sábado, 31 de mayo de 2008

De poetas y aviadores

La historia que me dispongo a contar es algo triste y, la verdad, no sé por qué voy a contarla ahora y no, por decir algo, dentro de un mes o dentro de un año, o nunca. Supongo que lo hago por nostalgia de mi amigo el poeta portugués Ivo Machado, que es uno de los dos protagonistas, o tal vez porque acabo de comprar una pequeña avioneta de metal que ahora tengo en mi escritorio. Disculpen el tono personal. Esta historia será excesivamente personal.

El protagonista número Uno es, como ya dije, el poeta Ivo Machado, nacido en las islas Azores, pero lo que nos importa es que en su identidad civil, la de todos los días, es controlador aéreo, una de esas personas que están en las torres de control de los aeropuertos y guían a los aviones a través de las rutas del cielo.

La historia es la siguiente: cuando Ivo era un joven de 25 años (a mediados de los ochenta) controlaba vuelos en el aeropuerto de la isla de Santa María, la más grande del archipiélago de las Azores, en mitad del Atlántico, equidistante de Europa y América del Norte.

Una noche, al llegar a su trabajo, el jefe le dijo:

-Hoy dirigirás un solo avión.

Ivo se extrañó, pues lo normal era llevar una docena de aeronaves. Entonces el jefe le explicó:

-Es un caso especial, un piloto inglés que lleva un bombardero británico de la Segunda Guerra Mundial hacia Florida para un coleccionista de aviones que lo compró en una subasta en Londres. Hizo escala aquí y continuó hacia Canadá, pues tiene poca autonomía, pero lo sorprendió una tormenta, debió volar en zigzag y ahora le queda poca gasolina. No le alcanza para llegar a Canadá y tampoco para regresar. Caerá al mar.

Al decir esto le pasó los audífonos a Ivo.

-Debes tranquilizarlo, está muy nervioso. Dile que un destacamento de socorristas canadienses ya partió en lanchas y helicópteros hacia el lugar estimado de caída.

Ivo se puso los audífonos y empezó a hablar con el piloto, que en verdad estaba muy nervioso. Lo primero que éste quiso saber fue la temperatura del agua y si había tiburones, pero Ivo lo tranquilizó al respecto. No había. Luego empezaron a hablar en tono personal, algo infrecuente entre una torre de control y un aviador. El inglés le preguntó a Ivo qué hacía en la vida, le pidió que le hablara de sus gustos y de sus sentimientos. Ivo dijo que era poeta y el inglés pidió que recitara algo de memoria. Por suerte mi amigo recordaba algunos poemas de Walt Whitman y de Coleridge y de Emily Dickinson. Se los dijo y así pasaron un buen rato, comentando los sonetos de la vida y de la muerte y algunos pasajes de la Balada del viejo marinero, que Ivo recordaba, donde también un hombre batallaba contra la furia del mundo.
Pasó el tiempo y el aviador, ya más tranquilo, le pidió que recitara los suyos propios, y entonces Ivo, haciendo un esfuerzo, tradujo sus poemas al inglés para decírselos sólo a él, un piloto que luchaba en un viejo bombardero contra una violenta tempestad, en medio de la noche y sobre el océano, la imagen más nítida y aterradora de la soledad. "Noto una tristeza profunda, un cierto descreimiento", le dijo el aviador, y hablaron de la vida y de los sueños y de la fragilidad de las cosas, y por supuesto del futuro, que no será de la poesía, hasta que llegó el temido momento en que la aguja de la gasolina sobrepasó el rojo y el bombardero cayó al mar.

