lunes, 28 de febrero de 2011

Arte y vida




¿Conoces esa lechera de un Vermeer? Ensimismada
en el acto de verter un pequeño flujo de leche.
Impresiona en el Mauritshuis Museum de La Haya
ver lo blanca que es, y lo real, como ante alguien
que lee su propia poesía o canta en un coro, crees
estar viendo su alma, un animal concentrado en su quehacer,
una ardilla, su pelaje resplandeciente en otoño, que se estira
bajo una delgada rama para alcanzar la baya madura
de un espino, prueba la rama con su peso,
se queda quieta cuando se inclina, estira luego con cautela una pata.
Nada hay menos ambiguo que la concentración de un animal
y por eso celebras, admiras incluso, que la atención de ella,
ajena a ti, sea tan vívida, y te provoca melancolía
no obstante. Nada mejor que ser la fiel sirviente
y como pensamiento suyo, el influjo de leche.
En La Haya, en la cafetería de empleados, me pregunto
quién será el restaurador. La chica rubia
en el reservado, chaqueta japonesa de marca, que picotea
el requesón -¿Requesón y pastel? El azúcar
del pastel ya había sufrido su transformación en el horno
mucho antes de que se despertara. Parece una persona
que calcula precios y decide conformarse con eso.
Es algo que se percibe cuando su blanca boca ensimismada
acepta los bocados de pastel con el azúcar reposada.
O el hombre mayor, pelo castaño encanecido, chaqueta de lana marrón,
zapatos marrones de ante como el instante en que alboroto y puesta de sol
se unen y desvanecen. Una boca conformada a base de ironías privadas,
como si hubiera asistido callado a demasiados encuentros con personas
que le parecían más poderosas pero mucho menos inteligentes que él.
¿O ese tipo delgado como un silbido, el pelo negro peinado hacia atrás
con la forma en zigzag de un rayo en la nuca?
No sé si existe realmente un arquetipo. Me hubiera gustado
hacerle una entrevista. ¿Qué haces en la vida?
Sólo soy un acólito. Mondo el tiempo, con mucho cuidado,
de las delgadas capas de pintura en lienzos de hace trescientos años.
Restituyo la leche que fluye bajo la pintura oscurecida
del cántaro que sujeta la mujer representada, joven, su mejilla
rosa y ligeramente de amarillo, fortuna de la luz
que casi la toca a través de la ventana que la refracta.
Soy el sirviente de un ademán tan perfecto, de un cuerpo
tan en armonía, que se convierte en un pensamiento, tan ensimismado,
y, aunque apacigua el deseo, lo provoca infinitamente.
Pero ni la conoces ni la vas a poseer, ni tú
ni nadie. El hombre de negro debe de ser un ayudante del conservador.
Mira como si pensara que él es la obra de arte. Por todas partes
en La Haya ese olor de tierra baja a sal marina.
No sabemos nada de la madre de Vermeer.
Obviamente suplanta ahí su pezón, toma
toda la tradición de la Virgen y la transforma en luz y leche
con ese hábito tan meticuloso de imaginar las geometrías
de la composición que opera en él. Y en ella: robusto cuerpo alemán,
luz tenue, habitación muy sencilla.
El exquisito tapiz rojo que su piel, quizá teñida
un poco por la aspereza de una toalla, adquiere.
Y esa estacada que mueve la nostalgia
hacia lo sombrío y el aturdimiento, se agradece después.
Uno de vosotros toca la vena del cuello del otro,
siente el pulso de la impresión, la corriente de un río
o el flujo de leche. Quién desea el paraíso oriental de la Amida
cuando existe todo este mundo para probar con la lengua,
tocar con los dedos, vello como hilos de seda
que se alisa en los brazos del otro, en las piernas, bajo la espalda.
Entonces hablas. Siempre esa otra impresión
de la vida concreta, la vida vivida, una madre en un asilo,
pudiera ser, una persona difícil, dolida o vengativa.
El chismorreo de los otros sirvientes. Un hermano que trabaja
en una posada y tiene grandes planes.
Escuchas. Aprendiste hace tiempo la regla
de no pensar lo que vas a decir a continuación
cuando está hablando la otra persona. Una parte de ti
la sorbe como leche. Algo en ti empieza a notar
que somete a prueba la decepción consigo misma en el acopio
de una complejidad indolentemente formulada. La observas
menear la cabeza para corregirse; percibes
que tiene una mente que quiere hacer las cosas bien.
El temblor de su cuerpo arrulla una noción
a lo largo de tu costado y te estiras para sentir de nuevo
la humedad que nos corresponde en lugar de la luminosidad
de la pintura. Más tarde, en una de esas rutas la mente
retorna de nuevo sobre sus pies, habla de
Hans, el mayordomo, cómo fuerza a la chicas
y luego reza con fervor los domingos a cada hora.
Es domingo. Se está vistiendo. Habéis acordado
pedir un taxis para que la lleve con su madre
a Gronigen. Está contenta, se pone un poco mimosa,
hace su pequeño primer gesto de posesión
al cepillar tu chaqueta. Afuera se oye
el ruido de los cascos de los caballos sobre los adoquines.
Es el momento en que las obligaciones para con la vida de otra persona
parecen insoportables. Siempre queremos volver a nacer
pero en realidad hacerlo, ¿te das cuenta?
Parece redundante. Ésta es la vida que te eligió
y que tú elegiste. Aquí tienes el cepillo, la crin,
el pelo del tejón, la barba del macho cabrío, la arena.
Y el olor de la pintura. El volátil, acre aceite
de linaza, semilla de colza. Aquí está el hedor de la esencia
de pino en un bote de trementina. Aquí está la mano,
la mancha de la muñeca, el escarceo del tendón en el golpe de pincel. Aquí
la nube, el agua del lago alzándose una mañana de verano,
polvo y polvo y polvo de tiza, la humedad de la pintura
que se adhiere al entramado de lino del lienzo, aquí
está la fidelidad de capas sobre capas sobre capas de pintura.
Hay algo que permanece de un modo inaprensible,
sigue vivo porque no lo podemos poseer.



