sus anaqueles de loza, donde resplandecían los estaños y los cobres, que, por la puerta abierta, se reflejaban en un tranquilo canal. Y el agua, cargada de imágenes familiares, bajo un toldo de álamos, guiaba la vista hasta el reposo de un horizonte de molinos y praderas.
En aquel punto, como dondequiera que se coloquen, las colmenas habían dado a las flores, al silencio, la dulzura del aire, a los rayos del sol, una significación nueva. Allí se alcanzaba, en cierto modo, la alegre meta del estío. Allí se hallaban, en la brillante encrucijada donde convergen y parten las aéreas rutas que recorren desde el alba hasta el crepúsculo los atareados y sonoros enjambres, todos los perfumes de la campiña. Allí se iba a escuchar el alma feliz y visible, la voz inteligente y musical, el alegre crepitar de las horas más bellas del jardín. Allí se iba a aprender, en la escuela de las abejas, los designios de la Naturaleza omnipotente, las luminosas relaciones de los tres reinos, la organización inagotable de la vida, la moral del trabajo duro y desinteresado, y lo que vale tanto como la moral del trabajo: las heroicas obreras enseñaban también allí a gozar del sabor algo vago del ocio, subrayando, por así decirlo, con los trazos de fuego de sus mil pequeñas alas, las delicias casi imperceptibles de esos inmaculados días que giran sobre sí mismos en el espacio, sin traernos nada más que un mundo transparente, vacío de recuerdos, como una dicha demasiado pura.
[…] Esos pobres seres tiritan en las tinieblas; se ahogan en medio de una multitud como paralizada; parecen prisioneras enfermas o reinas destronadas que no tuvieron más que un segundo de esplendor entre las iluminadas flores del jardín, para regresar en seguida a la vergonzosa miseria de su triste morada atestada.
Sucede con ellas lo que con todas las realidades complejas: hay que aprender a observarlas. Un habitante de otro planeta que viese a los hombres ir y venir casi insensiblemente por las calles; aglomerarse en torno a ciertos edificios o en ciertas plazas; esperar no se sabe qué, sin movimiento aparente, en el fondo de sus moradas, deduciría también que son inertes y miserables. Sólo a la larga se distingue la múltiple actividad de esa inercia.
[…] Ese espíritu de la colmena es prudente y económico, pero no avaro. Conoce, al parecer, las leyes majestuosas y algo locas de la Naturaleza en lo tocante al amor. Así es que, durante los abundantes días estivales, tolera –porque la reina que va a nacer elegirá de entre ellos a su amante- la presencia embarazosa de trescientos o cuatrocientos zánganos aturdidos, torpes, inútilmente ocupados, presuntuosos, total y escandalosamente ociosos, bulliciosos, glotones, groseros, sucios, insaciables, enormes. Pero una vez fecundada la reina, una mañana de esos días en que las flores se abren más tarde y se cierran más temprano, el espíritu de la colmena decreta fríamente su masacre general y simultánea.
[…] Al cabo de algunos días las cubiertas de esas miríadas de criaturas guardadas en urnas (en una colmena grande se cuentan de setenta a ochenta mil) se rajan y aparecen dos grandes ojos negros y graves, dominados por antenas que sondean ya la existencia que vive a su alrededor, mientras sus activas mandíbulas acaban de ensanchar la abertura. En seguida acuden las nodrizas, que ayudan a la abeja a salir de su prisión, la sostienen, la cepillan, la limpian y le ofrecen en la extremidad de la lengua la primera miel de su nueva vida. Como llega de otro mundo, se halla aún aturdida, un poco pálida, vacilante. Tiene el aire débil de un viejecito escapado de la tumba. Diríase que es una viajera cubierta del polvo de los caminos desconocidos que conducen al nacimiento. Por lo demás es perfecta de los pies a la cabeza, sabe inmediatamente lo que debe saber, y como esos hijos del pueblo que se enteran, por decirlo así, al nacer, de que tendrán poco tiempo para jugar y reír, se dirige hacia las celdas cerradas y se pone a batir las alas y a agitarse cadenciosamente para calentar a su vez a sus hermanas sepultadas, sin detenerse en descifrar el asombroso enigma de su destino y de su raza.
Maurice Maeterlinck
en La vida de las abejas.
Traducción de Pedro de Tornamira.
La selección de los fragmentos ha sido realizada por mi compadre Antonio Sánchez-Carrasco.