Cuando esto sucedió el jefe de la torre de control le dijo a Ivo que se marchara a su casa. Después de una experiencia tan dura no era bueno que dirigiera a otras aeronaves.
Al día siguiente mi amigo supo el desenlace. Los socorristas encontraron el avión intacto, flotando sobre el oleaje, pero el piloto había muerto. Al chocar contra el agua una parte de la cabina se desprendió y lo golpeó en la nuca. "Ese hombre murió tranquilo", me dice hoy Ivo, "y es por eso que sigo escribiendo poesía". Meses después la IATA investigó el accidente e Ivo debió escuchar, ante un jurado, la grabación de su charla con el piloto. Lo felicitaron. Fue la única vez en la historia de la aviación en que las frecuencias de una torre de control estuvieron saturadas de versos. El hecho causó buena impresión y poco después Ivo fue trasladado al aeropuerto de Porto.

"Aún sueño con su voz", me dice Ivo, y yo lo comprendo, y pienso que siempre se debería escribir de ese modo: como si todas nuestras palabras fueran para un piloto que lucha solo, en medio de la noche, contra una violenta tempestad. -

Santiago Gamboa

en Babelia, 03/05/2008.
El País.

Dos poemas de Raquel Lanseros

BEATRIZ ORIETA
Maestra nacional
(1919-1945)

Los niños corren y saltan a la comba.
Beatriz Orieta pasea junto a Dante
sorteando los pupitres
[en medio del camino de la vida...]
Tiene litros de frío mojándole la espalda.
Apenas pueden nada contra él
los míseros tizones del brasero oxidado.

Entran al aula los gritos infantiles,
huelen a tos y a hambre.
Algunas veces,
Beatriz Orieta casi no contiene
las ganas de llorar
y mira las caritas sucias afanándose
en recordar las tildes de las palabras llanas.

Prosigue Dante todo el día musitando
en el oído de Beatriz Orieta
[ ... amor que mueve el sol y las estrellas]

Ella siente de veras
que otro mundo la mira
al lado de este mundo gris y parco.

Contra el lejano sol
del lejano crepúsculo
dos amantes se miran a los ojos.
Beatriz Orieta está
apoyada en su hombro.
Los álamos susurran las palabras de Dante.
Los amantes son túneles de luz
a través de la niebla.

Los besos, amapolas
de un cuadro de Van Gogh.

Pasa el invierno lento como pasa un poema.

Pasan el frío andrajoso, la fiebre y el esputo
y toman posesión del blanco cuerpo
igual que las hormigas invadiendo
esas migas de pan abandonadas.

Sesenta años después, entre las ruinas verdes
leo un descanse en paz envejecido
sobre la tumba de Beatriz Orieta.

El silencio es de mármol.
El silencio
es la respuesta de todas las preguntas.
Unos metros más lejos, hace sólo dos años
yace también el hombre
que, apoyado en el hombro de Beatriz Orieta,
dibujó un corazón sobre un tiempo de hiel.

¿Qué más puedo decir?
Que la vida separa a los amantes
ya lo dijo Prévert.
Pero a veces la muerte
vuelve a acercar los labios
de los que un día se amaron.
_____________

LA MUJER QUE REZA



La anciana ha colocado
las flores sobre el borde del camino.
[Es una tarde roja y esto es cualquier lugar]
El luto difumina
las cruces negras como un túnel sin fondo.
Recuerdo los cerezos lamiendo mansamente
la piedra ahogada en líquenes
de las tapias cansadas.

Mientras, la veo moverse.
Tiene manos inquietas de venas abultadas.
Murmura sin cesar una antigua plegaria
-perdónanos, Señor, nuestras ofensas-,
tiñendo de esperanza
el silencio desierto de la tarde.
Parsimoniosamente va arrancando
con una fuerza inusual para sus años
las malas hierbas, los matojos silvestres
que salpican de olvido la pobre sepultura.

La suave brisa baila con las hojas.
[Es una tarde roja, amarilla, celeste
y esto es cualquier lugar]
El sol resbala lento hacia el ocaso.

De pie contra la luz agonizante
yo la sigo observando
acariciar despacio la tumba desvalida.

El tiempo desmayado no es más que una advertencia.