Robert Hass
en Tiempo y materiales.
Bartleby Editores.
Traducción de Jaime Priede.

martes, 22 de febrero de 2011

El olvido


Todos estamos condenados al polvo y al olvido, y las personas a quienes yo he evocado en este libro o ya están muertas o están a punto de morir como mucho morirán quiero decir, moriremos- al cabo de unos años que no pueden contarse en siglos sino en decenios. "Ayer se fue, mañana no ha llegado, / hoy se está yendo sin parar un punto,/ soy un fue, y un será, y un es cansado ..." decía Quevedo al referirse a la fugacidad de nuestra existencia, encaminada siempre ineluctablemente hacia ese momento en que dejaremos de ser. sobrevivimos por unos frágiles años, todavía, después de muertos, en la memoria de otros, pero también esa memoria personal, con cada instante que pasa, está siempre más cerca de desaparecer. Los libros son un simulacro de recuerdo, una prótesis para recordar, un intento desesperado por hacer un poco más perdurable lo que es irremediablemente finito. Todas estas personas con las que está tejida la trama más entrañable de mi memoria, todas esas presencias que fueron mi infancia y mi juventud, o ya desaparecieron, y son solo fantasmas, o vamos camino de desaparecer, y somos proyectos de espectros que todavía se mueven por el mundo. en breve todas estas personas de carne y hueso, todos estos amigos y parientes a quienes tanto quiero, todos esos enemigos que devotamente me odian, no serán más reales que cualquier personaje de ficción, y tendrán su misma consistencia fantasmal de evocaciones y espectros, y eso en el mejor de los casos, pues de la mayoría de ellos no quedará sino un puñado de polvo y la inscripción de una lápida cuyas letras se irán borrando en el cementerio. Visto en perspectiva, como el tiempo del recuerdo vivido es tan corto, si juzgamos sabiamente, "ya somos el olvido que seremos", como decía Borges. Para él este olvido y ese polvo elemental en el que nos convertiremos eran un consuelo "bajo el indiferente azul del Cielo". Si el cielo, como parece, es indiferente a todas nuestras alegrías y a todas nuestras desgracias, si al universo le tiene sin cuidado que existan hombres o no, volver a integrarnos a la nada de la que vinimos es, sí, la peor desgracia, pero al mismo tiempo, también, el mayor alivio y el único descanso, pues ya no sufrimos con la tragedia, que es la conciencia del dolor y de la muerte de las personas que amamos. Aunque puedo creerlo, no quiero imaginar el momento doloroso en que también las personas que más quiero -hijos, mujeres, amigos, parientes- dejarán de existir, que será el momento, también, en que yo dejaré de vivir, como recuerdo vívido de alguien, definitivamente. Mi padre tampoco supo, ni quiso saber, cuándo moriría yo. Lo que sí sabía, y ese, quizá, es otro de nuestros frágiles consuelos, es que yo lo iba a recordar siempre, y que lucharía por rescatarlo del olvido al menos por unos cuantos años más, que no sé cuánto duren, con el poder evocador de las palabras. Si las palabras transmiten en parte neutras ideas, nuestros recuerdos y nuestros pensamientos -y no hemos encontrado hasta ahora un vehículo mejor para hacerlo, tanto que todavía hay quienes confunden lenguaje y pensamiento-, si las palabras trazan un mapa aproximado de nuestra mente, buena parte de mi memoria se ha trasladado a este libro, y como todos los hombres somos hermanos, en cierto sentido, porque lo que pensamos y decimos se parece, porque nuestra manera de sentir es casi idéntica, espero tener en ustedes, lectores, unos aliados, unos cómplices, capaces de resonar con las mismas cuerdas en esa caja oscura del alma, tan parecida en todos, que es la mente que comparte nuestra especie. "¡Recuerdo el alma dormida!", así empieza uno de los mayores poemas castellanos, que es la primera inspiración de este libro, porque es también un homenaje a la memoria y a la vida de un padre ejemplar. Lo que yo buscaba era eso: que mis memorias más hondas despertaran. Y si mis recuerdos entran en armonía con algunos de ustedes, y si lo que yo he sentido (y dejaré de sentir) es comprensible e identificable con algo que ustedes también sienten o han sentido, entonces este olvido que seremos puede postergarse por un instante más, en el fugaz reverberar de sus neuronas, gracias a los ojos, pocos o muchos, que alguna vez se detengan en estas letras.

