viernes, 18 de enero de 2008

Inicio de El gran Gatsby

Cuando era más joven y más vulnerable, mí padre me dio un consejo en el que no he dejado de pensar desde entonces.

"Siempre que sientas deseos de criticar a alguien", me dijo" recuerda que no a todo el mundo se le han dado tantas facilidades como a ti".

Eso e único que dijo, pero como siempre nos lo hemos contado todo sin renunciar por ello a la discreción, comprendí que su frase encerraba un significado mucho más amplio. El resultado es que tiendo a no juzgar a nadie, costumbre que ha hecho que me relacione con muchas personas interesantes y me ha convertido también en víctima de bastantes pelmazos inveterados. Las personalidades peculiares descubren en seguida esa cualidad y se aferran a ella cuando la encuentran en un ser humano normal, y por eso en la universidad se me llegó a acusar injustamente de hacer política, porque estaba al tanto de las penas secretas de jóvenes alborotadores que eran un misterio para otros. Yo no buscaba casi nunca aquellas confidencias: con frecuencia fingía dormir, o estar preocupado, o adoptaba una actitud hostilmente irónica cuando algún signo inconfundible me hacía prever que una revelación de carácter íntimo se perfilaba en el horizonte; porque las confidencias de los jóvenes, o al menos los términos en los que las expresan, suelen ser plagios y estar viciadas por evidentes supresiones. Suspender el juicio conlleva una esperanza infinita. Todavía temo perderme algo si olvido que, como mi padre sugería de manera un tanto esnob, y yo repito aquí con el mismo espíritu, la conciencia de las normas básicas de conducta se reparte de manera desigual al nacer.

Por lo que, Después de haber presumido de mi tolerancia, he de confesar que tiene un límite. El comportamiento puede estar fundado sobre roca o en terreno pantanoso, pero más allá de cierto punto me da lo mismo cuál sea su base. Cuando volví de la costa Este el otoño pasado noté que deseaba vestir al mundo de uniforme para que adoptara de una vez por todas algo así como una «posición de firme moral; no deseaba más desenfrenadas excursiones con privilegiados vislumbres del alma humana. Tan sólo Gatsby, el hombre que da título a este libro, quedaba al margen de aquella reacción mía: Gatsby, que representaba todo aquello que desprecio sinceramente. Si la personalidad es una serie ininterrumpida de gestos que tienen éxito, no hay duda de que había algo espléndido en él, cierta exaltada sensibilidad ante las promesas de la vida, como sí estuviera conectado a uno de esos complicados mecanismos que registran terremotos producidos a quince mil kilómetros de distancia. Esa sensibilidad no tiene nada que ver con la floja impresionabilidad a la que se procura ennoblecer llamándola temperamento creador»: el de Gatsby era un don extraordinario para la esperanza, una disponibilidad romántica como nunca he hallado en otra persona y no es probable que vuelva a encontrar. No; Gatsby demostró su valía al final; fue lo que se cebó en él, el sucio polvo que levantaron sus sueños lo que provocó durante algún tiempo mi desinterés por las penas infructuosas y las alegrías alicortas de los seres humanos.






Francis Scott Fitzgerald.

El gran Gatsby.

Editorial Alfaguara.

Tradución de José Luis López Muñoz.

Dos fragmentos de Metafísica de los tubos

Desde hace mucho tiempo, existe una inmensa secta de imbéciles que oponen sensualidad e inteligencia. Es un círculo vicioso: se privan de placeres para exaltar sus capacidades intelectuales, lo cual sólo contribuye a empobrecerles. Se convierten en seres cada vez más estúpidos, y eso les reconforta en su convicción de ser brillantes, ya que no se ha inventado nada mejor que la estupidez para creerse inteligente.

El deleite en cambio nos hace humildes y admirativos con lo que lo produce, el pacer despierta la mente y la empuja tanto hacia la virtuosidad como hacia la profundidad. Se trata de una magia tan potente que, a falta de voluptuosidad, la sola idea de voluptuosidad resulta suficiente. Mientras existe esta noción, el ser está a salvo. Pero la frigidez triunfante está condenada a celebrar su propia insustancialidad.

Uno se cruza a veces con gente que, en voz alta y fuerte, presume de haberse privado de tal o cual delicia durante veinticinco años. También conocemos a fantásticos idiotas que se alaban por el hecho de no haber escuchado jamás música, por no haber abierto nunca un libro o no haber ido nunca al cine. También están los que esperan suscitar admiración a causa de su absoluta castidad. Alguna vanidad tienen que sacar de todo eso: es la única alegría que tendrán en la vida.
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Cuando la dulce Nishio-san me hablaba era casi siempre para contarme, entre esas risas niponas reservadas al horror, cómo, siendo ella una niña, su hermana había sido atropellada por el tren Kobé-Nishinomiya. Cada vez que desgranaba aquel relato, impepinablemente las palabras de mi aya acababan con la vida de la pequeña. Hablar, pues, también podía servir para asesinar.

Amélie Nothomb
en Metafísica de los tubos.
Anagrama / Quinteto.
Traducción de Sergie Pàmies.