Raquel Lanseros
en Los ojos de la niebla.
XXII Premio Unicaja de Poesía.
Visor.

sábado, 24 de mayo de 2008

Casa tomada

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la mas ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y como nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejo casarnos. Irene rechazo dos pretendientes sin mayor motivo, a mi se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No se porque tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mi, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina. Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mi se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte mas retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte mas retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo mas estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble como se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venia impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tire contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mi me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa mas de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerza, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba mas tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papa, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos mas alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamo la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían mas fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.



Julio Cortázar
en Casa tomada y otros cuentos.
Alfaguara.

viernes, 23 de mayo de 2008

Pez

Nuestro plato favorito requería cierta preparación. Mi abuela
abría el pescado en vertical, leyendo mi futuro.

Sobre la superficie herida distribuía su relleno, con cuidado:
las marcas de la muerte no deben infectarse.

Mientras, ella me hablaba. Yo aún era pequeña; había vuelto
del colegio, preguntaba qué había de almorzar, relamía
mis gracias y decía:

peces como los del verano.
Por entonces hacía frío. Y al
terminar de comer nos sentábamos juntas, veíamos la
televisión juntas, respirábamos juntas cada tarde.

Vivir era costumbre de las dos,
y en verano me enfadaba al verla caminar
orilla arriba
orilla abajo:

yo me enfadaba porque temía perderla en una ola, o
que se resfriase, 0 simplemente estar lejos de ella unos
minutos.

Al volver, me sentaba en su hamaca y me ayudaba a
limpiarme la arena de los pies, a buscar mis ceras en
la bolsa, a despegarme la sal y las legañas.

El invierno es, ahora, amable en esta casa. Al entrar he
querido encontrarte tranquila, repitiendo tus historias,
sonriendo al recordar los buenos tiempos, como
siempre, siguiendo las costumbres de mi infancia.

Pero ahora no estás. Las dos ya no vivimos, y el frío me
agarra por la espalda y me golpea, recuerda tantas cosas
que vuelvo a tener miedo,

y mis ojos
resbalan en mis manos
húmedos
como el pez del invierno.

Elena Medel
en Tara.
DVD Ediciones.

lunes, 12 de mayo de 2008

Dos poemas de Sebastián Mondéjar

LOSAS SUELTAS


He vuelto tarde a casa. Todos duermen.
A oscuras, me descalzo
y procuro llegar hasta mi cuarto
sin romper con mis pasos el silencio.
Controlo palmo a palmo las distancias;
conozco el sitio exacto en que se encuentran
algunas losas sueltas del pasillo.
Pero en la oscuridad, son como imanes:
las piso, fatalmente, una tras otra.
Mi error, en un principio, me fastidia;
pero después me río de mí mismo.
Qué ignorante me siento, qué ridículo;
qué inepto ante el fracaso de mis cálculos.
Las losas sueltas, vida, nos delatan
aunque no hayamos hecho nada malo.
Llego, vida, contigo,
y me siento culpable por amarte.
Mi culpa es mi perdón, me digo;
mi culpa es compasión por mis deseos:
no quiero que se cumplan.
Te quiero, vida, como soy sin ti;
como serías sin que yo existiera.
Porque eres, vida, efímera;
y yo sigo el camino de mis sueños
(procurando sortear las losas sueltas).
______________


CONTRAPUNTO

A Juan Carlos Verástegui


Salgo de la ciudad por la autovía
(voy con tiempo al concierto) y pongo música.
El cielo está nublado, el aire es húmedo;
me adentro, de repente, en la tormenta.
Subo las ventanillas, doy las luces,
conecto el limpiaparabrisas...
Las nubes son muy bajas y compactas
y descargan a ráfagas
una lluvia vibrante y vaporosa;
una lluvia que bulle
suspendida en el aire
e impregna la calzada
de reflejos difusos, movedizos.
Parece, por momentos,
que llueve en espiral.
El agua emana viva, como a impulsos
que insuflan a la noche movimiento
y a mi espíritu el clima más propicio
mientras conduzco oyendo Changes One
y Changes Two, de Mingus,
que es la banda sonora de mi vida.