Héctor Abad Faciolince
en El olvido que seremos.
Seix barral.

domingo, 20 de febrero de 2011

Orlan: artista francesa multimedia y perfomativa


Yo es lo que añado.
El plástico en las carne o la línea
del río en el crepúsculo
cuando en París se abren los mejores
clubs de baile de toda la galaxia.
Yo ha sido el arlequín
y el cirujano. No evoluciono
sino que realizo, decoro,
controlo. Añado zapatos de tacón
a mi estatura para medir el mundo;
porque la santa es su hábito,
la modelo su maquillaje,
pero la mujer no es su vagina, sino sus tacones.
Yo es el vestido,
pues hemos dado al tejido
poder sobre nuestra alma:
el vestido decide
quién es yo.
A mi lado parecen aburridos
la Belleza, la Salvación y el Riesgo;
no tienen un yo inalterable
que les demande.

Yo eso otra
especie de ternura.

Cristina Morano
en El ritual de lo habitual.
Amargord ediciones.

jueves, 17 de febrero de 2011

La palangana


A Claude Roy




Ser viejo es regresar y yo he vuelto a ser niño.
Eché un poco de agua en una palangana
y oí toda la noche el croar de las ranas
como, cuando muchacho, pescaba yo en Fang-Kuo.

Palangana de barro, estanque verdadero:
el renuevo del loto es ya una flor completa.
No olvides visitarme una tarde de lluvia:
oirás, sobre las hojas, el chaschás de las gotas.

O ven una mañana: mirarás en las aguas
peces como burbujas que avanzan en escuadra,
bichos tan diminutos que carecen de nombre.
Un instante aparecen y otro desaparecen.

Un rumor en las sombras, círculo verdinegro,
inventa rocas, yerbas y unas aguas dormidas.
Una noche cualquiera ven a verlas conmigo,
vas a oír a las ranas, vas a oír al silencio.

Toda la paz del cielo cabe en mi palangana.
Pero, si lo deseo, provoco un oleaje.
Cuando la noche crece y se ha ido la luna
¡Cuántas estrellas bajan a nadar en sus aguas!


Han Yü
En Versiones y diversiones

de Octavio Paz (traductor).

