lunes, 17 de agosto de 2020

Louise Glück: Higos

 Mi madre preparaba higos en vino,

escalfados con clavo, a veces unos pocos granos de pimienta.

Higos negros de nuestro árbol.

Y el vino era tinto, la pimienta dejaba un sabor a humo en el sirope.

Solía sentirme como si estuviera en otro país.


Antes de eso, había pollo.

De vez en cuando, en otoño, relleno de setas.

No siempre había tiempo para eso.

Y el clima debía ser el correcto, justo después de la lluvia.

De vez en cuando era sólo pollo con limón adentro.


Descorchaba el vino. Nada especial;

algo que le habían dado los vecinos.

Extraño ese vino -lo que ahora compraría no sabe tan bien.


Preparo estas cosas para mi esposo,

pero no le gustan.

Quiere los platos de su madre, pero no los preparo bien.

Cuando lo intento, me enfado.


Él trata de convertirme en una persona que nunca fui.

Cree que es cosa simple:

picas un pollo, arrojas algunos tomates en la sartén.

Ajo, si hay ajo.

Una hora después, estás en el paraíso.


Cree que mi trabajo es aprender, no su trabajo 

el enseñarme. No necesito aprender lo que mi padre cocinaba.

Mis manos ya sabían, bastaba oler el clavo

mientras hacía mis tareas.

Cuando fue mi turno, tenía razón, sí sabía.

La primera vez que los probé, volvió mi infancia.


Cuando éramos jóvenes, era diferente,

mi esposo y yo estábamos enamorados. Lo único que queríamos

era tocarnos.


Vuelve a casa, está cansado.

Todo es arduo, ganar dinero es arduo, ver cómo tu cuerpo cambia

es arduo. Puedes con estos problemas cuando eres joven,

algo es difícil por un rato, pero tienes confianza.

Si no funciona, harás algo distinto.


lo que más le molesta es el verano -el sol lo saca de quicio.

Aquí es implacable, sientes cómo envejece el mundo.

La hierba se seca, los jardines se llenan de maleza y babosas.


Alguna vez fue para nosotros la mejor estación.

Las horas de luz cuando él llegaba a casa, luego del trabajo,

las convertíamos en horas de oscuridad.

Todo era un enorme secreto,

incluso las cosa que decíamos cada noche.


Y el sol descendía lentamente;

veíamos encenderse las luces de la ciudad.

Las noches estaban lustrosas de estrellas, estrellas

que brillaban sobre los edificios altos.


A veces encendíamos una vela.

Pero la mayoría de las noches no. Pasábamos casi todas las noches a oscuras,

con nuestros brazos en torno al otro.


Pero estaba la sensación de que podías controlar la luz.

Era una cosa maravillosa; podías hacer que todo el cuarto

refulgiera de nuevo, o podías yacer en el aire nocturno,

escuchando los coches.


Nos callábamos luego de un rato. La noche se callaba.

Pero no dormíamos, no queríamos abandonar la conciencia.

Le habíamos dado permiso a la noche para que nos llevara;

yacíamos ahí, sin interferir. Hora tras horas, cada uno

escuchando la respiración del otro, viendo las luces cambiar

en la ventana al final de la cama;


pasara lo que pasara en esa ventana,

estábamos en armonía con ello.



Louise Glück

en Una vida de pueblo.

Pre-textos. Colección la cruz del sur.

Traducción de Adalber Salas Hernández.


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