Sebastián Mondéjar
en La herencia invisible.
Calambur.
Finalista del I Premio Internacional de poesía Los Odres.

domingo, 11 de mayo de 2008

Poemas de Barry Gifford

Foto de David Perry para el libro


Oye Pete
échale un vistazo
a lo que
Él le hizo
al
cielo
hoy


_______



Seguimos
entre
las bestias ignorantes
aparentando ser
ángeles


_________



Nunca voy a ninguna
parte
Ésta no es
vida
Me alegra que
no sea
la única
que
tengo

__________


Vuelve a hacerlo
así
por detrás
no me
importa
aquí lejos
nadie puede
escuchar
mis gritos

__________


El mal clima
nunca me molesta
es un recordatorio
de que ningún ser humano
tiene control sobre
nada
por eso trato
de no decirle
a nadie qué
hacer o
decir
Los coches y los camiones
arrancan
o
no arrancan.


Barry Gifford
en Las cuatro reinas.
La fábrica.
Traducción de Laura Emilia Pacheco.

Bajo la dulce lámpara



Bajo la dulce lámpara,
el dedo sobre el atlas entretenía al muchacho en ilusorios viajes
y un turbador perfume de aventuras
salpicaba de sangre el mar antiguo de los corsarios.
Los galeones, como flotantes cofres de tesoros,
eran abordados por las naos piratas
y el yatagán, las dagas, los alfanges se hundían en los cuerpos cobrizos
y las manos violentas
arrancaban la oreja donde el zafiro lucía como Vega en la noche.
Las arcas destrozadas de alcanfor y palosanto
volcaban el carey, las telas suntuarias
y el coral, no tan ardiente como el beso del bucanero
en los pálidos labios de las virreinas.
Las antiguas colonias Veracruz, Puerto Príncipe,
el índigo Caribe y las islas del Viento
conocen las hazañas de bajeles fantasmas
y Maracaibo canta con los esclavos su desgana
a la luz que deshace la cabellera ébano de los banjos
en un río de jenjibre.
Otras veces al soplo suave de Favonio,
empujado por Tetis y las verdes Nereidas,
el Mediterráneo dorado por la escama de los delfines
dejaba su plegaria fugitiva de algas
en las votivas gradas de los templos.
Allí Venecia en el otoño adriático
mece en la ola púrpura su cesto de corrompidos frutos,
desfalleciente en el abrazo joven de los gondoleros,
y las jónicas islas
se yerguen como mitras de mármol sobre las aguas.
En su lento carro de bueyes rojos avanza Egipto
y Alejandría, Esmirna, Ptolemaida, brillan en la noche
como un velo bordado de sardios
cuyos pliegues sujeta la diadema de Estambul
allá en el Bósforo fosforecente.
El incansable dedo atravesaba Arabia
y el cálamo aromático ceñía con un mismo turbante de cansancio
las cinturas de los amantes.
Al crepúsculo,
surgía Persia como un lento girasol de fastuosidades,
y el bárbaro etíope, negro fénix llameante,
consumía sus entrañas en el furor celoso de la caza
mientras Ceylán los bosques de canela y caoba
silenciaba con el ala de sus pájaros misteriosos.
Muchacho infatigable, bajo la dulce lámpara,
tal vez buscaba una secreta dicha
apenas confesada en su interior.
Cuando los días pasaron, él ya supo
que su destino era esperar en la puerta mientras otros pasaban.
Esperar con un brillo de sonrisa en los labios
y la apagada lámpara en la mano.