(Sobre Lafontaine)… porque había observado, mucho antes de las experiencias de sir John Lubbock, que el azul es el color preferido de las abejas. Había instalado el colmenar contra la pared blanqueada de la casa, en el ángulo que formaba una de esas sabrosas y frescas cocinas holandesas, con sus anaqueles de loza, donde resplandecían los estaños y los cobres, que, por la puerta abierta, se reflejaban en un tranquilo canal. Y el agua, cargada de imágenes familiares, bajo un toldo de álamos, guiaba la vista hasta el reposo de un horizonte de molinos y praderas.
En aquel punto, como dondequiera que se coloquen, las colmenas habían dado a las flores, al silencio, la dulzura del aire, a los rayos del sol, una significación nueva. Allí se alcanzaba, en cierto modo, la alegre meta del estío. Allí se hallaban, en la brillante encrucijada donde convergen y parten las aéreas rutas que recorren desde el alba hasta el crepúsculo los atareados y sonoros enjambres, todos los perfumes de la campiña. Allí se iba a escuchar el alma feliz y visible, la voz inteligente y musical, el alegre crepitar de las horas más bellas del jardín. Allí se iba a aprender, en la escuela de las abejas, los designios de la Naturaleza omnipotente, las luminosas relaciones de los tres reinos, la organización inagotable de la vida, la moral del trabajo duro y desinteresado, y lo que vale tanto como la moral del trabajo: las heroicas obreras enseñaban también allí a gozar del sabor algo vago del ocio, subrayando, por así decirlo, con los trazos de fuego de sus mil pequeñas alas, las delicias casi imperceptibles de esos inmaculados días que giran sobre sí mismos en el espacio, sin traernos nada más que un mundo transparente, vacío de recuerdos, como una dicha demasiado pura.
[…] Esos pobres seres tiritan en las tinieblas; se ahogan en medio de una multitud como paralizada; parecen prisioneras enfermas o reinas destronadas que no tuvieron más que un segundo de esplendor entre las iluminadas flores del jardín, para regresar en seguida a la vergonzosa miseria de su triste morada atestada.
Sucede con ellas lo que con todas las realidades complejas: hay que aprender a observarlas. Un habitante de otro planeta que viese a los hombres ir y venir casi insensiblemente por las calles; aglomerarse en torno a ciertos edificios o en ciertas plazas; esperar no se sabe qué, sin movimiento aparente, en el fondo de sus moradas, deduciría también que son inertes y miserables. Sólo a la larga se distingue la múltiple actividad de esa inercia.
[…] Ese espíritu de la colmena es prudente y económico, pero no avaro. Conoce, al parecer, las leyes majestuosas y algo locas de la Naturaleza en lo tocante al amor. Así es que, durante los abundantes días estivales, tolera –porque la reina que va a nacer elegirá de entre ellos a su amante- la presencia embarazosa de trescientos o cuatrocientos zánganos aturdidos, torpes, inútilmente ocupados, presuntuosos, total y escandalosamente ociosos, bulliciosos, glotones, groseros, sucios, insaciables, enormes. Pero una vez fecundada la reina, una mañana de esos días en que las flores se abren más tarde y se cierran más temprano, el espíritu de la colmena decreta fríamente su masacre general y simultánea.
[…] Al cabo de algunos días las cubiertas de esas miríadas de criaturas guardadas en urnas (en una colmena grande se cuentan de setenta a ochenta mil) se rajan y aparecen dos grandes ojos negros y graves, dominados por antenas que sondean ya la existencia que vive a su alrededor, mientras sus activas mandíbulas acaban de ensanchar la abertura. En seguida acuden las nodrizas, que ayudan a la abeja a salir de su prisión, la sostienen, la cepillan, la limpian y le ofrecen en la extremidad de la lengua la primera miel de su nueva vida. Como llega de otro mundo, se halla aún aturdida, un poco pálida, vacilante. Tiene el aire débil de un viejecito escapado de la tumba. Diríase que es una viajera cubierta del polvo de los caminos desconocidos que conducen al nacimiento. Por lo demás es perfecta de los pies a la cabeza, sabe inmediatamente lo que debe saber, y como esos hijos del pueblo que se enteran, por decirlo así, al nacer, de que tendrán poco tiempo para jugar y reír, se dirige hacia las celdas cerradas y se pone a batir las alas y a agitarse cadenciosamente para calentar a su vez a sus hermanas sepultadas, sin detenerse en descifrar el asombroso enigma de su destino y de su raza.
Maurice Maeterlinck
en La vida de las abejas.
Traducción de Pedro de Tornamira.
