sábado, 25 de abril de 2009

La carretera


Empezaron a encontrar junto a la carretera algún que otro pequeño mojón de piedras. Eran señales en idioma gitano, pateranes perdidos. El primero que veía en bastante tiempo, comunes en el norte a medida que salías de las ciudades saqueadas y exhaustas, mensajes sin esperanza para seres queridos desaparecidos o muertos. Todas las provisiones de comida se habían agotado ya y el asesinato reinaba en la región. El mundo al poco tiempo poblado mayormente por hombres que se comían a tus hijos ante tus propios ojos y las ciudades en poder de bandas de atezados saqueadores que abrían túneles en las ruinas y salían reptando de los escombros blancos de dientes y ojos con bolsas de malla repletas de latas chamuscadas y anónimas como compradores salidos de los economatos del infierno. El blanco talco negro barría las calles cual tinta de calamar desparramándose por un lecho marino y el frío se pegaba al suelo y oscurecía temprano y los carroñeros al pasar con sus antorchas por los escarpados desfiladeros dejaban en la ceniza hoyos como de seda que se cerraban silenciosamente a su paso como ojos. En las carreteras los peregrinos se derrumbaban y caían y morían y la tierra yerma y amortajada iba rodando hasta el otro lado del sol y regresaba sin dejar huella y tan inadvertida como la trayectoria de cualquier mundo hermano sin nombre en las inmemoriales tinieblas de más allá.

Cormac McCarthy
en La carretera
Círculo de lectores/Mondadori

sábado, 18 de abril de 2009

Uno menos dos


Besan los funcionarios de carrera

en sus fiestas los fines de semana,

protocolarios, pares en su dicha.


Besan los capos de la mafia en Los soprano

y besan sus secuaces poniéndole el final

a un acto de desobediencia.


Besa la noche los metales fríos

de las fábricas, besa el terciopelo cálido

de las piernas escurridizas,

el asiento de atrás de un coche,

las nalgas, las rodillas, el omóplato.


Y siempre es algo más que un beso,

como la madre que hace magia y sana

las heridas, los dedos magullados,

una pequeña cicatriz, las lágrimas

de quien se sabe en labios de los dioses,

con solo un beso

con solo unas palabras.


Siempre se trata de algo más que un beso,

a veces menos,

cuando el beso de buenas noches,

cariño, buenas noches, es solo eso,

un beso y luego la mirada ausente,

perdida en el ordenador,

hasta bien tarde, hasta bien nunca,

un beso sin continuidad,

una versión de nuestra vida

en la que solamente cabe una persona,

impar y díscola,

devanando el camino a casa.




Antonio Aguilar Rodríguez


en Antología del beso

(Poesía última española)

Mitad doble ediciones

miércoles, 15 de abril de 2009

El lector



Pasó un tiempo hasta que mi cuerpo dejó de añorarla; a veces yo mismo me daba cuenta de que mis brazos y mis piernas la buscaban mientras dormía, y mi hermano contó más de una vez en la mesa que yo había llamado en sueños a una tal Hanna. También recuerdo haberme pasado clases enteras soñando con ella, pensando sólo en ella. Pero luego el sentidmiento de culpa que me había atormentado en las primeras semanas se disipó. Empecé a evitar su casa, a tomar otros caminos, y al cabo de medio año mi familia se mudó a otro barrio. No olvidé a Hanna, desde luego, pero en algún momento su recuerdo dejó de acompañarme a todas partes. Quedó atrás, como queda atrás una ciudad cuando el tren sigue su marcha. Está allí, en algún lugar a nuestra espalda, y si hace falta puede uno coger otro tren e ir a asegurarse de que la ciudad todavía sigue allí. Pero, ¿para qué hacer tal cosa?

Bernhard Schlink
en El lector
Anagrama.