Pablo García Baena
en Poesía completa. Editorial Visor.
Y en
El nocturno azahar y la melancolía. Editorial Renacimiento.

domingo, 4 de mayo de 2008

Así comió Zaratustra

No hay nada como el descubrimiento de una obra desconocida de un gran pensador para provocar un gran revuelo en la comunidad intelectual y hacer que los académicos vayan de acá para allá a toda prisa, como esas cosas que uno ve cuando mira una gota de agua por el microscopio. En un reciente viaje a Heidelberg para procurarme unas raras cicatrices de duelo del siglo xix, me topé precisamente con un tesoro de esa clase. ¿Quién habría pensado que existía el libro Sigue mi dieta de Friedrich Nietzsche? Si bien su autenticidad podría antojarse un pelín sospechosa a los puntillosos, la mayoría de quienes han estudiado la obra coinciden en que ningún otro pensador-occidental ha estado tan cerca de reconciliar a Platón y el dietista Pritikin. He aquí una selección.

La grasa es una sustancia, o la esencia de una sustancia, o un modo de esa esencia. El gran problema se plantea cuando se acumula en la cadera. Entre los presocráticos, fue Zenón quien sostuvo que el peso era una ilusión y que por mucho que comiera un hombre, siempre sería sólo la mitad de gordo que el hombre que nunca hace flexiones. La búsqueda del cuerpo ideal obsesionó a los atenienses, y, en una obra de Esquilo extraviada, Clitemnestra rompe su juramento de no picar nunca entre horas y se arranca los ojos al tomar conciencia de que ya no le cabe el traje de baño.

Fue necesaria la mente de Aristóteles para explicar el problema del peso en términos científicos, y, en un fragmento inicial de la Ética, declara que la circunferencia de cualquier hombre es igual al contorno de su cintura multiplicado por el número pi. Esto bastó hasta la Edad Media, cuando santo Tomás de Aquino tradujo al latín unos cuantos menús y se abrieron las primeras marisquerías buenas de verdad. La Iglesia segula viendo con malos ojos eso de salir a cenar, y el uso de aparcacoches era pecado venial.

Como sabemos, durante siglos Roma consideró el sándwich de pavo abierto ‑un canapé avant la lettre‑ el colmo de la vida licenciosa; muchos sándwiches fueron obligados a permanecer cerrados y no se abrieron hasta la Reforma. Las pinturas religiosas del siglo xiv representaban al principio escenas de la condenación en las que los obesos vagaban por el Infierno, castigados a una dieta a base de ensaladas y yogur. Especialmente crueles fueron los españoles, y, durante la Inquisición, un hombre podía ser sentenciado a muerte por rellenar de cangrejo un aguacate.

Ningún filósofo se acercó siquiera a resolver el problema de la culpabilidad y el peso hasta que Descartes dividió en dos mente y cuerpo, para que el cuerpo pudiera atracarse mientras la mente pensaba: «¿Y qué más da? Ése no soy yo». La gran duda de la filosofia sigue sin solución: si la vida no tiene sentido, ¿qué hacer con la sopa de letras? Fue Leibniz el primero en decir que la grasa se componía de mónadas; Leibniz hizo dieta y ejercicio, pero nunca se libró de sus mónadas, o al menos no de las que se adherian a sus muslos. Spinoza, por su parte, cenaba frugalmente porque creía que Dios estaba presente en todo, y resulta intimidatorio engullir un bollo si uno piensa que está echando mostaza a la Causa Primera de Todas las Cosas.

¿Existe relación entre una dieta sana y el genio creativo? Basta con fijarse en el compositor Richard Wagner y ver lo que se echa al coleto. Patatas fritas, queso gratinado, nachos: Dios santo, el apetito de ese hombre no tiene limite, y sin embargo su música es sublime. Cosima, su mujer, tampoco se queda corto pero al menos sale a correr todos los días. En una es cena extraída del ciclo del Anillo, Sigfrido decide salir a cenar con las doncellas del Rin y, heroicamente, devora un buey, dos docenas de aves, varios quesos de bola y quince barriles de cerveza. Luego le trae la cuenta, y no le alcanza. Aquí la conclusión es que en la vida tenemos derecho a un acompañamiento ensalada de col o de patata, y debemos hacer nuestra elección sumidos en un estado de terror, con plena ciencia de que no sólo nuestro tiempo en la Tierra es limitado, sino también de que la mayoría de las cocinas cierran a las diez.

