Una casa que fuese un arenal
desierto; que ni casa fuese;
solo un lugar
donde la lumbre fuese encendida, y en torno
a ella se sentó la alegría; y calentó
sus manos; y partió porque tenía
un destino; algo sencillo
y poco, pero destino:
crecer como árbol, resistir
al viento, al rigor de la invernada,
y una mañana sentir los pasos
de abril
o, ¿quién sabe?, la floración
de las ramas, que parecían
secas, y de nuevo se estremecen
con el repentino canto de la alondra.
Eugenio de Andrade.
del libro La sal de la lengua
en Materia solar y otros libros,
Galaxia Guttenberg.
traducción de Ángel Campos Pámpano.
domingo, 25 de febrero de 2007
viernes, 16 de febrero de 2007
La señora Midas
Era a finales de septiembre. Acababa de servirme un vaso de vino, empecé
A sentirme bien mientras las verduras se cocían. La cocina
Se llenaba con su olor, se relajaba, con su vaporoso aliento
Que empañaba las ventanas suavemente. Así que abrí una,
Limpié los cristales de la otra con los dedos como si fueran un cepillo.
Él estaba de pie bajo el peral partiendo una rama.
Entonces el jardín era alargado y la visibilidad mala, al modo
En el que la oscuridad de la tierra parece beber la luz del cielo,
Pero esa rama en su mano era de oro. Y entonces él cogió
Una pera de una rama, cultivábamos Fondante d´Automme,
Y la puso en su palma como si fuera una bombilla. Una bombilla encendida.
Pensé para mí, ¿está poniendo luces de feria en el árbol?
Entró en casa. Refulgieron los pomos de las puertas.
Cerró las persianas. Ya sabes cómo es la mente; pensé
En el Campo del Paño de Oro y en la señorita Macready.
Se sentó en aquella silla como un rey en un trono reluciente.
El aspecto de su cara era extraño, salvaje, vanidoso; dije
¿qué pasa, en el nombre de Dios? Él comenzó a reírse.
Serví la comida. De entrada, mazorca de maíz.
En unos segundos él estaba escupiendo dientes de oro.
Se puso a juguetear con su cuchara, después con la mía,
luego con los cuchillos, con los tenedores.
Preguntó dónde estaba el vino. Le serví con la mano temblorosa,
Un seco y fragante blanco de Italia, luego miré
Cómo levantaba la copa, el copón, el cáliz dorado, y lo bebía.
Fue entonces cuando empecé a gritar. Él se hincó de rodillas.
Después los dos nos calmamos, terminé el vino
Yo sola, escuchándole. Le hice que se sentara
En el otro lado de la habitación y que se estuviera quieto con las manos.
Encerré al gato en el sótano. Aparté el teléfono.
El inodoro no me importaba. No daba crédito a mis oídos:
Que él había tenido un deseo. Mira, todos tenemos deseos; concedido.
¿Pero quién tiene deseos que se conceden? Él. ¿Sabes algo sobre el oro?
No alimenta a nadie, amarillo, suave, intachable; no sacia
La sed. Intentó encender un cigarrillo; miré con fijeza, hechizada,
Cómo la llama azul jugaba en el tallo amarillento. Al menos,
Dije, serás capaz de dejar de fumar definitivamente.
Camas separadas. De hecho, coloqué una silla contra la puerta,
Casi petrificada. Él estaba abajo, convirtiendo la habitación de invitados
En la tumba de Tutankamon. Sabes, éramos apasionados entonces,
En aquellos días idílicos; desenvolviéndonos el uno al otro, velozmente,
Como regalos, como comida rápida. Pero ahora temo su abrazo de miel,
El beso que haría de mis labios una obra de arte.
¿Y quién, cuando llega el momento de la verdad, puede vivir
Con un corazón de oro? Esa noche, soñé que daba a luz
Un hijo suyo, sus miembros de mineral perfecto, su pequeña lengua
Como un pestillo precioso, sus ojos de ámbar
Con sus pupilas como moscas posadas. Mi leche en el sueño
Quemaba en mis pechos. Me desperté con los rayos del sol.
Así que él tuvo que mudarse. Teníamos una caravana
En medio de la nada, en un claro aislado. Le llevé en coche
Con nocturnidad. Se sentó atrás.