La selección de los fragmentos ha sido realizada por mi compadre Antonio Sánchez-Carrasco.
lunes, 25 de mayo de 2009
Las miradas oblicuas
miércoles de julio de 2004
De una noche en que estaba en la cocina, friendo unos filetes para la cena, de espaldas a la puerta. Y en eso entró él y dijo:
-Estás cansada.
Esa nonche, del mismo modo que él vio con toda nitidez que yo estaba cansada, yo vi, con idéntica claridad, que amar es también, saber leer en la espalda de la persona amada. No la frente, no la sonrisa, ni la mirada, ni el cuerpo desnudo: una espalda, con el lazo del mandil bien visible en la cintura, en la cocina, a la demacrada luz de un fluorescente.
___________________-Estás cansada.
Esa nonche, del mismo modo que él vio con toda nitidez que yo estaba cansada, yo vi, con idéntica claridad, que amar es también, saber leer en la espalda de la persona amada. No la frente, no la sonrisa, ni la mirada, ni el cuerpo desnudo: una espalda, con el lazo del mandil bien visible en la cintura, en la cocina, a la demacrada luz de un fluorescente.
viernes 17 de diciembre de 2004
No sé qué es más maravilloso:
Que las palabras estén realmente escritas sobre el cielo
o que tenga el don de leer palabras donde sólo hay nubes.
__________________
jueves 12 de abril de 2007
Sus palabras, miguitas de pan que iba dejando
por el camino.
Sus actos, los pájaros que se las iban comiendo.
___________________
martes 8 de mayo de 2007
La vida es frágil y hermosa
(e irrepetible: si quieres comer tortilla, sólo tienes que romper los huevos:
hazlo antes de que sea tarde).
Lo que sucede -nos enseñan- es transitorio, efímero;
todo lo que tiene comienzo tendrá un final
(y es perfecto así: sólo duele si intentas hacer que dure).
Lo que haces dará, tarde o temprano, fruto
(tanto lo bueno como, ya sabes, todo lo demás:
intenta no endeudarte
ni con los bancos
ni con nadie).
Así que de lo que se trata -me parece a mí-
es de ver cómo son las cosas en realidad
(renunciar a creer en la solidez de los espejismos
al mismo tiempo
que los disfrutas
o los sufres).
Y mientras tanto
caminanos:
sigo estando a tu lado.
Berna Wang
en La mirada oblicua.
adamaRamada.
También en RNE3.
miércoles, 20 de mayo de 2009
el mundo
Mientras regresaba a Madrid, pensaba en ese sucedió y ya está. Recordé un día en el que paseando por el campo, en Asturias, me detuve frente a una vaca que estaba a punto de parir y comprendí que el embarazo había sucedido dentro de su cuerpo como el lenguaje sucede dentro del nuestro. Comprendí que yo, finalmente, no era más que un escenario en el que había ocurrido cuando se relataba en El mundo. La idea resultó enormemente liberadora. Quizá no seamos los sujetos de la angustia, sino su escenario; ni de los sueños, sino su escenario; ni de la enfermedad, sino su escenario; ni del éxito o el fracaso, sino su escenario... Yo era el escenario en el que se había dado el apellido Millás como en otros se da el de López o García. ¿En qué momento comencé a ser Millás? ¿En qué instante empezamos a ser Hurtado, Gutiérrez o Medina? No, desde luego, en el momento de nacer. El nombre es una prótesis, un implante que se va confundiendo con el cuerpo, hasta convertirse en un hecho casi biológico a lo largo de un proceso extravagante y largo. Pero tal vez del mismo modo que un día nos levantamos y ya somos Millás o Fernández u Ortega, otro día dejamos de serlo. Tampoco de golpe, poco a poco. Quizá desde el momento en el que me desprendí de las cenizas, que era un modo de poner el punto final a la novela, yo había empezado a dejar de ser Millás, incluso de ser Juanjo. Recordé una foto reciente, en la que aparecía García Márquez rodeado de admiradores jóvenes. Me llamó la atención la expresión de su rostro, como si se tratara de alguien que se estuviera haciendo pasar por el conocido escritor. García Márquez, pensé, ya no estaba del todo en aquel cuerpo. Me vinieron a la memoria también unas declaraciones de Francisco Ayala, pronunciadas en el contexto de las celebraciones de su centenario: "Qué raro", dijo, "me resulta escucharles a ustedes lo que dicen de mí". Tal extrañeza respecto a su propia vida sólo podía significar que él, en parte al menos, ya no estaba allí. Pero si no sabemos cuándo empezamos a ser Fulano de Tal, cómo averiguar en qué instante comenzamos a dejar de serlo.
