jueves, 1 de enero de 2009

Dos poemas de Anne Michaels

TRES SEMANAS


Tres semanas anhelantes, agua que abrasa
las piedras. Tres semanas la sangre del leopardo fluyendo
bajo el audible insomnio de las estrellas.
Tres semanas voltaicas. Semanas de tardes
invernales, casi a oscuras.
Aullando a la distancia, el océano
estirándose entre ambos, curvando el tiempo.
Tres semanas encontrándote en lugares nuevos dentro de mí,
luminiscente como una estrella fugaz en el abismo,
su cola de neón.
Tres semanas de naufragio en esta isla de la locura;
viciando la aurora de perfumes. Cada confín del cuerpo
electrizado, cada pensamiento acorralado
por la memoria del tacto. Tres semanas abriendo los ojos
cuando llamas, tu primera pregunta,
¿te he despertado...?

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BUCEADORES DE LA PIEL

Bajo la carpa
de las estrellas, vacas
a la deriva, sus vientres cepillando
la hierba alta, listos para un copioso
festín. Tierras bajas que centellean como mica
bajo la luna. La luz de las estrellas
nos empapa los zapatos.
La pradera de algas marinas se inclina suplicante, el mismo
campo de arpillera que en invierno cruje con la helada
es salpicado por el pincel negro
de los cuervos. Gélidos diamantes de las cintas de la reina Ana.

Porque se siente amada, la luna permite que nuestros ojos
la sigan por el sembrado, pisando
su ropa, seda reluciente
esparcida por los surcos.Sintiéndose amada, la luna desea
que la miren, nadando
toda la noche por el río.

Llama a través de los estores,
extiende una tira blanca por el pasillo a oscuras,
alcanza un vaso de la mesa.
Vigila la fortaleza del sueño.
Como la luna, quiero tocar espacios
sólo con la mirada. Contarte
cosas nuevas a las tres de la mañana, cuando nos
despierta la lluvia o una preocupación, o adelgazándonos por
los juncos del sueño, emergemos en la piel. En esta habitación
donde tantas cosas han ocurrido, donde el amor
es ese tintineo de los botones al deslizarse tu camisa
al suelo, el sonido de la calderilla;
un libro entreabierto, ropa
entreabierta. Sentimos de nuevo
cómo se transparenta la superficie
del cuerpo empujado ante la puerta
del mundo. Para leer lo que hay dentro
nos alzamos el uno al otro
hacia la luz. Recogemos
a todos los que amamos o deseamos
perder de vista, los llevamos
a cada pradera nocturna y nos sentamos con ellos
mientras las vacas se demoran como barcos
que apenas se mueven en la distancia.
La lluvia goteando desde la lona de las estrellas.

Pulido por el agua, el cuerpo recuerda
como una planicie inundada, anegado de sensibilidad,
ganando terreno en la bajamar.
Terrazas de la memoria, lisas como deltas verdes.
O arrecifes y cordilleras
plegando el mundo hasta el hueso.
La luna palpa el significado
de las cosas con sus dedos ciegos,
luego nos devuelve al cerúleo
aluminio de los amaneceres. La noche,
una carretera apuntando al este.
Su hermana, la memoria, revuelve en el armario empotrado
buscando ropa que conserve la silueta de alguien.
Se frota las manos en el delantal
manchado de infancia, un olor familiar
en el pelo; traquetea con ollas y cacerolas
en la cocina circadiana.
Mientras, en la habitación de una pradera nocturna,
la luna se desviste; su salto de cama
flora eternamente a ras de suelo.
La memoria se demora por el césped de las fincas,
se mueve lentamente por la hierba húmeda, cargada
de instantes atrapados en su red nocturna, en el éter
reluciente de su falta. El aire se aviva,
la memoria alza la cabeza y casi
desaparezco. Alzas la vista, una mirada que siento
por todas partes, la lengua de una mirada,
y el amor esta pradera noctuna, la sombra de la mañana
de nuestras voces, el papel carbón púrpura
de esta oscuridad plomiza. Pesa la memoria con la joyería
de esta lluvia, pesa su falda con los brotes de mercurio
congelados que adornan las ramas,
mientras avanza oímos el castañeteo
de esos huesos tan bellos. Entonces, el amor,
tan alejado del cuerpo, se alcanza sólo
por vía del cuerpo. El tiempo es el alambique
que transforma lo conocido
en misterio. En aire,
en la mancha púrpura de la dulzura.
El laburno, el iris silvestre, los abedules tan espesos
que resplandecen por la noche, olores que nos alcanzan
por todas partes; la alquimia que nos mantiene
tan felices tumbados en el suelo, incluso si no abarcamos
nada, nada: el evasivo
troque de los pájaros. Nunca tomaremos velocidad
de crucero, más bien nos hundiremos en el húmedo
firmamento, aprenderemos a permanecer en el fondo,
respirando por la piel.
Con membranas de plata, en ríos
color de lluvia. Bajo el agua, bajo la piel;
con arcanas aletas transparentes.