Y entonces vine a casa, la mujer que se casó con el imbécil
Que soñaba con oro. Al principio, le hacía visitas, raras veces,
Aparcaba el coche a una buena distancia, y el resto caminaba.
Una sabía que se estaba acercando. Una trucha de oro
En la hierba. Otro día, una liebre colgando de un alerce,
Un precioso error limón. Y luego sus huellas,
Brillando junto a la vereda del río. Él estaba delgado,
Delirante; oyendo, decía, la música de Pan
Desde el fondo de los bosques. Escucha. Ésa fue la gota que colmó el vaso.
Lo que me fastidia ahora no es la estupidez o la avaricia
Sino que no pensara en mí. El egoísmo puro. Vendí
Lo que había en la casa y me vine aquí.
Pienso en él en ciertas luces, al amanecer, al final de la tarde,
Y una vez un cuenco de manzanas me dejó helada.
Lo que más echo de menos,
Incluso ahora, son sus manos, sus manos cálidas sobre mi piel, su tacto.
Carol Ann Duffy
Del libro The World´s Wife (1998)
Versión de Luis Muñoz
A sentirme bien mientras las verduras se cocían. La cocina
Se llenaba con su olor, se relajaba, con su vaporoso aliento
Que empañaba las ventanas suavemente. Así que abrí una,
Limpié los cristales de la otra con los dedos como si fueran un cepillo.
Él estaba de pie bajo el peral partiendo una rama.
Entonces el jardín era alargado y la visibilidad mala, al modo
En el que la oscuridad de la tierra parece beber la luz del cielo,
Pero esa rama en su mano era de oro. Y entonces él cogió
Una pera de una rama, cultivábamos Fondante d´Automme,
Y la puso en su palma como si fuera una bombilla. Una bombilla encendida.
Pensé para mí, ¿está poniendo luces de feria en el árbol?
Entró en casa. Refulgieron los pomos de las puertas.
Cerró las persianas. Ya sabes cómo es la mente; pensé
En el Campo del Paño de Oro y en la señorita Macready.
Se sentó en aquella silla como un rey en un trono reluciente.
El aspecto de su cara era extraño, salvaje, vanidoso; dije
¿qué pasa, en el nombre de Dios? Él comenzó a reírse.
Serví la comida. De entrada, mazorca de maíz.
En unos segundos él estaba escupiendo dientes de oro.
Se puso a juguetear con su cuchara, después con la mía,
luego con los cuchillos, con los tenedores.
Preguntó dónde estaba el vino. Le serví con la mano temblorosa,
Un seco y fragante blanco de Italia, luego miré
Cómo levantaba la copa, el copón, el cáliz dorado, y lo bebía.
Fue entonces cuando empecé a gritar. Él se hincó de rodillas.
Después los dos nos calmamos, terminé el vino
Yo sola, escuchándole. Le hice que se sentara
En el otro lado de la habitación y que se estuviera quieto con las manos.
Encerré al gato en el sótano. Aparté el teléfono.
El inodoro no me importaba. No daba crédito a mis oídos:
Que él había tenido un deseo. Mira, todos tenemos deseos; concedido.
¿Pero quién tiene deseos que se conceden? Él. ¿Sabes algo sobre el oro?
No alimenta a nadie, amarillo, suave, intachable; no sacia
La sed. Intentó encender un cigarrillo; miré con fijeza, hechizada,
Cómo la llama azul jugaba en el tallo amarillento. Al menos,
Dije, serás capaz de dejar de fumar definitivamente.
Camas separadas. De hecho, coloqué una silla contra la puerta,
Casi petrificada. Él estaba abajo, convirtiendo la habitación de invitados
En la tumba de Tutankamon. Sabes, éramos apasionados entonces,
En aquellos días idílicos; desenvolviéndonos el uno al otro, velozmente,
Como regalos, como comida rápida. Pero ahora temo su abrazo de miel,
El beso que haría de mis labios una obra de arte.
¿Y quién, cuando llega el momento de la verdad, puede vivir
Con un corazón de oro? Esa noche, soñé que daba a luz
Un hijo suyo, sus miembros de mineral perfecto, su pequeña lengua
Como un pestillo precioso, sus ojos de ámbar
Con sus pupilas como moscas posadas. Mi leche en el sueño
Quemaba en mis pechos. Me desperté con los rayos del sol.
