(Vladimir Holan)
Hay momentos en que en nuestro pensamiento
olvidamos incluso a los muertos,
cual si su eterno no ser
fuera sólo un reposar
en tranquilidad suave y sin dolor,
bajo unas flores marchitas.
Pero basta un estremecimiento de placer,
sea cual sea,
y nos aprestamos a regresar
a los problemas cotidianos.
He sobrevivido a todos los poetas
de mi generación...
Todos fueron amigos míos.
El último en morir fue Vladimír Holan.
¿Cómo no iba a sentir zozobra?:
estoy solo.
Jiri Wolker fue el primero,
era joven y tenia prisa.
¡Oh esos desdichados besos
en los labios febriles
de las muchachas tuberculosas
del sanatorio a la orilla del mar...!
Años más tarde muere Jindrich Horejsí.
Era el mayor de nosotros.
Escribía sus versos en el café repleto,
en una mesita redonda,
como un soldado, después de la batalla,
escribe a su amada las cartas
sobre un tambor boca arriba...
Josef Hora fue entre nosotros el único
en tutearse con F. X. Salda.
Entrad en su jardín
cuando empiecen a florecer los árboles injertados.
Sus impresionantes flores desprenden al sol perfume
de almendras amargas.
Frantisek Halas, compañero amado,
no nos dijo adiós siquiera.
Deseaba que sus verso graznaran
a los oídos de la gente,
pero, a veces, no lo conseguía
y cantaba.
Con un gesto brusco se marchó de repente
Konstantin Biebl.
Añoraba la ternura de las muchachas hawayanas
que son como flores vivas
y andan silenciosamente de puntillas.
Vitézlav Nezval renegaba de la muerte
y ella se vengó.
Cuando murió inesperadamente en Pascua,
como él mismo había predicho,
se partió una de las ramas fuertes
del árbol de la poesía.
En la muerte aún no había ni pensado
Frantisek Hrubín.
Al principio no sospechaba yo dónde había descubierto
las melodías de sus versos,
pero él escuchaba solamente la risa del agua
en el dique del Sázava.
Hola tardó en morir.
El teléfono frecuentemente se me caía de la mano.
En esa maldita jaula que es Bohemia,
tiraba con desprecio sus poemas
como trozos de carne ensangrentada.
Pero los pájaros tenían miedo.
La muerte quería su sumisión
mas él la sumisión no conocía
y hasta el último momento
luchó furiosamente con la muerte.
El ángel que levantaba sus brazos
cuando se desvanecía,
estaba sentado al borde de su cama
y lloraba.
Jaroslav Seifert
en Breve antología.
Traducción de Clara Janés.
Odiciones Orbis. Colección Premio Nobel.
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