Esta noche la luna deambula descalza,
deja atrás medias de seda
como jirones de río.
Las pisadas del verano en nuestros brazos y piernas
palmeando húmedos
de lodo y algas.

Rodamos desde el borde al fondo de la pradera,
nos levantamos bajo la lluvia
de nuestra silueta en la hierba húmeda.
Nadadores nocturnos, buceadores de la piel.

Anne Michaels
en Buceadores de la piel.
Traducción de Jaime Priede
Bartleby Editores.

sábado, 27 de diciembre de 2008

Luis Levante: Enterrados

Ahora sólo escuchaba el silbido del viento que levantaba enormes nubes de polvo. Le dolía todo el cuerpo, pero su mente iba recuperando la lucidez. Tumbada sobre el suelo no podía ver a sus perseguidores, de manera que tampoco ellos la tenían a la visa. Movió un poco el cuerpo y se palpó la espalda sin incorporarse. No tenía sangra ni heridas: la bala había pasado de largo. Casi instintivamente se apretó contra el suelo y comenzó a excavar con las dos manos. La arena estaba muy blanca, y el viento ayudaba en la tarea. Ella misma se sorprendió de la rapidez con que había empezado a funcionar su mente. Poco a poco comenzó a cavar también con los pies, con las piernas, con todo el cuerpo. En pocos minutos había hecho un hueco considerable en la arena. Se dio la vuelta, dentro del agujero, y comenzó a taparse con la tierra. Se colocó la melfa sobre la cara y fue cubriéndola también con mucha dificultad. El viento hizo el resto. Al cabo de un rato quedó totalmente enterrada, con el rostro apenas a unos centímetros de la superficie. Podía escuchar muy bien el sonido del viento e incluso, cuando cambiaba la dirección, le llegaban las palabras de Le Monsieur y de sus hombres.

Aza había escuchado muchas veces a sus mayores contar historias de la guerra. A base de oírlas dejó de prestarles atención, pero nunca las olvió del todo. Fueron muchos los saharauis que en la década de los setenta habían pasado de pastores a guerreros y habían rescatado las formas de guerra de sus antepasados. En las emboscadas a los marroquíes, los saharauis utilizaban con frecuencia la técnica del enterramiento. El tío de Aza le contó muchas veces cómo, enterrado en la arena, había sentido un carro de combate enemigo que pasaba por encima de él. Pero había que tener mucha sangre fría; eso también lo dijo muchas veces su tío. Aza intentó recordar aquellas historias mientras permanecía enterrada. Ahora se arrepintió de no haber estado más atenta, o de no haber reconocido la utilidad de aquella técnica de guerrilla.

El corazón se movía en su pecho como una bomba a punto de reventar. Aza sabía bien que su peor enemigo eran los nervios. Trató de pensar en cosas agradables. Pensó en su hijo, en su madre. Recordó el Malecón de La Habana, con aquellos coches antiguos que lo cruzaban milagrosamente. El viento del desierto se fue pareciendo al viento del Caribe que estrellaba las terribles olas contra las piedras del Malecón. Pensó en el día de su boda. Respiraba con dificultad, pero poco a poco se fue tranquilizando; hasta que sus pensamientos se confundieron con las voces de aquellos hombres despreciables que creían haberla matado.

Luis Leante
en Mira si yo te querré.
Alfaguara.

domingo, 7 de diciembre de 2008

Amor y enfermedad

Señor, mi padre dijo que os podríais curar si os bañáis en la sangre de una doncella. Yo soy doncella y quisiera ofreceros mi sangre.