Así que él tuvo que mudarse. Teníamos una caravana
En medio de la nada, en un claro aislado. Le llevé en coche
Con nocturnidad. Se sentó atrás.
Y entonces vine a casa, la mujer que se casó con el imbécil
Que soñaba con oro. Al principio, le hacía visitas, raras veces,
Aparcaba el coche a una buena distancia, y el resto caminaba.
Una sabía que se estaba acercando. Una trucha de oro
En la hierba. Otro día, una liebre colgando de un alerce,
Un precioso error limón. Y luego sus huellas,
Brillando junto a la vereda del río. Él estaba delgado,
Delirante; oyendo, decía, la música de Pan
Desde el fondo de los bosques. Escucha. Ésa fue la gota que colmó el vaso.
Lo que me fastidia ahora no es la estupidez o la avaricia
Sino que no pensara en mí. El egoísmo puro. Vendí
Lo que había en la casa y me vine aquí.
Pienso en él en ciertas luces, al amanecer, al final de la tarde,
Y una vez un cuenco de manzanas me dejó helada.
Lo que más echo de menos,
Incluso ahora, son sus manos, sus manos cálidas sobre mi piel, su tacto.
Carol Ann Duffy
Del libro The World´s Wife (1998)
Versión de Luis Muñoz
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Carol Ann Duffy,
Literatura británica
sábado, 10 de febrero de 2007
La caja de música
Poco antes de morir, en una entrevista para televisión, una periodista le preguntó a María Zambrano por las cosas que le hubiera gustado ser de pequeña. María Zambrano apenas necesitó pensar su respuesta: una cajita de música, un centinela y un caballero templario. El centinela y el caballero tenían que ver con su gusto por la filosofía, que era desvelo, estado de alerta, anhelo de conocer; la caja de música, con su amor a la poesía, que era misterio, atrevimiento, vocación nupcial. María Zambrano hablaba como el que se inclina sobre un arroyo de aguas claras que no dejan de renovarse y espera recibir de ellas algo desconocido. Por eso quería que, más allá de sus significados concretos, las palabras fueran canto, misterio, lo que tiene el poder de hechizar, como lo hace una pequeña caja que al abrirse nos entrega su música.
No estoy pensando en ese canto con que druidas, chamanes o hechiceros, en los claros del bosque, trataban de conjurar los males del mundo, sino en simples mujeres hablando. Mujeres que se inclinan sobre las cunas de sus recién nacidos y, locas de felicidad, hablan para ellos. Eso es el lenguaje, un don de la madre. Es así como los niños aprenden a hablar, escuchando a sus madres. Lo hacen desde antes de poder entenderlas, cuando siendo todavía muy pequeños escucharlas no debe de ser muy distinto para ellos a lo que es para nosotros sorprender el canto de los pájaros. Paseamos junto a una arboleda y al escuchar el tamborileo del picapinos, la melodiosa cháchara de las currucas o el canto aflautado del mirlo, nos detenemos a escuchar. Y así es como los niños recién nacidos se comportan ante el parloteo de sus madres. Las sienten entrar en la habitación y antes de ver el milagro de su rostro flotando sobre la cuna se disponen a escuchar lo que vienen a decirles. Eso es para ellos la palabra humana, el lugar donde el rostro de su madre va a aparecer. Pero hay una diferencia entre el niño y el paseante distraído del que antes hablé. El paseante sorprende el canto del pájaro como intruso, alguien que viniendo de fuera se detiene un momento en un mundo que no siendo el suyo enseguida tendrá que abandonar; mientras que el niño sabe desde muy temprano que las palabras que escucha le están destinadas. Sería como un pájaro que cantara sólo para él, que se colara por la ventana y al verle esperando en su cuna empezara con sus trinos. Así es la madre para su niño, un pájaro que está loco de amor. “Canto porque tú estás a mi lado”, le dice. Ése es el milagro de la palabra, que sólo nos busca a nosotros. Y eso es lo que siente el niño, que ese sonido mágico sólo se produce porque él está allí, que es un elemento más de esa relación misteriosa que tiene con su madre. Y es en el seno de esa relación como el niño va descubriendo que las palabras también dicen cosas, tienen un sentido. Entonces escucha a su madre decirle: “Si quieres que seamos felices, tienes que hacer lo que te pida”. El lenguaje que antes fue canto, es ahora petición, responsabilidad, búsqueda de un espacio que compartir con los otros. Tener una casa en la noche. Y si el niño acepta gustoso este cambio es porque, como en los grandes musicales del cine americano, todo esto su madre se lo pide cantando.
