martes, 21 de diciembre de 2010

El cuento de navidad


Así que va y me dice que le escriba un cuento de navidad y me mira con esos ojos, que no sé qué hacer, no sé cómo quitármela de encima, cómo escamotear el asunto, porque de querer podría, es tan pequeña, que a poco que le de la vuelta a la conversación termina olvidándose, seguro, no hay más que intentarlo y lo intento, le digo que no, que los cuentos de navidad le sientan mal a la luna y que ella no querrá que la luna se entristezca, le cuento que la luna está allí arriba velando para que nadie cuente historias de navidad, porque se pone celosa, porque no quiere que hagamos otra cosa que mirar su gran ombligo cósmico que oscurece a cualquier astro que pasa a su lado. Me ríe la gracia, porque sabe que es mentira y porque además sabe que la luna no tiene nada que ver con todo esto, simplemente que estamos en la terraza y no podemos dejar de hablar de ella. De pronto noto cómo ha bajado la intensidad de su deseo, antes era diferente, tardaba más en olvidarse de estas cosas. Hace frío, no es muy tarde, pero es tarde. Estamos hablando de otra cosa, hablando del instituto, de un cuento de O. Henry que ha tenido que leer en inglés y del que apenas se ha enterado, hablamos de lo que hará en nochevieja, le pregunto, ¿qué harás en nochevieja? y sonríe, porque lo sabe. Yo no lo tengo tan claro, recuerdo cómo eso me azoraba de más joven, de qué manera me entraba el prurito de hacer esto o aquello, de ir de acá para allá. Como aquella nochevieja, cuando nos quedamos por primera vez solos y me empeñé en ver amanecer. Llegamos a casa tarde, era otra noche fría y oscura. La eché en su camita y me fui al salón. Eran las tres o las cuatro de la mañana. Puse la tele, estuve viendo una película antigua, una de esas que sólo ponen en navidad y a horas intempestivas. Luego me puse una copa, miré el reloj, las horas no pasaban. Sentí frío y pereza. Al final tiritando me acosté a las siete y media, sin ver amanecer, hecho polvo y con unos escalofríos terribles que me tuvieron en cama durante dos días.

Todo lo malo no tiene por qué pasar en navidad, me digo después cuando me he quedado solo, cuando se ha dormido a mi lado en el sofá después de cenar y la he llevado en brazos como aquella noche hasta su cama. Ahora es más grande, pero pesa lo mismo. Me hace gracia constatar que la extraña gravedad de su cuerpo se contrarresta con su cabeza a pájaros. Es algo físico, creo, y mágico a la vez. Recojo del suelo el libro que leía, otra vez ese O. Henry, otra vez el cuento de navidad. Lo ojeo, paso las páginas, los dibujos se alternan contando una historia, por un momento el libro me recuerda un bibelot, si lo agitas aparece la nieve y el hambre atosiga al protagonista, no tiene qué llevarse a la boca, intenta delinquir para que lo encierren y así pasar la nochebuena caliente, tal vez con el estómago lleno, pero está visto que todo le sale mal.

Y no sé por qué de pronto me vuelvo a sentar en el salón. Hace tiempo que la luna en su recorrido errático nos dejó a oscuras. Me pongo a leer. ¿Un cuento de navidad? La casa está en silencio, sé que ella está en la otra habitación, que duerme y que yo estoy pensando todo esto por ella, que este es su cuento de navidad, algo sencillo que, como el cuento de O. Henry, termina bien y entonces lo veo, se acerca a través de la venta, un fundido en negro que pone punto final.

Antonio Aguilar

jueves, 9 de diciembre de 2010

La casa apuntalada


He despertado a gritos a todos los fantasmas de la casa,
turbado y empapado de temores, de glacial soledad:
cuando traías el viento de la cale, ese perro apaleado,
y llegabas con las medias verdades;
te desnudabas como los forajidos
y -con todos los olores de la noche en tu pelo-
te desliabas entre las sábanas, querido polizón.

Aquella mañana de enero en la floristería,
cuando compraste un manojo de líquenes
y me dijiste "son las flores del búnker",
debí de comprender que aquel verano duraba demasiado.
Segundos después -frágil y oceánica-
te lanzaste a mi boca como un trago de niebla
hast mezclarte de nuevo en mi sustancia.

Y los fantasmas, uno a uno, como reclutas medio adormilados
han pronunciado tu nombre en ayunas.
Y ese nombre, en otro tiempo luminoso y frutal,
ahora sonaba a gatos muertos flotando en la piscina,
úlceras, zapatos con escorpiones, mercados albaneses...
medias mentiras y medias verdades...
!Dios, cómo olía tu nombre a cloroformo
y qué fuerte se hacía la ventisca
entre las grietas!
Dudas apuntaladas, flores apuntaladas,
sílabas del desguace.

Por eso no te sorprendas si al descolgar el teléfono
cualquier día de estos, después del aguacero,
mi voz -impostada para la ocasión- te invita a un café,
para, por fin, con el sol cegador de un óleo de Sorolla,
ver salir de tus labios el gorrión oxidado de la sinceridad;
y, con dolor de siglos, soltar el aire agónico,
respirar con alivio, apagar la linterna,
y conocer sin más veladuras ni silencios quirúrgicos
por qué nos hicimos tanto daño, por qué...

O por el contrario -sería muy cruel- seguir abriendo
y hurgando en las matriuskas;
toda una vida coleccionando lágrimas en frascos de chanel,
congregando en mitad de la noche, bañado en sudor,
a todos los fantasmas de la casa apuntalada;
y con ellos el viento en las perreras,
el careo con las sábanas parlantes
y las piscinas pútridas de las medias verdades
y las medias mentiras
entre las sombras del jardín.

Ángel Petisme
en Constelaciones al abrir la nevera.
Poesía Hiperión.