El rey permaneció inmovilizado por el asombro y la alegría. ¿Sería posible aquel milagro cuando ya había perdido toda esperanza? No, no podía ser. Ocurriría como las otras veces. Con una voz donde se traslucía una íntima amargura, dijo:


-Te obliga tu padre, ¿verdad?


-No, no, el no quiere —respondió apresuradamente la doncella—. Soy su única hija, lo único que tiene, pues mi madre murió, y no quiere perderme por nada del mundo. Por eso tuve que aprovechar su sueno para poder decíroslo.


-Entonces—exclamo el rey asombrado— ¿por que lo haces? ¿Piensas que tu padre apreciara mas poseer la mitad de mis tesoros que tu vida?


-Pero si yo no quiero vuestros tesoros, señor.


-¿Qué quieres entonces? ¿Por qué lo haces?


Pero la muchacha no contestó. Permanecía ante el rey, con la cabeza inclinada, guardando un doloroso silencio. El rey retiro el velo de su rostro y vio una cara bella como la luna, arrebolada por el rubor. Dulcemente, tomándola de la barbilla, levanto su cabeza y volvió a preguntar.


-¿Dime, pequeña, por que lo haces?


-Señor, desde muy niña me asomaba a la celosía cuando paseabais por el jardín para veros pasar. No había en el mundo nada más hermoso. Después enfermasteis. Era tan triste veros así, tan triste...


Se había interrumpido ahogada por las lágrimas. Y el gran rey sintió algo que nunca había sentido. Aquella niña a la que ni recordaba haber visto le había amado durante anos, le había amado con un amor sin esperanza, con un amor tal que ahora le ofrecía su vida para salvarle.


-¿Cómo podría agradecértelo?—dijo mientras le acariciaba los cabellos—. ¿Si pudiera hacer algo por ti, algo que compensara tu sacrificio?


-Sí puede. Puede darme algo. Lo que más he deseado, lo que siempre soñé. Un día antes de verter mi sangre, tomadme por esposa.


Y así fue como el rey desposo a la doncella que al día siguiente había de ser sacrificada para que el recobrase su salud. Fue solo una ceremonia simbólica, pues la muchacha debería llegar virgen al sacrificio.


Pero al día siguiente ese sacrificio no se realizó. Ni al otro. Ni al otro... A1 gran rey le había ocurrido algo extraño. Le faltaba el valor para ordenar la muerte de aquella criatura tan dulce, tan bella, que le amaba tanto y a la que el también amaba cada día mas. Por eso fue posponiéndolo hasta que una noche entro con ella en la cámara nupcial para perder entre los brazos de su amada su única oportunidad de salvar la vida.


Por amor, el rey había renunciado a curar su lepra. Esa lepra que, también por amor, iba muy pronto a pudrir las dulces carnes de su bien amada. Murieron el mismo día y a la misma hora y fueron enterrados el uno junto al otro. Y cuentan allá en Oriente que en su mausoleo nacieron dos rosales, un rosal de rosas rojas y otro de rosas blancas, que se buscan y entrecruzan como si se abrazasen. Y esta es la historia que yo escuche cuando estaba en Trípoli sobre el rey leproso y la doncella, pero en verdad no sabría decir si en realidad sucedió o se trata solo de una de las muchas leyendas que por allí se narran...


Antonio Martínez Menchén

en La espada y la rosa

Alfaguara.

sábado, 29 de noviembre de 2008

Dos poemas de Nuno Júdice

FIGURA CON REALIDAD


Te escribo ahora, por dentro de este poema.
Podría soñar que vas a nacer de dentro de él, o
que estás dentro de él
como la flor futura habita el centro del invierno.
La analogía es el punto adonde el poema va a beber,
como se va a la fuente, o como se oye, en el silencio
de la tierra, un rumor de aguas subterráneas.
Entonces, tu voz se abre, como si fuese
la propia flor. Entra en mí,
y recorre los espacios desiertos de mi alma,
como si un viento empujase las puertas y las ventanas,
atravesase las salas, y avivase el fuego
en las cenizas del corazón. Me limito
a oírte en el intervalo de los versos, mientras
la vida reemprende, despacio, su curso:
oraciones por dividir, una enunciación de figuras
de retórica, el paralelismo
de ciertas comparaciones. Todo esto desembocaría,
como es evidente, en el ritmo
al que el poema obedece si no te encontrase
en cada cesura, como si tu imagen insistiese
en llenar los vacíos de la palabra. Entonces,
dejo que entres dentro del poema; y te veo
avanzar por las frases, hasta el final de la línea,
donde te espero,
como si cada sueño no se deshiciese
con el aire.
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FONS VITAE