Nadie que haya escuchado ese canto puede olvidarlo nunca. Los escritores somos dados a señalar sin descanso las numerosas incorrecciones léxicas y sintácticas que se cometen al hablar, sabedores de que ese descuido con las palabras puede llegar a causar un daño irreparable en las almas de los que los incurren en ellos, pero esto no basta. Apollinaire dijo que la poesía era materia encantada. Y el lenguaje, incluso el más cotidiano y utilitario, nunca debe renunciar a esa dimensión poética. Hace unos días, Matilde Horne, la traductora al español de El Señor de los anillos, hablaba en este mismo periódico de su amor a las palabras y a su sonido. De su amor, por ejemplo, a la elle tartamuda de la palabra llovizna, o del escalofrío que sentía al escuchar la palabra muñón, un trozo de carne situado entre la vida y la muerte. Son esos poderes inesperados que convocamos al hablar los que hacen que nuestra lengua se transforme en esa materia encantada de la que habló Apollinaire.
Recuerdo que el primer muerto de mi vida fue un niño de meses. Estábamos en el pueblo y aquel niño era el hijo de nuestra vecina. Eran muy pobres y le habían puesto sobre la mesa de la cocina rodeado de cirios, vestido con el mismo faldón con que le habían bautizado. Estaba muy guapo y todas las mujeres lloraban a su alrededor. Por la tarde se lo llevaron en una caja blanca que cargaron otros niños del pueblo. Parecía la escena de un juego, y una de nuestras vecinas se volvió hacia mi madre y, mientras el cortejo se alejaba, le dijo resignada entre lágrimas: Angelitos al cielo y ropa al baúl. No he olvidado esa frase, que combinaba con castellano pragmatismo el misterio y el dolor de lo sucedido con la necesidad de tener que seguir adelante en aquel mundo de escasez. Los niños muertos regresaban al vasto mundo de lo increado y sus ropas se quedaban en el mundo para arropar a los que iban a nacer. A eso llamo una lengua que canta. Nuestro idioma está lleno de frases así. Perder la cabeza es ofuscarse; beber las palabras, escuchar con atención; arrastrar el ala, andar enamorado. Si decimos de alguien que no tiene corazón, estamos afirmando que se trata de una persona cruel o insensible que sólo se preocupa de sí mismo, y cuando afirmamos que el alma se nos va detrás de algo sólo estamos asegurando que lo deseamos con todas nuestras fuerzas. En todas esas frases late la nostalgia de esa cajita de música de la que habló María Zambrano. Recuerdan las voces de las madres, las cosas que le dicen al oído al niño que tienen que cuidar. Es el parloteo dulce del amor y del juego. Y nosotros temblamos al escucharlo porque, como escribió Canetti, “en los juegos verbales desaparece la muerte”. Ese juego es el que funda nuestra lengua y nuestra necesidad de hablar.
Una vez escuché a Mario Camus esta historia. Acababa de presentar en Cannes su película Los santos inocentes cuando en un restaurante parisino descubrió a Dick Bogarde unas mesas más allá de la suya. Dick Bogarde había sido el presidente del jurado y defendió con vehemencia la candidatura de Los santos inocentes para la Palma de Oro. El premio fue a parar a otra película, pero Mario Camus no quiso dejar pasar la ocasión de agradecérselo, y le escribió una pequeña nota, que le hizo llegar a través del camarero. Y Dick Bogarde, tras leerla, le respondió con una sonrisa. Luego, al terminar de comer, se despidió con un discreto gesto desde la puerta. Sin embargo, apenas habían pasado unos minutos cuando uno de los camareros se acercó a Mario Camus con una nota del actor. Sólo tenía escritas dos palabras: Milana bonita. Nadie que haya leído la hermosa novela de Delibes podrá olvidar esa frase con que el inocente Azarías se refería a su grajilla. La grajilla que volaba a su hombro cuando él la llamaba para darle de comer. Y era esa frase la que Dick Bogarde no había podido olvidar. No es extraño. Su mundo sonoro es el mundo de las madres hablando a sus niños. Milana bonita, milana bonita, así suenan sus frases llenas de bondad. Nadie sabe más del amor que los niños, por eso quieren no sólo que sus madres les hablen sino que les digan siempre las mismas cosas, como esas cajitas de música que al abrirse repiten una y otra vez la misma canción encantada. Ése debería ser nuestro compromiso con la lengua que hablamos. Hacerla vivir, respirar por ella, lograr que sus palabras conserven la memoria de ese canto que fueron alguna vez.
