(Luis Rosales)
ASÍ QUE ANTONIO, AHORA, ES QUIEN EMPUJA MI SILLA
de ruedas. Si se encarta, también la de María,
y como la vejez es una voltereta en el vacío
que extrae la sonrisa, es más, la carcajada
o el sobrecogimiento, voy a contarles una historia
de teatro o de circo, una historia prevuelo, de embarque
hacia Granada, una historia en la que no andaba Antonio
con nosotros, cuando estaba de moda un concurso
en la tele, popular, chabacano, liposuctor,
en el que la consigna ordenaba: "A jugaaaaar...!"
María cojeando de ambas piernas, yo, telegrafiando
de tan trope y tan lento, y Pepe López Rubio
con un brazo de yeso, en cabestrillo.
Ya en el embarque, ya la procesión
recta, casi camino más allá de las nubes,
insérsicos, mas altas las cabezas, felices
de volver al lugar donde nacimos, cuando
un empleado parecido a Prats, a Joaquín Prats,
el mandamás de la pantalla estúpida,
gritó bien divertido empuñando su chanza
hacia nosotros: "!Hale, a esquiaaaar....!".
Si ya eres viejo -Epícteto lo dijo- guárdate
de no estar prevenido cuando seas llamado.
Nos reímos, no había otro remedio. Qué pocas
personas mayores saben ser jóvenes...
Y el vulgo, ya se sabe, ni disimula, ni perdona,
ni compadece. Menos mal: vimos el Mulhacén
antes de contemplarlo, su compadre Veleta con joroba,
ambos como si fueran tres titanes albinos,
la nieve de Granada frente a mis cinco años,
y a los tres reyes magos de Manhattan reunidos:
Empire, Chrysler y World Trade Center.
Cuando lo supo Antonio no pudo replegarse:
"¿Y no has visto, maestro, a Federico,
no estará entre las nubes su tumba?".
Es ingenuo y cabal y sabe estremecerse,
marxista a bote pronto y corto plazo,
canela en rama todavía, en bruto
pese a sus muchos años conductores,
y, como en la pregunta, a veces se acaricia
con la cursilería. Llegado un día me traicionará
atribuyéndome sus versos, merodeando por los míos,
por los de Federico, que es más imperdonable.
Pero hasta ahora es él, Antonio a quemarropa.
Antonio Hernández
en Nueva York después de muerto.
Calambur.
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