Las confidencias se quedan en el cielo de la boca
como las nubes lentas del otoño. Las soplo,
para que el cielo se limpie y sólo una niebla vaga
se pegue a lo que me quieres decir; pero
me arrimas los labios al olvido, y tú, sí,
eres quien me cuentas qué cielo es éste, y de dónde
vienen las nubes que lo cubren. Sentimientos,
emociones, pasiones, se interponen entre
cada frase. No hay otros asuntos
cuando nos encontramos, y me empiezas a hablar,
como si fuese el corazón la única
fuente de lo que decimos.


Nuno Júdice
en Tú, a quien llamo amor (antología).
Hiperión. 2008.
Traducción de Jesús Munárriz.

domingo, 23 de noviembre de 2008

Dublineses

Ella dormía profundamente.

Gabriel, apoyado en un codo, miró por un rato y sin resentimiento su pelo revuelto y su boca entreabierta, oyendo su respiración profunda. De manera que ella tuvo un amor así en la vida: un hombre había muerto por su causa. Apenas le dolía ahora pensar en la pobre parte que él, su marido, había jugado en su vida. La miró mientras dormía como si ella y él nunca hubieran sido marido y mujer. Sus ojos curiosos se posaron un gran rato en su cara y su pelo, y, mientras pensaba cómo habría sido ella entonces, por el tiempo de su primera belleza lozana, una extraña y amistosa lástima por ella penetró en su alma. No quería decirse a sí mismo que ya no era bella, pero sabía que su cara no era la cara por la que Michael Furey desafió la muerte.


Quizá ella no le hizo a él todo el cuento. Sus ojos se movieron a la silla sobre la que ella había tirado algunas de sus ropas. Un cordón de corpiño colgaba hasta el piso. Una bota se mantenía en pie, su caña fláccida caída; su compañera yacía recostada a su lado. Se extrañó ante sus emociones en tropel de una hora atrás. ¿De dónde provenían? De la cena de su tía, de su misma arenga idiota, del vino y del baile, de aquella alegría fabricada al dar las buenas noches en el pasillo, del placer de caminar junto al río bajo la nieve. ¡Pobre tía Julia! Ella también sería muy pronto una sombra junto a la sombra de Patrick Morkan y su caballo. Había atrapado al vuelo aquel aspecto abotargado de su rostro mientras cantaba Ataviada para el casorio. Pronto, quizá, se sentaría en aquella misma sala, vestido de luto, el negro sombrero de seda sobre las rodillas, las cortinas bajas y la tía Kate sentada a su lado, llorando y soplándose la nariz mientras le contaba de qué manera había muerto Julia. Buscaría él en su cabe algunas palabras de consuelo, pero no encontraría más que las usuales, inútiles y torpes. Sí, sí, ocurrirá muy pronto.

El aire del cuarto le helaba la espalda. Se estiró con cuidado bajo las sábanas y se echó al lado de su esposa. Uno a uno se iban convirtiendo ambos en sombras. Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida. Penso cómo la mujer que descansaba a su lado había evocado en su corazón, durante años, la imagen de los ojos de su amante el día que él le dijo que no quería seguir viviendo.

Lágrimas generosas colmaron los ojos de Gabriel. Nunca había sentido aquellos por ninguna mujer, pero supo que ese sentimiento tenía que ser amor. A sus ojos las lágrimas crecieron en la oscuridad parcial del cuarto y se imaginó que veía que veía una figura de hombre, joven, de pie bajo un árbol anegado. Había otras formas próximas. Su alma se había acercado a esa región donde moran las huestes de los muertos. Estaba consciente, pero no podía aprehender sus aviesas y tenues presencias. Su propia identidad se esfumaba a un mundo impalpable y gris: el sólido mundo en que estos muertos se criaron y vivieron se disolvía consumiéndose.