Gustavo Martín Garzo,
(EL PAÍS, 04/02/07)
Gustavo Martín Garzo,
(EL PAÍS, 04/02/07)
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Gustavo Martín Garzo,
Literatura española
martes, 6 de febrero de 2007
Anne Carson: El suéter azul de papá
El suéter azul de papá
Hoy cuelga del respaldo de la silla de la cocina
donde siempre me siento, cuelga
del mismo respaldo y de la misma silla donde solía sentarse.
Me lo pongo al entrar,
como él solía, sacudiendo
la nieve de sus botas.
Me lo pongo y me siento en la oscuridad.
Él no haría esto.
Lajas de frío caen desde el hueso de la luna.
Sus leyes eran un secreto.
Pero recuerdo el momento en que supe
que perdía el juicio dentro de sus leyes.
Estaba de pie en la curva de la entrada cuando lo vi.
Llevaba puesto el suéter azul con los botones abrochados hasta
el cuello.
No sólo porque era una calurosa tarde de julio
pero la mirada en su rostro...
como un niño a quien la tía vistió temprano en la mañana
antes de un largo viaje
en trenes fríos y venteados andenes
sentado muy tieso en la orilla de su asiento
mientras las sombras, como largos dedos,
sobre almiares dejados atrás,
aún lo estremecen
porque él viaja mirando hacia atrás.
Anne Carson
ha publicado La belleza del marido
en castellano.
Hoy cuelga del respaldo de la silla de la cocina
donde siempre me siento, cuelga
del mismo respaldo y de la misma silla donde solía sentarse.
Me lo pongo al entrar,
como él solía, sacudiendo
la nieve de sus botas.
Me lo pongo y me siento en la oscuridad.
Él no haría esto.
Lajas de frío caen desde el hueso de la luna.
Sus leyes eran un secreto.
Pero recuerdo el momento en que supe
que perdía el juicio dentro de sus leyes.
Estaba de pie en la curva de la entrada cuando lo vi.
Llevaba puesto el suéter azul con los botones abrochados hasta
el cuello.
No sólo porque era una calurosa tarde de julio
pero la mirada en su rostro...
como un niño a quien la tía vistió temprano en la mañana
antes de un largo viaje
en trenes fríos y venteados andenes
sentado muy tieso en la orilla de su asiento
mientras las sombras, como largos dedos,
sobre almiares dejados atrás,
aún lo estremecen
porque él viaja mirando hacia atrás.
Anne Carson
ha publicado La belleza del marido
en castellano.
lunes, 5 de febrero de 2007
Ondas de radio
A Antonio Machado
La lluvia ha cesado, y la luna ha salido.
No entiendo nada de las ondas de radio.
Pero creo que se transmiten mejor justo
después de llover, cuando el aire está húmedo.
En cualquier caso, ahora puedo coger Ottava, si quiero,
o Toronto. Últimamente, de noche, me sorprendo
ligeramente interesado por la política canadiense
y sus asuntos internos. Es verdad. Pero normalmente
lo que buscaba era sus emisoras con música. Me siento
aquí en la butaca y escucho, sin tener nada que hacer,
o pensar. No tengo televisor, y dejé de leer
los periódicos. De noche pongo la radio.
Cuando escapé aquí trataba de alejarme
de todo. Especialmente de la literatura.
De lo que ella entraña, y de lo que trae a rastras.
Hay en el alma un deseo de no pensar.
De estar quieto. Emparejado con éste,
un deseo de ser estricto, sí, y riguroso.
Pero el alma también es una afable hija de puta
no siempre de fiar. Y olvidé eso.
Escuché cuando dijo: Mejor cantar a lo que se ha ido
y nunca volverá que a lo que aún sigue
con nosotros y estará con nosotros mañana. O no.
Y si no, también está bien.
Tampoco importa demasiado, dijo, si un hombre nunca canta.
Esa es la voz que escuché.
