En aquellos días, aquellos días que ahora solamente existen para mí como un recuerdo de lo más huidizo,
cuando el primer sonido que escuchabas por la mañana podía ser el estruendo de los pájaros,
luego el suave cloc de los cascos del caballo que tiraba del carro de la leche calle abajo
y el último sonido de la noche puede que fuera o no el de tu
padre cuando paraba el coche,
llegando tarde del trabajo, siempre tarde, luego sus pasos
cansados bajando al sótano, a la caldera,
para vaciar la ceniza y limpiar el tiro antes de subir las
escaleras para dejarse caer en la cama;
en aquellos lejanos días, las mujeres, mi madre, las amigas de
mi madre, nuestras vecinas,
todas las mujeres que yo conocía se vestían, casi todo el día, con lo que llamaban "batas",
baratas, estampadas, insulsas, que no marcaban formas, fabricadas con un algodón ligero,
que te podías poner encima del camisón, y cuando llegaba la hora de ir a buscar al niño
se balanceaban secando en el tendal, o corriendo hasta el comercio de la esquina bajo una chaqueta,
la bastilla del camisón, siempre demasiado delgaducha y amarillenta, asomando por debajo.
En vez de rulos, algunas de aquellas mujeres parecían llevar de manera perpetua en su cabello,
con vistas a un acontecimiento importante, una bola, podría decirse, que nunca llegaba a moverse;
no se trata solamente de que la mayoría de aquellas mujeres nunca se maquillaran durante el día,
es que además sus caras parecían lijadas, y, con las cejas depiladas, inquietaban como máscaras;
pero, más que todo eso, eran aquellos vestidos los que las hacían tan inescrutables y prohibitivas,
expertas en enigmas inaccesibles a los hombres y que los niños tampoco podían entender.
Fue más tarde cuando empecé a considerar esos vestidos como una proclama: en tu cocina mal iluminada,
en el lavadero, en el inhóspito patio de hormigón, lo que revelabas de ti misma era pura simulación;
que tu auténtica naturaleza sensual, oculta bajo esas vestiduras asexuadas, la tenías totalmente bajo control.
En aquellos días se ocultaban muchas más cosas: los hombres hechos y derechos nunca se abrazaban,
a menos que alguien se hubiera muerto, y aún así no siempre; te dabas la mano o, como en el béisbol,
le dabas al amigo una palmada en la espalda e intercambiabas un código de golpes afectuosos;
una vez que dejabas atrás la infancia ya nunca volvías a sentir el tacto del bigote de tu padre
en la mejilla, al menos hasta que cambiaron las costumbres y al fin se pudo abrazar a otro hombre,
tomarlo del brazo un instante, incluso besarlo (el bigote de tu padre ya era blanco y rígido por entonces).
Lo que un abrazo libera, finalmente: aunque fuimos muy cautos -parecía algo tan audaz-
qué oculta alegría se intuía en aquella afirmación de equidad entre ambos, y de comunión,
sin importar los desencuentros y penalidades que hubieran surgido entre nosotros hasta entonces.
Sabíamos muy poco, tan poco como ahora, supongo, acerca de cómo curar esas heridas:
inclusive las mujeres, con sus mejores prendas, con collares y lentejuelas cosidas al corpiño,
maquilladas y con los labios pintados, el pelo suelto, no podían más que estrujarse las manos
dándose la paz, mientras padre e hijo, como bandidos, como ladrones, como romanos,
eran puestos a caldo, abucheados, odiados, soportando el dolor que les infligía, el más duro, en todo caso,
por el beso y el abrazo, pagando un alto precio de hermanos a hermanos durante generaciones.
En aquellos días todavía el campo estaba muy cerca de las ciudades, granjas, sembrados de maíz, vacas;
no muy lejos de nuestro edificio de ladrillos manchados y su largo pasillo tan sombrío
te encontrabas con un trecho de lomas y árboles que podías transformar en montañas y bosques.
O podías salir solo para ir hasta un solar vacío de media manzana de largo, entre la maleza:
como un extraño ser de hojas te escondías, agachado, te arrastrabas, primario, salvaje, solo;
ya por entonces ansiabas ser más simple, deseando, cuando te llamaban desde casa, no volver nunca.
C. K. Williams
en Reparación.
Bartleby Editores.
Traducción de Jaime Priede.