Leves toques en el vidrio lo hicieron volverse hacia la ventana. De nuevo nevaba. Soñoliento, vio cómo los copos, de plata y de sombras, caían oblicuos hacia las luces. Había llegado la hora de variar su rumbo al Poniente. Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía suave sobre el mégano de Allen y, más al Oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía así en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos.


En Los muertos, relato incluido en Dublineses
de James Joyce.
Alianza Editorial.
Traducción de Guillermo Cabrera Infante.

El video es la última escena de la película homónima de John Huston.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Dos poemas de El iris salvaje de Louise Glück

PRESQUE ISLE

En cada vida hay un momento o dos.
En cada vida, una habitación en algún lado, junto al mar o en las montañas.

Sobre la mesa un plato de albaricoques. Huesos en un cenicero blanco.

Como todas las imágenes, fueron éstas las condiciones de un pacto:
un rayo de sol que tiembla en tu mejilla,
mi dedo que presiona tus labios.
Las paredes blanquiazules; la agrietada pintura del modesto estudio.

Esa habitación existe aún, en el piso cuarto,
con su pequeño balcón, con sus vistas al mar.
Una habitación cuadrada y blanca, con la sábana deshecha al borde de la cama.
No se ha disuelto en nada, no se ha vuelto real.
Por la ventana abierta el aire marino huele a yodo.

Por la mañana temprano, un hombre grita a un niño
que salga del agua. El niño tendría ahora veinte años.

Alrededor de tu rostro se agita el pelo húmedo, con vetas de color castaño.
Muselina, un pesado jarrón, unas cuantas peonías,
un temblor plateado.
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VÍSPERAS


Ya nunca me pregunto dónde estás.
Estás en el jardín: estás donde está John,
abstraído, en el polvo, con su pala verde en la mano.
Así trabaja: quince minutos de intensa albor,
otros quince de contemplación extática. A veces
trabajo a su lado, en la tarea que me toca,
deshierbando, limpiando las lechugas; a veces
lo miro desde el portal de la parte alta del jardín
hasta el crepúsculo, que transforma en linternas
los primeros lirios: en todo ese tiempo
la paz no lo ha dejado. Pero eso me recorre
no como el sustento de la flor, sino
como la luz brillante que atraviesa el árbol desnudo.

Louise Glück
en El iris Salvaje.
Pre-textos.
Traducción de Eduardo Chirinos.

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domingo, 9 de noviembre de 2008

Javier Moreno: Dos fragmentos de Click

Cuando estamos acompañados podemos charlar, contarle a esa otra persona nuestra historia, los pequeños detalles de los que se componen los días. Entonces nuestra vida cristaliza en la memoria bajo la forma de un relato donde nosotros somos los protagonistas. Cuando ese alguien nos falta, los acontecimientos se suceden sin un hilo que los mantenga unidos. La soledad convierte la experiencia en una masa indistinta, sin principio ni fin. Para el solitario las vivencias se acumulan en una contigüidad insoportable. Estoy solo. Ya lo saben. Además, tengo la impresión de que casi siempre lo he estado. Y sin embargo hay alguien, tiene que haber alguien a quien contarle esta historia. Alguien del otro lado. Mi salvación.
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Qué ocurre si existe un momento en la vida en que creemos alcanzar la felicidad con la punta de los dedos... Más o menos como esa escena de la creación en la Sixtina (ya saben, los dedos de Adán y de Dios separados apenas por unos centímetros). Y, cuando estábamos a punto de conseguir la dicha, nuestro objeto de deseo se retira, nos da la espalda para sumergirse en un paraíso inalcanzable. Dónde buscar la entereza para afrontar entonces lo que nos resta de vida, cómo sobrevivirnos cuando sabemos que lo máximo que podremos conseguir es una especie de sucedáneo que arrojaríamos con melancólico placer al cubo de la basura. Hay grietas imposibles de tapar, hay heridas que nunca dejarán de sangrar. Hay un dolor inasequible a todos los calmantes.


Javier Moreno
en Click.
Candaya, 2008.