¿Puede imaginarse que alguien piense cosas así?
¡Qué absurdo!
Pero tengo estas estúpidas ideas de noche
cuando me siento en la butaca y oigo la radio.
Entonces, Machado, ¡su poesía!
Era como un hombrecillo mayor que se vuelve
a enamorar. Una cosa digna de observar,
y embarazoso, además.
Y llevo tu libro a la cama conmigo
y me duermo con él a mano. Un tren pasó
en mis sueños una noche y me despertó.
Y lo primero que pensé, el corazón acelerado
allí en el dormitorio a oscuras, fue esto:
Todo es perfecto, Machado está aquí.
Entonces me volví a dormir.
Hoy llevé tu libro conmigo cuando salí
a dar mi paseo. “¡Presta atención!” -decías,
cuando alguien preguntó qué hacer con su vida.
Conque miré alrededor y tomé nota de todo.
Luego me senté al sol, en mi sitio
de junto al río desde donde puedo ver las montañas.
Y cerré los ojos y escuché el sonido
del agua. Luego los abrí y me puse a leer
«Abel Martín».
Esta mañana pensé mucho en ti, Machado.
Y espero, incluso cara a lo que sé de la muerte,
que recibirás el mensaje que pretendo enviarte.
Pero está bien aunque tú no lo recibas. Que duermas bien.
Descansa. Antes o después espero que nos veamos.
Y entonces yo podré decirte estas cosas directamente.
Raymond Carver
Bajo una luz marina,
Editorial Visor
La lluvia ha cesado, y la luna ha salido.
No entiendo nada de las ondas de radio.
Pero creo que se transmiten mejor justo
después de llover, cuando el aire está húmedo.
En cualquier caso, ahora puedo coger Ottava, si quiero,
o Toronto. Últimamente, de noche, me sorprendo
ligeramente interesado por la política canadiense
y sus asuntos internos. Es verdad. Pero normalmente
lo que buscaba era sus emisoras con música. Me siento
aquí en la butaca y escucho, sin tener nada que hacer,
o pensar. No tengo televisor, y dejé de leer
los periódicos. De noche pongo la radio.
Cuando escapé aquí trataba de alejarme
de todo. Especialmente de la literatura.
De lo que ella entraña, y de lo que trae a rastras.
Hay en el alma un deseo de no pensar.
De estar quieto. Emparejado con éste,
un deseo de ser estricto, sí, y riguroso.
Pero el alma también es una afable hija de puta
no siempre de fiar. Y olvidé eso.
Escuché cuando dijo: Mejor cantar a lo que se ha ido
y nunca volverá que a lo que aún sigue
con nosotros y estará con nosotros mañana. O no.
Y si no, también está bien.
Tampoco importa demasiado, dijo, si un hombre nunca canta.
Esa es la voz que escuché.
¿Puede imaginarse que alguien piense cosas así?
¡Qué absurdo!
Pero tengo estas estúpidas ideas de noche
cuando me siento en la butaca y oigo la radio.
Entonces, Machado, ¡su poesía!
Era como un hombrecillo mayor que se vuelve
a enamorar. Una cosa digna de observar,
y embarazoso, además.
Y llevo tu libro a la cama conmigo
y me duermo con él a mano. Un tren pasó
en mis sueños una noche y me despertó.
Y lo primero que pensé, el corazón acelerado
allí en el dormitorio a oscuras, fue esto:
Todo es perfecto, Machado está aquí.
Entonces me volví a dormir.
Hoy llevé tu libro conmigo cuando salí
a dar mi paseo. “¡Presta atención!” -decías,
cuando alguien preguntó qué hacer con su vida.
Conque miré alrededor y tomé nota de todo.
Luego me senté al sol, en mi sitio
de junto al río desde donde puedo ver las montañas.
Y cerré los ojos y escuché el sonido
del agua. Luego los abrí y me puse a leer
«Abel Martín».
Esta mañana pensé mucho en ti, Machado.
Y espero, incluso cara a lo que sé de la muerte,
que recibirás el mensaje que pretendo enviarte.
Pero está bien aunque tú no lo recibas. Que duermas bien.
Descansa. Antes o después espero que nos veamos.
Y entonces yo podré decirte estas cosas directamente.
Raymond Carver
Bajo una luz marina,
Editorial Visor
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Visor
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