La catástrofe existencial de Schopenhauer no re dio tanto en las comidas como en el picoteo. Schopenhauer despotricaba contra el hábito vano de andar picando cacahuetes y patatas fritas mientras se realizaban otras actividades. Una vez iniciado el picoteo, sostenía Schopenhauer, la voluntad no puede resistirse a seguir, y el resultado es un universo lleno de migas por todas partes. No menos desencaminado iba Kant, que propuso que pidiéramos la comida de modo tal que todos pudiéramos pedir lo mismo, y asi el mundo funcionaria de una manera moral. Lo que Kant no previó es que si todos pedimos el mismo plato, se entablarán disputas en la cocina para decidir a quién le corresponde la última lubina. «Pide como si estuvieras pidiendo para todos los seres humanos de la Tierra», aconseja Kant; pero ¿y si al vecino no le gusta el guacamole? Al final, claro, no hay Alimentos morales, a menos que consideremos como tal el humilde huevo pasado por agua.

En síntesis: aparte de mis Crêpes Más Allá del Bien y del Mal, y del Aliño de Ensalada La Voluntad de Poder, entre las recetas verdaderamente extraordinarias que han cambiado el pensamiento occidental, la empanada de Hegel fue la primera que empleó sobras del día anterior con implicaciones políticas significativas. Las gambas salteadas con verduras de Spinoza pueden satisfacer el paladar tanto de ateos como de agnósticos, mientras que una receta poco conocida de Hobbes para costillas de cerdo adobadas a la barbacoa sigue siendo un enigma intelectual. Lo mejor de mi dieta, la Dieta Nietzsche, es que, en cuanto se pierden unos kilos, ya no se vuelven a recuperar, lo que no ocurre si se sigue el «Tractatus sobre las féculas» de Kant.

DESAYUNO

zumo de naranja
2 lonchas de beicon
profiteroles
almejas al horno
tostadas
infusión

El zumo de naranja es la esencia misma de la naranja puesta de manifiesto, y con esto me refiero a su auténtica naturaleza y a aquello que le confiere su «naranjidad» y le impide presentar un sabor como, por ejemplo, el del salmón al horno o la sémola: de maíz. A los devotos, la idea de desayunar cualquier cosa que no sea cereales les provoca ansiedad y temor, pero con la muerte de Dios todo está permitido, y pueden comerse profiteroles y almejas a voluntad, e incluso alitas de pollo.

ALMUERZO
espaguetis con tomate y albahaca
pan blanco
puré de patata
Sacher Torte

Los poderosos siempre almorzarán comidas suculentas, bien condimentadas con salsas pesadas, mientras los débiles picotearán germen de trigo y tofu, convencidos de que su sufrimiento les proporcionará una recompensa en otra vida, una vida donde las costillas de cordero asadas causan furor. Pero si la otra vida es, como yo afirmo, un eterno retorno a esta vida, los sumisos deberán cenar a perpetuidad a base de escasos carbohidratos y pollo hervido sin piel.

CENA
bistec o salchichas
patatas y cebollas doradas a la sartén
langosta thermidor
helado con nata o porción de pastel

Ésta es una cena para el Superhombre. Que los que viven angustiados por los triglicéridos y las grasas saturadas coman para complacer a su pastor o a s *u nutricionista, pero el Superhombre sabe que la carne veteada, los quesos cremosos, los postres suculentos y, cómo no, muchos fritos es lo que comería Dionisos, si no tuviera siempre resaca y vómitos.

AFORISMOS

Desde el punto de vista epistemológico, hacer dieta es discutible. Si todo lo que existe está sólo en mi cabeza, no sólo puedo pedir cualquier cosa en un restaurante, sino que también puedo exigir que el servicio sea impecable.

El hombre es el único ser capaz de no dejar propina al camarero.

Woody Allen
en Pura Anarquía.
Tusquets.