Foto de José Jacobo CampuzanoLas manos de mi abuela eran mapas
que un experto en sutiles geografías
no podría ignorar, por su misterio.
Si me fijaba bien, sobre su ajada superficie
podía ver los ríos sin caudal
cruzar de lado a lado
como afluencias de luz que deslumbraban.
Y el muchacho que entonces las miraba orgulloso
por saberse una parte de aquel mundo,
pensaba que en el brillo de aquellos secadales
se cifraba el destino
que la vida, celosa, le tenía asignado.
Los mapas se mostraban quebradizos;
estaban hechos de una frágil materia
-semejante a los pétalos de secas amapolas-
y daban cuenta de un desierto
que tiempo atrás fue espacio
de huertas y humedales,
de haciendas generosas, campos fértiles.
Sus dedos eran largas y encorvadas penínsulas
rodeadas por mares de desolada bruma.
Si aquellas manos se giraban
-como gira la Tierra
por mostrarle a la luz su otra cara-,
había leves cordilleras
y mesetas muy áridas por el sol consumidas,
regiones devastadas por los años
que guardaban vestigios
del rastro imaginado y las ruinas
de lo que, alguna vez, fue un paraíso
de belleza sin límite.
Sé que en alguna parte
de aquella antigua orografía,
bajo el tiempo y la sombra
de aquella piel sembrada de infortunios,
se escondía un tesoro.
Yo las miraba atentamente
tratando de encontrar la marca que en el mapa
señalara el lugar donde yo descubriera
la razón de vivir y su sentido.
Pero en vano indagué,
porque aunque siempre tuve la certeza
de que ella escondía con cuidado
aquel secreto preciosísimo,
jamás nos dijo nada
para que así siguiéramos buscando
la promesa del oro que legara su sangre.
Mantengo la esperanza
de poder encontrarlo en los mapas que hoy
me revelan las manos
gastadas de mi padre.
O por qué no en las mías.
Ginés Aniorte
en
Nosotros.Renacimiento.