Círculo de Lectores.

martes, 15 de febrero de 2011

De pronto me contagio


"Por lo general siempre tengo planes, un guión, pero luego está el rodaje del libro, la escritura, que revela muchas cosas, y por último está el montaje donde todo se “reescribe de nuevo” (también lo llamo “montaje” en poesía, por ejemplo en Sonetos del útero ya estaba esa idea de “montar el libro”, probablemente fruto del tiempo que trabajé haciendo películas años atrás). En Dentro quería llevar a cabo algo con el cine, la asociación de éste con la poesía me parecía interesante y poco explorada salvo algunas excepciones. No me refiero a poemas concretos insertados en libros (hay muchos casos de eso como bien recoge la antología Viento de cine de Hiperión) sino de obras que en su totalidad tuvieran una relación fuerte con el séptimo arte. Las obras que me parecían más logradas eran Bronwyn de Cirlot, Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos de Alberti y Who is me, poeta de la ceniza de Pasolini (aunque ésta difería sustancialmente de las anteriores). Me interesaban probablemente porque en ellas lo cinematográfico terminaba siendo otra cosa muy distinta, una semilla más que un fruto. Durante más de dos años estuve yendo a la sede de la Filmoteca Española en la calle Magdalena de Madrid y traté de conseguir la filmografía completa de Bergman. Tuve que inventarme alguna “batallita” para conseguirla, claro está, porque la escritura de un libro de poemas por parte de un desconocido no hubiera bastado. En aquel entonces todavía no se habían editado en dvd la mayoría de sus trabajos, salvo clásicos como Persona, Fresas salvajes, El séptimo sello o Fanny y Alexander (pero eso eran solo cuatro de unas cuarenta). En la Filmoteca me dejaban un cuartito con un monitor y yo veía las películas en vhs, generalmente un jueves o un viernes por la mañana tomando notas. En mi “guión” estaba pensado que cada película se correspondiera con un poema y así fue más o menos. Tuve que ver algunos filmes varias veces, hubo días nefastos en los que no sacaba nada o lo que escribía era muy malo. Sin embargo, ese esquema resultaba peligroso, podía hacer demasiado dependiente Dentro (que entonces se llamaba Soles de estiércol) de la filmografía y dejarlo cojo. Como me interesa la independencia del texto (y creo que al propio texto también o eso me decían los propios poemas al escribirlos), eliminé la lista de correspondencias para que cualquiera pudiese acercarse a Dentro. De todos modos, en la dedicatoria inicial está una de las claves. El «a I.B.» que aparece al comienzo de Dentro no son solo las iniciales de Ingmar Bergman sino que esconden de manera sonora un «ahí ve», que es direccional (envía al lector a la filmografía: «ir a») y también “experiencial”, si se me permite la palabreja, pues sugiere lo que yo vi en las películas, lo que fue importante para mí: “ver ahí”. El reto era ofrecer un libro de poemas en el que la construcción del significado estuviera en cuestión o fuese al menos algo bivalente a través de lo intertextual. Dentro funciona de manera autónoma, es cierto, pero creo que también junto a los filmes o sus fotogramas. Bergman se convirtió así en una suerte de maestro, que me enseñó no solo de cine sino también de la vida misma, su filmografía es precisamente eso. De ahí que el día que falleció me pusiera a llorar como un perro y comprase la prensa nacional e internacional. Él es uno de los pocos artistas que ha aparecido en todas las portadas de los periódicos del mundo al morir. Ese día se me fue alguien con quien yo estaba conviviendo (Dentro lo empecé a escribir en 2003 y él murió en 2007) y con quien iba a convivir algún tiempo más, mi libro se publicó a finales de marzo de 2010 [...]"

Óscar Curieses en
la revista digital Elcoloquiodelosperros.
Fragmento de Otro Coloquio de los perros: CRISTINA MORANO y ÓSCAR CURIESES

lunes, 14 de febrero de 2011

Buzón de sugerencias


A mis hijos



No hagáis caso
de aquellos que os amen demasiado.
Probablemente sientan
temor a que os vayáis.
Salid a pasear cuando la lluvia
despliegue sus urgencias.
Escuchad a los pájaros,
ellos sabrán deciros
si la luna es propicia.
Dejad que se amontonen
las sombras y la nieve
si no sabéis qué hacer con el insomnio.
Todo se desbarata con la luz.
Y aprended de los gatos
a vivir dignamente,
sin más ajuar que un mundo
que quepa en vuestras manos.

Katy Parra
en Coma idílico.
Hiperión.