RECUERDO un bosquecillo a las afueras
de la ciudad de infancia,
muy cerca, casi al lado del psiquiátrico,
detrás del instituto
al que todos llamábamos La Uni,
y a unos doscientos metros separado
de la antigua autovía.
Aquel frondoso bosque
de cuento o de película de medo;
aquella selva joven que al llegar nos nombraba
con voz de bruja buena,
de sirena engañosa;
aquel inhóspito lugar donde la noche
ocupaba sus hojas también durante el día;
aquella oscuridad de ramas secas,
curvadas en el aire, macilento y escaso.
Pero detrás de su espesura, todavía peor:
un camino harapiento entre bancales
complacidos de cardos
y al fondo la silueta de una fábrica en ruinas.
Recuerdo aquella cruz de madera tallada
en mitad del camino.
Recuerdo las pintadas con motivos satánicos
extendidas por todas las paredes
siniestras.
Y a veces, cuando sueño muy profundo
y bajo al corazón de la memoria,
recuerdo todavía
las sombras que sin cuerpo deambulaban
por las altas ventanas de la imaginación.
Rubén Martín Díaz
en Un tigre se aleja.
Renacimiento.
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