No sé en qué momento comencé a ser Juan José Millás, pero sí tuve claro durante el viaje de vuelta (¿o el de vuelta había sido el de ida?) que aquel día había comenzado a dejar de serlo. Gracias a ese descubrimiento, el recorrido se me hizo corto.
Recuerdo que al llegar a casa estaba un poco triste, como cuando terminas un libro que quizá sea el último.
Juan José Millás
en El mundo.
Planeta.
No sé en qué momento comencé a ser Juan José Millás, pero sí tuve claro durante el viaje de vuelta (¿o el de vuelta había sido el de ida?) que aquel día había comenzado a dejar de serlo. Gracias a ese descubrimiento, el recorrido se me hizo corto.
Recuerdo que al llegar a casa estaba un poco triste, como cuando terminas un libro que quizá sea el último.
Juan José Millás
en El mundo.
Planeta.
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martes, 19 de mayo de 2009
Ducha
Abre el grifo
y espera a que el agua se caliente.
Nos desnudamos juntos.
Igual que el barrendero
sabe la suciedad de las ciudades,
te conozco:
Sé de tu rabia
y tu fragilidad.
También de tu soberbia
o del temor a lo que no controlas.
Aprendí de tus dudas,
me despertó tu miedo.
Mas nada de eso importa,
pues sólo así se llega a conocerte:
En el agua de ducha se deletrea un río.
Josep M. Rodríguez
en Raíz.
Colección Visor de Poesía.
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sábado, 9 de mayo de 2009
Katy Parra: Princesa
Foto de Ana Mendieta
Soy aquella que un día
te deshizo el castillo
y se enfrentó a tu príncipe
a voces y a pedradas;
la que con dos excusas
y una pizca de ingenio
rescató a la princesa
y la hizo reír
sin percatarse apenas
de que estaba desnuda.
La idiota que creyó
que eras para siempre,
la que no supo atar
--entre las sábanas--
la beatitud secreta de tus ingles.
Katy Parra
en Por si los pájaros.
Visor.
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Poesía
lunes, 4 de mayo de 2009
Poeta de la pasión: Akiko Yosano
foto de Horst. P. Horst
.
Aquí y ahora
cuando me paro a recordar
mi pasión, me parece
que yo era como un ciego
que no teme la oscuridad.
.
Medio vestida
con una leve seda
de color rojo pálido...
no penséis mal: decidles
que está gozando de la luna...
.
Murmullos amorosos
tras la cortina de la noche
constelada de estrellas;
lejos del mundo y de la gente,
me arreglo el pelo desordenado.
.
Hay un mar en mi pecho
que incluso para mí es desconocido;
en una de sus rocas
se vienen a estrellar todos los barcos
y son vanas mis lágrimas.
Akiko Yosano
en Poeta de la pasión.
Hiperión.
.
Aquí y ahora
cuando me paro a recordar
mi pasión, me parece
que yo era como un ciego
que no teme la oscuridad.
.
Medio vestida
con una leve seda
de color rojo pálido...
no penséis mal: decidles
que está gozando de la luna...
.
Murmullos amorosos
tras la cortina de la noche
constelada de estrellas;
lejos del mundo y de la gente,
me arreglo el pelo desordenado.
.
Hay un mar en mi pecho
que incluso para mí es desconocido;
en una de sus rocas
se vienen a estrellar todos los barcos
y son vanas mis lágrimas.
Akiko Yosano
en Poeta de la pasión.
Hiperión.
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domingo, 3 de mayo de 2009
Manuel Moyano: Plenilunio
A veces alguno de nosotros se transforma bajo el influjo de la luna llena: pierde todo su vello, las patas traseras se le alargan, su hocico se acorta y empieza a caminar erguido. Esa misma noche lo expulsamos para siempre de la manada y él se encamina hacia la aldea de los hombres, con el vano propósito de ser acogido entre ellos; pero allí le impiden el paso porque sus modales les parecen toscos, hiede a monte y ni siquiera sabe hablar. Repudiado por todos, el desdichado vaga durante días por los campos y termina quitándose la vida.
Manuel Moyano,
en El imperio de Chu.
Tres fronteras.
Acabo de leer también El experimento Wolberg de Moyano en la editorial menoscuarto. Si os gustó El amigo de Kafka este también despertará vuestro placer de lectores.
Manuel Moyano,
en El imperio de Chu.
Tres fronteras.
Acabo de leer también El experimento Wolberg de Moyano en la editorial menoscuarto. Si os gustó El amigo de Kafka este también despertará vuestro placer de lectores.
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