Ahora sólo escuchaba el silbido del viento que levantaba enormes nubes de polvo. Le dolía todo el cuerpo, pero su mente iba recuperando la lucidez. Tumbada sobre el suelo no podía ver a sus perseguidores, de manera que tampoco ellos la tenían a la visa. Movió un poco el cuerpo y se palpó la espalda sin incorporarse. No tenía sangra ni heridas: la bala había pasado de largo. Casi instintivamente se apretó contra el suelo y comenzó a excavar con las dos manos. La arena estaba muy blanca, y el viento ayudaba en la tarea. Ella misma se sorprendió de la rapidez con que había empezado a funcionar su mente. Poco a poco comenzó a cavar también con los pies, con las piernas, con todo el cuerpo. En pocos minutos había hecho un hueco considerable en la arena. Se dio la vuelta, dentro del agujero, y comenzó a taparse con la tierra. Se colocó la melfa sobre la cara y fue cubriéndola también con mucha dificultad. El viento hizo el resto. Al cabo de un rato quedó totalmente enterrada, con el rostro apenas a unos centímetros de la superficie. Podía escuchar muy bien el sonido del viento e incluso, cuando cambiaba la dirección, le llegaban las palabras de Le Monsieur y de sus hombres.
Aza había escuchado muchas veces a sus mayores contar historias de la guerra. A base de oírlas dejó de prestarles atención, pero nunca las olvió del todo. Fueron muchos los saharauis que en la década de los setenta habían pasado de pastores a guerreros y habían rescatado las formas de guerra de sus antepasados. En las emboscadas a los marroquíes, los saharauis utilizaban con frecuencia la técnica del enterramiento. El tío de Aza le contó muchas veces cómo, enterrado en la arena, había sentido un carro de combate enemigo que pasaba por encima de él. Pero había que tener mucha sangre fría; eso también lo dijo muchas veces su tío. Aza intentó recordar aquellas historias mientras permanecía enterrada. Ahora se arrepintió de no haber estado más atenta, o de no haber reconocido la utilidad de aquella técnica de guerrilla.
El corazón se movía en su pecho como una bomba a punto de reventar. Aza sabía bien que su peor enemigo eran los nervios. Trató de pensar en cosas agradables. Pensó en su hijo, en su madre. Recordó el Malecón de La Habana, con aquellos coches antiguos que lo cruzaban milagrosamente. El viento del desierto se fue pareciendo al viento del Caribe que estrellaba las terribles olas contra las piedras del Malecón. Pensó en el día de su boda. Respiraba con dificultad, pero poco a poco se fue tranquilizando; hasta que sus pensamientos se confundieron con las voces de aquellos hombres despreciables que creían haberla matado.
Señor, mi padre dijo que os podríais curar si os bañáis en la sangre de una doncella. Yo soy doncella y quisiera ofreceros mi sangre.
El rey permaneció inmovilizado por el asombro y la alegría. ¿Sería posible aquel milagro cuando ya había perdido toda esperanza? No, no podía ser. Ocurriría como las otras veces. Con una voz donde se traslucía una íntima amargura, dijo:
-Te obliga tu padre, ¿verdad?
-No, no, el no quiere —respondió apresuradamente la doncella—. Soy su única hija, lo único que tiene, pues mi madre murió, y no quiere perderme por nada del mundo. Por eso tuve que aprovechar su sueno para poder decíroslo.
-Entonces—exclamo el rey asombrado— ¿por que lo haces? ¿Piensas que tu padre apreciara mas poseer la mitad de mis tesoros que tu vida?
-Pero si yo no quiero vuestros tesoros, señor.
-¿Qué quieres entonces? ¿Por qué lo haces?
Pero la muchacha no contestó. Permanecía ante el rey, con la cabeza inclinada, guardando un doloroso silencio. El rey retiro el velo de su rostro y vio una cara bella como la luna, arrebolada por el rubor. Dulcemente, tomándola de la barbilla, levanto su cabeza y volvió a preguntar.
-¿Dime, pequeña, por que lo haces?
-Señor, desde muy niña me asomaba a la celosía cuando paseabais por el jardín para veros pasar. No había en el mundo nada más hermoso. Después enfermasteis. Era tan triste veros así, tan triste...
Se había interrumpido ahogada por las lágrimas. Y el gran rey sintió algo que nunca había sentido. Aquella niña a la que ni recordaba haber visto le había amado durante anos, le había amado con un amor sin esperanza, con un amor tal que ahora le ofrecía su vida para salvarle.
-¿Cómo podría agradecértelo?—dijo mientras le acariciaba los cabellos—. ¿Si pudiera hacer algo por ti, algo que compensara tu sacrificio?
-Sí puede. Puede darme algo. Lo que más he deseado, lo que siempre soñé. Un día antes de verter mi sangre, tomadme por esposa.
Y así fue como el rey desposo a la doncella que al día siguiente había de ser sacrificada para que el recobrase su salud. Fue solo una ceremonia simbólica, pues la muchacha debería llegar virgen al sacrificio.
Pero al día siguiente ese sacrificio no se realizó. Ni al otro. Ni al otro... A1 gran rey le había ocurrido algo extraño. Le faltaba el valor para ordenar la muerte de aquella criatura tan dulce, tan bella, que le amaba tanto y a la que el también amaba cada día mas. Por eso fue posponiéndolo hasta que una noche entro con ella en la cámara nupcial para perder entre los brazos de su amada su única oportunidad de salvar la vida.
Por amor, el rey había renunciado a curar su lepra. Esa lepra que, también por amor, iba muy pronto a pudrir las dulces carnes de su bien amada. Murieron el mismo día y a la misma hora y fueron enterrados el uno junto al otro. Y cuentan allá en Oriente que en su mausoleo nacieron dos rosales, un rosal de rosas rojas y otro de rosas blancas, que se buscan y entrecruzan como si se abrazasen. Y esta es la historia que yo escuche cuando estaba en Trípoli sobre el rey leproso y la doncella, pero en verdad no sabría decir si en realidad sucedió o se trata solo de una de las muchas leyendas que por allí se narran...