viernes, 18 de junio de 2010

Kampa


Desde aquella mañana
estoy corriendo
camino de Praga.
Se me caen los días de las manos,
me resbala la vida,
y siento
que el universo
recoge para mí sus estaciones,
el viento del otoño,
las nieves y los fríos del invierno
doblados como sábanas
en el armario oscuro
del devenir.
Busco en mi propia imagen la belleza de antaño,
y voy tirando al paso
los gestos que no tienen
la pura transparencia de la flor del almendro.
Deshilo los ropajes que me esconden,
me deshago del lastre de mi cuerpo.
Quiero llegar desnuda,
para que nada entorpezca nuestro encuentro.
Vacía de mí misma,
para acoger todo tu sufrimiento.

Y me viene todo el llanto
a los ojos
al pensar en tu puerta
cerrada de tres vueltas.

Clara Janés
en Poesía erótica y amorosa.
Vaso Roto Poesía.

lunes, 14 de junio de 2010

En el café de la juventud perdida


Se había hecho demasiado tarde para coger el último metro. Nada más pasar el café, había un hotel cuya puerta estaba abierta. Una bombilla desnuda iluminaba unas escaleras muy empinadas con peldaños de madera negra. El vigilante nocturno ni nos preguntó los nombres. Se limitó a decirnos el número de una habitación en el primer piso. "A partir de ahora, a lo mejor podríamos vivir aquí", le dije a Louki.
Una cama individual, pero no nos resultaba demasiado estrecha. Ni visillos ni contraventanas. Habíamos dejado la ventana entornada porque hacía calor. Abajo había callado la música y oímos carcajadas. Louki me dijo al oído:

-Tienes razón. Deberíamos quedarnos siempre aquí.

Imaginé que estábamos lejos de París, en algún puertecito del Mediterráneo. Todas las mañanas, a la misma hora, íbamos por el camino de las playas. Se me ha quedado grabada la dirección del hotel: calle de Le-Grand-Prieuré, 2. Hotel Hivernia. Durante todos los años cetrinos que vinieron a continuación, a veces me pedían mis señas o mi número de teléfono, y yo decía: "Lo mejor será que me escriban al Hotel Hivernia, en el número 2 de la calle de Le-Grand-Prieuré. Y me harán llegar la carta". Debería ir a buscar todas esas cartas que llevan tanto tiempo esperándome y que se han quedado sin responder. Tenías razón, deberíamos habernos quedado siempre allí.


Patrick Modiano
en En el café de la juventud perdida.
Anagrama

jueves, 10 de junio de 2010

Mapas

Foto de José Jacobo Campuzano


Las manos de mi abuela eran mapas
que un experto en sutiles geografías
no podría ignorar, por su misterio.
Si me fijaba bien, sobre su ajada superficie
podía ver los ríos sin caudal
cruzar de lado a lado
como afluencias de luz que deslumbraban.
Y el muchacho que entonces las miraba orgulloso
por saberse una parte de aquel mundo,
pensaba que en el brillo de aquellos secadales
se cifraba el destino
que la vida, celosa, le tenía asignado.

Los mapas se mostraban quebradizos;
estaban hechos de una frágil materia
-semejante a los pétalos de secas amapolas-
y daban cuenta de un desierto
que tiempo atrás fue espacio
de huertas y humedales,
de haciendas generosas, campos fértiles.
Sus dedos eran largas y encorvadas penínsulas
rodeadas por mares de desolada bruma.
Si aquellas manos se giraban
-como gira la Tierra
por mostrarle a la luz su otra cara-,
había leves cordilleras
y mesetas muy áridas por el sol consumidas,
regiones devastadas por los años
que guardaban vestigios
del rastro imaginado y las ruinas
de lo que, alguna vez, fue un paraíso
de belleza sin límite.
Sé que en alguna parte
de aquella antigua orografía,
bajo el tiempo y la sombra
de aquella piel sembrada de infortunios,
se escondía un tesoro.
Yo las miraba atentamente
tratando de encontrar la marca que en el mapa
señalara el lugar donde yo descubriera
la razón de vivir y su sentido.
Pero en vano indagué,
porque aunque siempre tuve la certeza
de que ella escondía con cuidado
aquel secreto preciosísimo,
jamás nos dijo nada
para que así siguiéramos buscando
la promesa del oro que legara su sangre.

Mantengo la esperanza
de poder encontrarlo en los mapas que hoy
me revelan las manos
gastadas de mi padre.
O por qué no en las mías.


Ginés Aniorte
en Nosotros.
Renacimiento.

miércoles, 2 de junio de 2010

El arte de agarrarse


Nuestro desvelo es nuestro bosque
Blanca Varela


Cuando tiendo los brazos, las crestas de la noche
me hieren en las manos.
El arpón
del capitán Ahab fue su asidero,
cuando cruzó la oscuridad
siguiendo una blancura detrás del horizonte,
entrevista, incierta, deslizándose a la sombra.

Noviembre ruge mientras termino este libro,
como un ciego termino de escribir
tanteando la noche.
Y lo que toco
al alargar los brazos es mi esposo
dormido con su larga espalda,
como de galgo blanco
saliendo por encima de las mantas,
encima de los restos del invierno;
cuando se marche
también su claridad será un filo en la sombra,
incierto animal deslizándose
a la sombra, imaginado
para describir el desastre,
los filos de sus crestas me cortan al asirme.

Desconfío, noviembre ruge.
Ya sé lo suficiente
para terminar este libro,
pero de qué hablará.

Escribo encima de mi esposo,
transformando en mi cuerpo las palabras
y lo lanzo contra la noche.

Cristina Morano
en El arte de agarrarse.
La Bella Varsovia.